En un lugar lejos de la civilización moderna se erigía un templo de estilo budista. Sus tejados oscuros y sus muros blancos contrastaban con el verde intenso de las montañas. El recinto coronaba la cima más alta del lugar. No era muy grande, ni muy ostentoso, pero parecía haberse construido allí con la osadía de alcanzar el mismísimo cielo.
Un joven, ataviado con telas de color amarillo, se esmeraba en subir las interminables escaleras que dividían la montaña como una cicatriz alargada. Sus pies, envueltos en sandalias de cuero, no se detuvieron ni un solo instante. No perdió el tiempo en admirar la belleza del imponente paisaje, ni tampoco prestó atención a los delicados bonsais que adornaban el camino. Conocía de sobra cada recoveco del terreno, cada árbol y cada estatua; incluso era capaz de recitar todos los nombres de los monjes que vivían allí. Después de todo, aunque a veces se ausentaba durante un largo tiempo, aquel sitio seguía siendo su hogar.
A diferencia de la gran mayoría, el que ascendía por las escaleras no se afeitaba la cabeza. Su rango de guardián le otorgaba ciertos privilegios que no todos los integrantes del clan podían permitirse. Su trabajo consistía en realizar todo tipo de misiones fuera del templo. Casi siempre eran tareas sencillas como ayudar en la cosecha o vigilar algo, pero también recibía encargos mucho más peliagudos, como proteger un cargamento, ser el guardaespaldas de alguien o recuperar un objeto robado sin ser visto.
Para llevar a cabo dichas tareas a menudo era fundamental pasar inadvertido. Por esa razón se le permitía ignorar lo que a él le parecía una de las normas más absurdas y anticuadas de su hermandad. Lo cierto era que nunca le había gustado tener que afeitarse la cabeza, así que, desde que lo ascendieron, había dejado de hacerlo. Ahora el monje conservaba una bonita melena de un negro brillante y su fleco ya hacía tiempo que había alcanzado el borde de las cejas.
Su nombre era Tatsumi Hayashi y se había convertido en el guardián del equilibrio más joven de los últimos doscientos años. Ser un guardián no era nada fácil, para ello era necesario muchos años de estudio y de duro entrenamiento. No se trataba simplemente de ser bueno en combate, también había que dominar varias disciplinas como la historia, la filosofía, la botánica, algo de medicina y lo más importante: controlar la energía de su alrededor.
Casi todos los demás tenían problemas a la hora de dominar esta última disciplina, pero, para el joven Tatsumi, percibir las auras y manipular el maná de su entorno era tan fácil como respirar. Aquella cualidad era lo que le convertía en uno de los integrantes más prometedores de su clan. Su habilidad espiritual estaba muy por encima de la media. Por esa razón, muchos de sus hermanos aseguraban que tarde o temprano acabaría por convertirse en gran maestro.
Tatsumi terminó de subir los últimos peldaños y levantó la vista. A cada lado del camino se alzaba un imponente león de cobre. Sus rostros no eran muy expresivos, pero aun así, había algo en ellos que infundía respeto. Siempre que los veía, le daba la sensación de que simplemente estaban fingiendo ser estatuas para echársele encima al menor momento de descuido.
Cada uno de los leones sujetaba algo redondo bajo una de sus enormes patas delanteras. En la religión budista a este tipo de estatuas se le conoce como leones de Fu o de Buda. Según su creencia popular, estos seres tienen el poder de ahuyentar a los demonios y a los espíritus malignos. Es por eso que siempre se les coloca en la entrada de algún sitio, sobretodo si se trata de lugares sagrados o de suma importancia.
No obstante, en caso de que estos leones no fueran lo suficientemente eficaces a la hora de disuadir a ciertas criaturas indeseadas, el templo también contaba con dos guerreros de carne y hueso que se encargaban de vigilar el acceso.
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Cuando se acercó a ellos, intercambiaron una ligera reverencia. Sus hermanos portaban un báculo dorado y una pequeña daga sujeta a la cintura. Los uniformes que llevaban se parecían bastante al suyo, pero el de ellos estaba decorado con varias franjas naranjas y adornos dorados. Aquellos detalles no solo servían para diferenciar su rango en la jerarquía, sino que también guardaban un significado oculto. El color naranja y el dorado representaban la fuerza y el valor de los guerreros, mientras que el blanco y el plateado de su uniforme simbolizaban la pureza y el poder.
—¿Alguna novedad del mundo exterior, hermano Tatsumi? —preguntó uno de los vigilantes.
—Lo mismo de siempre —contestó él mientras se encogía de hombros—. El Consejo no se pone de acuerdo en nada, Arcadia vuelve a estar en guerra y en el Otro Lado no nos quieren ni ver. Para ser sinceros, nada que merezca la pena.
—¿Ves? —comentó uno de ellos mientras lanzaba a su compañero la típica mirada de "ya te lo dije"—. Al final, salir del templo no es tan emocionante como parece. No nos perdemos gran cosa—. El otro guerrero resopló con fastidio y meneó la cabeza como si no mereciera la pena volver a discutir sobre el tema.
—Será mejor que no te entretengas —comentó de pronto—. El gran maestro te está esperando en la sala principal junto al oráculo. Ambos quieren verte de inmediato.
Tatsumi se inclinó en señal de gratitud y rápidamente su rostro adoptó una expresión seria. Aún no sabía exactamente la razón por la que lo habían interrumpido en medio de su última misión. Si se trataba de algo urgente, lo más lógico habría sido que le transmitieran los detalles a través del mensajero. El simple hecho de tener que volver hasta allí suponía una gran pérdida de tiempo para todos.
El único motivo que se le ocurría para aquel largo viaje era que estuvieran a punto de decirle algo sumamente secreto o que le afectara de manera directa. Además, el hecho de que el oráculo del clan de La Luna estuviera allí lo hacía sentirse aún más nervioso.
Ensimismado en sus pensamientos siguió el recorrido que lo llevaba hasta la sala principal. Antes de entrar, se quitó las sandalias y las dejó en un lugar apartado. Luego respiró una gran bocanada de aire saboreando el fuerte olor a incienso que impregnaba la estancia. Aquel aroma hizo que le invadiera la nostalgia. Tenía que reconocer que a veces echaba de menos su antiguo estilo de vida. Resultaba mucho más sencillo y cómodo que viajar sin rumbo y sin saber exactamente dónde acabaría pasando la noche.
Después de respirar con calma un par de veces, avanzó descalzo hacia el interior de la sala. Dentro había mucha más gente de la que esperaba. Varios de sus hermanos tocaban instrumentos y hacían sonar una delicada melodía, otros se habían sentado con las piernas cruzadas en posición de loto y permanecían sumamente quietos como si fueran parte del mobiliario. Por un instante, le pareció extraño encontrar a un grupo de mujeres ocupando uno de los laterales, pero enseguida recordó que el oráculo solía traer consigo a su propia escolta: las sacerdotisas del clan de La Luna.
Ataviadas con sedas blancas y semitransparentes ofrecían un aspecto inocente y delicado, pero el chico sabía que aquellas mujeres eran tan hermosas como letales. No le cabía ni la menor duda de que, en caso de amenaza, sacarían sus armas de entre los lugares más insospechados y lo atacarían antes de que se atreviera a ponerle un dedo encima a su maestra.
Ambos clanes estaban sentados a cada lado de la estancia formando un pasillo humano. Mientras avanzaba entre los presentes, notó que empezaba a sentirse incómodo, así que para relajarse centró su atención en los detalles que lo rodeaban. La sala apenas había cambiado.
La moqueta roja, los revestimientos de madera y las numerosas columnas bañadas en oro seguían teniendo aquel aire cálido y acogedor que tanto le gustaba. Aunque sin duda, lo más llamativo de aquel salón era el gigantesco Buda situado en el extremo opuesto de la sala. La amable sonrisa con la que la estatua daba la bienvenida le ayudó a sentirse reconfortado. El chico avanzó hasta la parte delantera y se inclinó en una solemne reverencia.216Please respect copyright.PENANAJlsI86TD2L
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Bajo la protección de aquel ídolo dorado y de la multitud de presentes, había una pareja que tomaba el té sobre varios cojines de colores. A la derecha de la mesa estaba sentada una anciana de pelo canoso y mirada perdida. Tatsumi la reconoció enseguida. Era la maestra Kiyoko Mina, el gran oráculo del famoso clan de la luna. Su estatus social era tan alto como el de los grandes maestros de los siete clanes. Puede que incluso más, pues muchos aseguraban que aquella mujer estaba en contacto directo con los dioses a través de sus profecías. No era de extrañar que muchos otros clanes y figuras importantes del imperio la veneraran y acudieran a ella en busca de consejo.
Al otro lado de la mesa estaba sentado un hombre calvo de mediana edad que lucía una pequeña chiva salpicada ya por varios mechones de color grisáceo. Se trataba del gran maestro del Equilibrio, Li Yuan, la autoridad máxima dentro de aquel templo y de su orden religiosa. El hombre hizo un gesto con la mano y la música dejó de sonar de inmediato.
Tatsumi mantuvo la reverencia y ambos líderes le respondieron con un saludo casi imperceptible. Las vestiduras de los maestros eran muy distintas al del resto de uniformes. Sus ropas eran de color blanco con adornos negros y llevaban cubierto uno de sus hombros con un mantón. Solamente los grandes maestros tenían permitido cubrirse de esa manera.
—Bienvenido a casa, Tatsumi. Veo que aún te niegas a afeitarte la cabeza—. El joven alzó la vista para observar la calva de su superior, que en esos momentos brillaba casi tanto como la barriga de Buda.
—Maestro Yuan —saludó él sonriendo mientras realizaba otra reverencia—. Ya sabéis que hoy en día no es obligatorio. Además, así consigo pasar desapercibido fuera del templo.
—Lo sé, pero creo que al menos deberías llevarlo más corto.
El oráculo sonrió y dirigió sus ojos ciegos hacia Tatsumi como si aquella discapacidad no le impidiera verlo.
—¡Oh, vamos! Li... —le reprendió la anciana— deja que el muchacho disfrute de la belleza que le brinda su juventud. Ya tendrá tiempo de quedarse calvo—. Tatsumi levantó las cejas sorprendido.
—Espero que eso no se trate de una profecía, maestra Mina.
Lejos de molestarse la anciana sonrió ampliamente sin disimulo. Pocos monjes se hubieran atrevido a mostrar tanto descaro ante los grandes maestros, pero para Tatsumi hablar con ellos era como volver a estar reunido con sus abuelos. Ambos habían mostrado un especial interés por él desde que era pequeño y siempre lo habían tratado como si fueran una familia. El maestro Yuan carraspeó y tomó la palabra de nuevo.
—Bueno, como te podrás imaginar, no te hemos convocado para hablar de tu pelo. La razón por la que estás aquí es porque nuestro oráculo, la maestra Mina, ha tenido una premonición.
Las manos arrugadas de la mujer asieron su taza con increíble exactitud para tratarse de una persona ciega. Después de dar un sorbo, volvió a dejarla en el mismo lugar con cautela.
—Me temo que el equilibrio entre la luz y la oscuridad se desmorona —declaró de repente adoptando un tono mucho más serio de lo normal—. Se avecinan tiempos oscuros. Los antiguos demonios caminarán sobre una tierra anegada en sangre y los muertos se alzarán en nuestra contra. La guerra entre la luz y las sombras es inminente. Sin embargo, he visto a alguien que podría inclinar la balanza a nuestro favor—. Hizo una pausa teatral y lo miró fijamente con aquellos ojos sin vida. —Aquel que ha sido bendecido y maldito al mismo tiempo por la sombra también lo ha sido por la luz. Evita que tenga lugar su muerte y la vida se abrirá paso restaurando el equilibrio. —Se produjo un silencio solemne en la sala.
—¿Debo salvar al elegido? —preguntó Tatsumi tragando saliva lentamente. La anciana asintió.
—Os he visto juntos. Vuestra unión va más allá de la sangre y de las ataduras del destino. Ambos debéis evitar que la oscuridad termine por consumir este mundo. Por desgracia, no va a ser fácil. Su vida corre un grave peligro y me temo que tú, joven Tatsumi, eres el único que puede salvarlo—. Aunque las palabras del oráculo eran confusas y devastadoras, tener un papel tan importante hizo que el guardián se sintiera tremendamente orgulloso. El chico se esforzó por mantener un semblante inexpresivo.
—¿Cómo sabré a quién se refiere la profecía?
—Su aura es negra como la noche y arde con la misma intensidad que el fuego.
—Aura negra —repitió él en un susurro siendo consciente de lo que aquello significaba—. ¿Pero cómo voy a encontrarlo? No sabría por dónde empezar.
—Reconocerás al elegido cuando llegue el momento —comentó ella abandonando el tono teatral que había empleado—. De todas maneras, mis sacerdotisas y yo te ayudaremos a encontrarlo. Hemos tenido varias visiones. El elegido que traerá el equilibrio es un chico más o menos de tu edad, tal vez un poco más alto que tú, de tez clara y ojos de un verde intenso... bastante guapo, diría yo. O eso me pareció—. La anciana se llevó la mano a la barbilla con expresión pensativa—. A decir verdad, hace mucho tiempo que no veo un rostro joven con el que poder comparar.
De pronto sonrió como si su profecía apocalíptica no fuera tan grave.
—Por su descripción no parece que sea alguien de Shambhala. ¿Dónde se supone que debería buscarlo?
—Las visiones muestran una iglesia cristiana algo extravagante. Después de haber investigado, creemos que el elegido se encuentra en algún lugar de Barcelona, en el Otro Lado.
Tatsumi alzó las cejas abrumado por los datos precisos de la anciana. Aquello reducía considerablemente su rango de búsqueda. El maestro Yuan volvió a tomar la palabra.
—Hemos organizado los preparativos. Tus hermanos Haku y Tatsuo te estarán esperando esta noche en la plaza de los portales. También te acompañarán dos sacerdotisas del clan de La Luna—. Su maestro Yuan hizo una pausa antes de despedirse. —Que la luz ilumine tu camino, Tatsumi.
El joven guardián se inclinó solemnemente y se llevó un puño al pecho.
—Que la luz proteja nos guíe a todos —recitó antes de darse la vuelta.
Varias horas más tarde el chico llegó al sitio acordado. No tardó mucho en encontrar a sus hermanos. Sus uniformes de color amarillo pálido destacaban entre los habituales tonos apagados de los campesinos. El chico sorteó a los transeúntes hasta llegar a ellos.
Aunque ya había oscurecido, la ciudad de Keilash seguía siendo un hervidero de actividad. La gente iba de un lado a otro y los famosos portales lanzaban destellos de luz cada vez que alguien los atravesaba. Parecía ser que el alumbrado de las farolas carecía de sentido mientras aquellos portales estuvieran activos.
—Y... ¡Aquí llega nuestro héroe favorito! —proclamó Tatsuo con algo de sorna—. Hacía tiempo que el oráculo no tenía una visión tan importante. ¿Estás nervioso?
—No le llames héroe o se le subirá a la cabeza —protestó el guardián que estaba a su lado lanzándole una mirada desafiante—. Solo tenemos que salvar a un joven de aura oscura. Tampoco es para tanto, solemos hacerlo constantemente.
—¿Acaso no oíste la parte de muerte y destrucción? —preguntó Tatsumi alzando una ceja.
—De esa parte se encargará el elegido —respondió agitando la mano como si fuera una mosca molesta. —Nosotros solo tenemos que encontrarlo.
Parecía que su compañero estaba empeñado en socavar el protagonismo de Tatsumi en la profecía. Ambos se miraron fijamente durante unos segundos. Lo conocía bastante bien. Se trataba de Haku Ishida y, al igual que él, era uno de los guardianes más jóvenes y prometedores del templo. Solo se llevaban tres años de diferencia. Tal vez, esa fuera la razón por la que ninguno de los dos podía evitar mantener ese tipo de rivalidad entre ellos. Según algunos rumores, era muy probable que ambos terminaran compitiendo por el título de gran maestro algún día. Tatsumi le dedicó una sonrisa forzada a su rival.
—¿Estás molesto porque el gran oráculo me ha elegido a mí, verdad?—. Haku soltó una risotada.
—Que seas el favorito de la maestra Mina no significa que tengas el éxito garantizado. Algunas profecías pueden cambiar. Ya veremos quién acaba salvando a quién cuando todo esto termine.
Tatsumi se mordió el labio intentando contener una nueva sonrisa. Aunque ambos eran rivales desde pequeños, en realidad no se llevaban tan mal como parecía. En cierto modo se alegraba de volver a verlo, aunque, por supuesto, eso era algo que no tenía intención de decirle.
De repente, se unieron dos sacerdotisas al grupo.
—Ya tenemos los permisos —informó una de ellas entregando a Haku varios documentos. Era obvio que se habían presentado antes de que él llegara. La mujer se quedó mirando al nuevo integrante—. Ah, hola. Me llamo Civara y esta es mi hermana Natsuki.
Tatsumi se inclinó ligeramente mientras admiraba la belleza de sus nuevas compañeras de trabajo durante más tiempo de lo correcto. Los rasgos de Civara eran sin lugar a dudas extranjeros. Su piel era más oscura de lo habitual y sus ojos marrones estaban salpicados por una pizca de verde en el centro.
De repente, uno de los portales produjo un fuerte estallido de luz y Tatsumi se vio obligado a cerrar los ojos con molestia. A diferencia de los portales comunes, que aparentaban ser un simple arco de piedra, el que ellos estaban a punto de cruzar lo componían tres columnas gigantescas con una plataforma blanca en el centro.
La construcción estaba vigilada por cuatro guerreros y una mujer de túnica azul. Los guerreros se encargaban de comprobar los pasaportes de los viajeros antes de dejarlos subir a la tarima. Una vez allí, la mujer les preguntaba su destino y luego escribía varios símbolos extraños con la ayuda de una tiza luminosa. Cuando terminaba su trabajo, la piedra absorbía la escritura y la gente que estaba en la plataforma desaparecía produciendo un fogonazo de luz.
La joven intentó limpiarse los restos de tiza que se le adherían a la piel y a la ropa, pero aquel polvo luminoso no parecía ser nada fácil de limpiar. Tatsumi la estudió con atención. Sabía que se trataba de una alquimista de Arcadia. Su trabajo consistía en teletransportar a la gente de un sitio a otro. Solo el gremio de los alquimistas tenía derecho a utilizar ese tipo de magia. Las leyes que regulaban la entrada y salida del país eran bastante estrictas. De lo contrario, cualquier persona de reputación dudosa podría utilizar ese método para escapar o evadir la justicia. Si algo había aprendido Tatsumi en su trabajo, era que cualquier cosa, por inofensiva que parezca, podía usarse para un fin malvado. Incluso un simple osito de peluche.
Mientras esperaban se produjeron varios fogonazos más, luego llegó el turno de los guardianes. Haku y Tatsumi fueron los primeros en subirse. La plataforma tenía dos capas: La primera parecía estar hecha de cristal o de un tipo de resina transparente y la segunda, de un material blanco en el que se habían grabado un sinfín de complicadas formas geométricas. El monje miró hacia abajo con desconfianza. Los símbolos que estaban bajo sus pies palpitaban emitiendo una luz discontinua como si se tratasen de los latidos de un corazón. Al joven monje se le erizó la piel. Siempre había tenido la sensación de que aquella plataforma de alguna manera estaba viva.
—¿Destino? —preguntó con aspecto cansado la alquimista.
—Al Otro Lado —contestó Haku—. Barcelona, España.
—Cinco dorados —informó la alquimista.
Haku pagó el precio y la mujer comenzó de nuevo a pintar símbolos extraños en una de las columnas. Cuando terminó, la piedra absorbió lentamente los trazos y acto seguido se produjo otro fuerte destello. La alquimista exhaló un suspiro y mandó a pasar al siguiente grupo con tono monótono. Por el entusiasmo de su voz se podía adivinar que aquello le parecía el trabajo más aburrido del mundo.
En menos de lo que se tarda en pestañear, Tatsumi y los demás aparecieron en un cuarto pequeño lleno de fregonas y productos de limpieza. El único adorno que había cerca era un símbolo geométrico en el suelo muy parecido al de la plataforma anterior. Tatsumi miró a su alrededor. La habitación estaba tristemente alumbrada por un fluorescente viejo que parpadeaba como si fuese a morir de un momento a otro. De repente, Civara tropezó por falta de espacio y se apoyó en una estantería provocando que cayeran varios objetos.
—La verdad es que no es el tipo de portal que me esperaba —se quejó malhumorada mientras intentaba recuperar el equilibrio.
—¿Y tú eres vidente? —preguntó Tatsuo sonriendo con malicia. La joven le fulminó con la mirada.
Haku los mandó a callar con un siseo. Aún no sabían exactamente dónde se encontraban, pero estaba claro que ya no estaban en la ciudad de Keilash. Al otro lado de la puerta, se oían varias voces y una música demasiado moderna para encajar con ellos. Haku agarró el manillar y abrió lentamente.
Al parecer, se habían materializado en el cuarto de limpieza de un bar poco frecuentado. El hombre que trabajaba en la barra los saludó con un guiño de complicidad. Tatsumi respondió su gesto con una inclinación de cortesía y se apresuró a cerrar la habitación por donde habían llegado. En la parte trasera de la puerta había un cartel que rezaba: "solo para empleados".
Algunas personas fruncieron el ceño al ver salir a un grupo tan variopinto de un sitio tan estrecho. Tres jóvenes budistas acompañados de dos mujeres que parecían bailarinas exóticas de la danza del vientre no era algo que pasara desapercibido. Aún así, ninguno de los clientes se atrevió a preguntar nada.
Poco después de salir del bar llegaron a una avenida con bastante ajetreo. Por la diferencia horaria aún no había oscurecido, pero seguramente faltaba poco. Tatsumi se fijó en la ropa de la gente y en los edificios que lo rodeaban. No cabía ninguna duda, habían llegado al Otro Lado. Haku sacó un mapa y señaló uno de los puntos.
—Bien, creo que estamos aquí, en las Ramblas. Lo más sensato ahora es buscar una pensión donde pasar la noche. Después saldremos por separado para buscar al objetivo—. El monje abrió su macuto y sacó varias cajas pequeñas para cada uno. Dentro de cada caja había un móvil de última generación y un moderno auricular sin cable.
—¡Qué estilazo! —comentó Tatsuo— Por fin el templo se estira un poco.
—Cortesía del oráculo —respondió Haku—. Nosotros seguimos teniendo un presupuesto ajustado. —Hizo una pausa y miró a sus compañeros con seriedad—. He grabado los números de cada uno. Si pasa cualquier cosa, ya sabéis lo que tenéis que hacer.
Al cabo de un rato los monjes se separaron y Tatsumi acabó recorriendo la ciudad hasta llegar a la basílica de la Sagrada Familia. Una vez allí, se tomó su tiempo para admirar la estructura. Era un edificio imponente. Lo que más le impresionaba era la cantidad de torres altas en forma de cucuruchos y la multitud de pequeños detalles que había en la fachada.
Después de admirar su imponente arquitectura, cerró los ojos y se obligó a respirar con calma. Dejó la mente en blanco y se concentró hasta sumirse en un estado de trance que le permitía percibir la energía de su entorno. Cuando volvió a abrir los ojos, el mundo parecía haber cambiado a una versión más colorida.
Las luces de la ciudad chisporroteaban de forma extraña y emanaban un halo luminoso mucho más fuerte de lo habitual. Incluso, bajo la sólida piedra se distinguían numerosos tajos de luz que surcaban el suelo y trepaban por los edificios como si fueran enredaderas. Tatsumi era consciente de que toda aquella energía que estaba percibiendo provenía de los cables eléctricos, al fin y al cabo, aquella energía tampoco era tan diferente a la que desprendían las auras.
Aunque el espectáculo de luces era digno de ser admirado durante horas, mantener ese tipo de concentración solo era posible durante un tiempo limitado, así que rápidamente comenzó a buscar a su objetivo. Primero centró su atención en varios jóvenes de aura amarilla, entre los cuales se encontraban algunos con tonos anaranjados en los bordes. El amarillo era el color más habitual en la energía áurica que desprendía una persona. Aquello significaba buena salud y un estado neutral de las emociones. El naranja en cambio podía tener muchos significados. Si estaba en los bordes podía ser consecuencia de nerviosismo, timidez, incomodidad; pero también felicidad, afecto o entusiasmo. Era muy difícil de interpretar.
El monje siguió avanzando y se encontró con una pareja que se besaba en público de una forma más pasional de lo que él consideraba correcto. Sus auras amarillas estaban recubiertas por una gruesa capa de color rojo que revelaba pasión. La energía que desprendían juntos ardía con la misma intensidad de un fuego, y dentro de aquel pequeño incendio, cada una de sus auras se agitaba con violencia en un intento desesperado por mezclarse la una con la otra.
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Tatsumi apartó la mirada algo cohibido y siguió buscando. Al doblar una esquina se encontró con un bebé que desprendía un aura blanca casi con la misma intensidad que las farolas, luego con un anciano que apenas conservaba algo de brillo, pero por más que buscaba no encontraba ni rastro de auras negras. Ese tipo de energía no era muy común en el Otro Lado.
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Después de dos horas de rastreo Tatsumi se detuvo y se frotó las sienes con molestia. Utilizar su habilidad solo había servido para provocarle un terrible dolor de cabeza. En una ciudad tan grande como Barcelona no iba a resultar nada fácil encontrar a su objetivo.
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