UNA MESA DE MADERA REAL
Nadie le dio importancia a cómo la nave había aparecido en el muelle 5, pero tampoco se la otorgaban al hecho de que se estuviera hundiendo con tanta rapidez. Los marineros bebían jarras de aguacanela apostados al calor de las altas detriteas, que exhalaban aros de humo fétido al cielo. La joven Sara del Puerto, que compartía apellido con cuanto diablo hubiera nacido en Puerto Furioso, contaba las piezas de madera real que había ganado gracias a los combates de la noche anterior. No tardó mucho: de las quince mil que necesitaba para subirse a un barco y dejar que la brisa marina le despegara el olor a arenque del cuerpo, tenía solo doscientas catorce, las suficientes para comprar un espeto de cebo y así poder entrar a un baño distinto del que usaban las gaviotas. El gran problema que presentaban los combates de miradas era que el patrón que los financiaba apenas tenía dinero para alquilar una triste detritea, de modo que muchas contiendas acababan tan pronto como dejaba de haber luz y los luchadores no acertaban a verse entre ellos. Sara estudió la nave del muelle 5. Tal vez había algún tesoro en su interior…
Antes de emprender la búsqueda, recogió una vieja red de pesca y se la echó al pescuezo. Desde las terrazas, los clientes observaron una suerte de lamentable criatura marina encaramarse a la obra muerta de un barco que se caía a trozos. Cuando llegó a la cubierta, giró la cabeza hacia los cuatro puntos cardinales. El mástil aguantaba el peso de la vela enroscada y atada a él con una soga a punto de deshacerse en mil cerdillas. A primera vista, era la única instalación que parecía cumplir con su cometido. No hacía falta acercarse al timón para saber que ya solo servía, en todo caso, para colgar la ropa interior. Caminó cuidando sus pasos en dirección a la cabina de mando. A su derecha, una pila de remos acumulaba moho junto a la escalera de la tordilla. No había cerrojo en la puerta, pero estaba atascada por mechones de algas secas. Reculó unos metros y corrió a embestirla con todas sus fuerzas. El porrazo reverberó en el suelo y las paredes, causando que algo rodara hasta sus pies. Era una calavera con varios pelos aún incrustados. Salió de allí a cuatro patas, muy despacio, y se acuclilló con la espalda apoyada en la borda.
Durante sus paseos matutinos por la Cala Calma, acostumbraba a detenerse unos instantes para mirar al mar. Fantaseaba con que la marea devolviera objetos extraños o restos de algún ser submarino que no conociera. Sin embargo, nunca había tenido en sus manos la cara del único ser que surca los océanos desprovisto de cualquier órgano que le permita sobrevivir bajo su espumosa superficie. Cada vez que se imaginaba escapando de su hogar, le invadía un miedo terrible a ahogarse y su alter ego figurado pasaba de ser una intrépida navegante a una sardina asmática zumbando en un barril de vituallas.
Al cabo de una honda respiración, se adentró de nuevo en la cabina. En medio de la estancia se erigía una robusta mesa de madera y, a su alrededor, los esqueletos de al menos cinco personas. La rodeó y registró las estanterías. Entre ajados volúmenes de navegación y varios cuadernillos plagados de dibujos eróticos de creciente turbiedad, halló un espejo de plata impecable. Había sido bruñido a conciencia no mucho tiempo atrás. Mientras lo sostenía ante sí, atisbó un destello a sus espaldas. No era posible. La mesa rodeada de huesos estaba fabricada con madera real. ¿Quién derrocharía así el material más valioso de la Provincia? Tal delito solo podía ser obra de forasteros ignorantes, los mismos que despedazaban placas de oro para utilizar los fragmentos como moneda de cambio.
-Con lo sencillo que es serrar la madera…
Entonces recordó que en la carpintería de Roldo del Puerto tenían los serruchos en liquidación. Y si no en el cobertizo del patio, a merced de jóvenes aficionadas al desguace de muebles ajenos. A estas horas, la calle principal estaría petada de gente. Convenía esfumarse del barco con total discreción.
Unos minutos después, los clientes de las terrazas presenciaron cómo Sara caía a plomo encima de Tibio, el adorado perro de Roldo del Puerto.
***
Los muellenses abarrotaban los puestos del mercado. Arno B. A. Mazing regentaba uno dedicado a expedir nombres porteños a los paisanos. Esta clase de negocios se agazapaban a la sombra de pasos de piedra y callejones, pues resultaba humillante despojarte de tu identidad local y aceptar la del detestado pueblo vecino. Por desgracia, fueron ellos quienes ganaron la Aborrecible Guerra por los Nombres Épicos. Decenas de vidas y un gentilicio digno de respeto les fueron arrebatados a las gentes de Puerto Furioso. Los de Muelle de Henn se arrogaron hasta la última consonante.
La jornada laboral no auguraba éxito, aunque eso Mazing ya lo veía venir. La lluvia de la primera mañana había convertido la calle en un arroyuelo grumoso y ni siquiera el mejor calzado de escamalga lograba expulsarlo de sus pliegues. Además, las multitudes que curioseaban los tenderetes provenían de las tabernas recién cerradas del paseo marítimo y se perdían tras los muros del casco antiguo.
Al caer la tarde, recogió la mercancía y desmontó el puesto. Le entraba hambre los días en que fracasaba y acudía al cajero para sacar dinero y luego gastarlo en los mesones del Centro Comercial Abierto. Hoy no tenía muy claro qué plato pedir, pero estaba seguro de la cantidad. Recorrió las dos manzanas que le separaban de la carpintería. Un grupo de tipos la abandonaban acompañados de un arponero urbano. Solo un incidente de inefable gravedad podía alejar a las autoridades de otras tareas más provechosas.
El cajero no se cercioró de la llegada de Mazing. Leía visiblemente asomado a la ventana con una gruesa cuerda en sus manos y en torno a él.
- ¡Heme aquí, Roldo! -saludó Mazing.
- ¡Aquí te hallo, B! -saludó Roldo.
Mazing señaló la cuerda.
- ¿”La Estirpe del Tritón”?
- La segunda parte -sonrió Roldo, gesto que se apresuró a corregir-. ¿Acaso estos luctuosos sirenos podrán llevarse mi pena a sus profundidades de ficción y confinarla a las curvas de una cuerda? Hace unas horas he comprendido que la Historia se escribe espiral arriba, no espiral abajo.
Mazing optó por la cortesía.
- Ve al leñero y tráeme mi pasta.
- Espero poder cumplir tu petición, B. Por si no lo sabes, acaban de asesinar a mi querido Tibio en los muelles.
- ¿Está herido de gravedad?
- Ni que lo digas. Lo han aplastado bien…
Roldo salió al patio trasero. De repente, el escobero situado a su derecha empezó a agitarse.
- ¡Pssst!
Mazing fingió no escuchar.
- ¡PSSST!
No iba a responderle a un armario embrujado. Su padre le advertía a menudo de los disgustos que procuraba abrir un armario, ya fuera uno habitado por un demonio o por alguien que libraba las horas en las que tú tenías que trabajar.
- Estoy dentro, cretino.
- Lo sé muy bien. No obedeceré tus designios. Y si no te callas, tengo una pulsera de oraciones en la muñeca -amenazó.
Roldo regresó con el saco de piezas de madera real bajo el brazo. Lo había precintado a la moda tradicional, con su hilo de oro y su sello de salmuera.
- ¿Han atrapado a los que le hicieron eso?
- Capturaron a la malhechora y la dejaron a mi cargo. Según parece, la ley me concede el derecho de querellarme con ella o con sus progenitores a fin de recibir una compensación económica. Y eso me disponía a hacer, pero la estampa de esa familia empeñando la mesa camilla para pagarse una sopa me partió el alma. Tres lustros al frente de una carpintería me han enseñado que si algo no puede construir la madera real es una mesa a la que sentarte con tus más allegados.
La estrecha puerta del escobero voló de las bisagras. Una chica puso un pie fuera de él y miró fijamente a Mazing. Tenía los tobillos atados con hilo de oro y marcas en los antebrazos.
- Eres de Muelle de Henn, ¿verdad? -preguntó.
- S-sí. No eres un demonio…
- Me llamo Evey Morecool. También soy porteña. Si nos compinchamos, volveremos al pueblo con piezas hasta en el culo.
Lo que proponía la tal Morecool apestaba a humo de detritea. Era común que los rateros de Puerto Furioso se presentaran con un nombre del estilo para hacerse pasar por porteños desaparecidos. No obstante, si se trataba de una añagaza, le emplazaría a cederle su nombre a punta de navaja. Uno como aquel podría venderlo a doscientas piezas la letra. Mazing le propinó un puñetazo en la mejilla a Roldo, que tropezó con la cuerda y se golpeó la frente contra un pequeño taburete. El saco que sujetaba quedó a poca distancia. Una mancha roja se extendía por sus hebras.
- ¿Está muerto? ¿He matado? ¿Evey?
Estaba solo. Al otro lado de la puerta abierta de par en par, un arponero urbano masticaba un bollo de vinagre con los ojos entrecerrados.
***
Los maderos con los que había asegurado la puerta de la cabina chocaban al ritmo de las olas. Repasaba en su memoria la cadena de eventos que le había deparado el día. Despegarse el pobre perro de la camisa, ser arrastrada por las autoridades y encerrada por el carpintero loco y… y la sangre. Había visto el charco asomarse desde detrás del mostrador mientras le robaba al porteño una navaja del bolsillo trasero.
Contempló los esqueletos. Ahora que reparaba mejor en sus miembros, descubrió que algunos dientes eran de oro y que dos de ellos pertenecían a tripulantes cojos y carentes de prótesis. Se inclinó sobre los cráneos y extrajo un puñado de muelas y colmillos. Luego arrancó un marcapáginas para engarzarlos y se lo colgó del cuello. Ansiaba vestir un collar de gemas oscuras de los que hablaban los piratas en las tabernas del paseo y, de momento, sus dientes harían un poder. Con ímpetu renovado, clavó la navaja en una esquina de la mesa y la deslizó hacia abajo. Muy bien. Tiró del mango de corcho hacia sí. La hoja se movió una pulgada escasa.
A medianoche, el faro de la plaza mayor se encendió para indicarles a los marineros el camino a casa. La luz se colaba en la cabina y reptaba por las estanterías y los discretos montones de madera salpicados por el suelo. Consideró que tocaba un breve descanso y hojeó un libro de la estantería. Los caracteres extranjeros no suponían un obstáculo a su comprensión, si bien le ofuscaba la escritura de izquierda a derecha.
»La mar nos desvía de nuestro rumbo a empellones. No queda agua limpia en los toneles y las verduras que le añadimos están en su mayoría corruptas. Esta mañana he subido a la tordilla para extender a mis compañeros un mensaje de esperanza. Transcribo las palabras infectas de rencor que eligieron para componer su respuesta:
Sara pasó cinco páginas.
»Si apelo a mi sinceridad, he de admitir que la codicia ha tenido amplia influencia en la suerte que padecemos. La prosperidad de la madera real es una promesa carenada con los barnices del Rey Tritón, engullidor de naos. Si en verdad existe alguien que desee de corazón consagrar su futuro a las veleidades de la riqueza, retiro mi voto de simpatía a nuestra especie. Debo acabar aquí el relato y dar sepultura a mi primo Carlos del Puerto. Que la Santa Madre Talladora nos guarde.
El resto del libro estaba vacío. A juzgar por el abatimiento que transmitía la narración, era probable que alguna de las brillantes cuentas de su nuevo collar se hubiera impregnado con el aliento último del autor. De repente, las calaveras polvorientas de los difuntos comenzaron a criar capas de carne que anegaban poco a poco cada saliente y llanura de su orografía. Pómulos, curvas y facciones. Rictus, posturas, cicatrices…
-Perdonadme. ¡Os lo suplico! -exclamó Sara.
La electricidad del aire erizaba los vellos de su brazo. Se postró ante los espíritus rota en llanto con los dedos entrelazados. No percibió el devenir de la madrugada ni el arribo del alba.
***
- Le juro que estaba endemoniado -repitió Mazing.
El mesonero sacudió la mano con desdén.
- No hay más que hablar, porteño. Los comensales que llegan sujetos por un arponero urbano no merecen un asiento en mi salón. Te aconsejo que vuelvas tan rápido como seas capaz a Henn si no quieres que te encierren otra noche más.
Era la segunda ocasión en que Mazing escuchaba esta recomendación. La propuesta de Evey no había perdido su vasta influencia. Él también habría escapado a la menor oportunidad de un escollo así. Incluso admiraba el sigilo con que le había sustraído la navaja. Lo ocurrido no significaba que el tesoro no fuera real. O la invitación de perseguirlo codo con codo.
Descendió por una bocacalle y enfiló el paseo marítimo. No había pegado ojo en el calabozo y, recortadas contra el azul metálico del cielo, las gaviotas se le antojaban estrellas en caída libre. Su compañero de vigilia, un mozo de carga que no paró de pavonearse de sus incursiones en el estraperlo, le había confiado la localización de un siniestro navío procedente de la nada. El amasijo de tablones que temblaba delante de él se compadecía bastante con la descripción y la sangre seca del muelle le motivó a iniciar allí las pesquisas.
El registro previo de la cubierta no le reportó pistas nuevas. Al fondo, la cabina de mando le esperaba con la puerta entreabierta. Cogió un remo y la empujó lentamente con él.
- ¡Me dispongo a entrar! -advirtió guardando las distancias.
Un gruñido cavernoso.
- ¡Evey More…!
El remo saltó de las manos de Mazing. Algo había tirado de él.
- ¡Sara del Puerto! -gritó una voz.
La figura de Sara surgió de las sombras arrastrando los pies. Era la viva cáscara de un ser humano.
- Hay que tener muy mal gusto para calificar un nombre como ese de atractivo -dijo Sara.
Mazing se puso rígido de indignación.
- Obviamente deduje enseguida que era inventado. Así como deduje que de tu tono al hablar acerca del tesoro se desprendía la verdad. ¡Te exijo que me guíes hasta él y no te molestaré más!
Sara se derramó sobre su pecho y le rodeó con los brazos. Sin una alternativa mejor en mente, Mazing hizo lo mismo.
- Me muero de hambre… -musitó Sara.
- No me aceptan en ninguna taberna del puerto.
- Conozco una donde preparan espetos de cebo repugnantes y que sacian las tripas.
Mazing ayudó a Sara a apearse del barco y se dirigieron hacia la taberna.
- ¿Has visitado Muelle de Henn alguna vez?
Sara negó con la cabeza.347Please respect copyright.PENANAcDxdD3hTUy