Un niño nació en Bogotá un 21 de abril de 2006, en un día en que la lluvia se adueñó de las calles, arrastrando consigo olores de toda clase. Aquella jornada quedó grabada en la memoria de muchos rolos como una de las más frías y desganadas del año, una de esas que parecen conspirar contra cualquier intento de felicidad. Según los registros médicos, debería haber nacido un mes antes, pero el destino, caprichoso y cruel, decidió lo contrario. Y así, para este niño, nacer aquel día se convertiría en un mal presagio.
En el cuarto de hospital, rodeado de batas y sangre, lo primero que se escuchó fue una pregunta inquietante: “¿Y por qué no llora?”. La rutina del doctor de la familia Aureliano, curtido en la bienvenida de más de doscientos niños, se rompió ante este caso peculiar. Porque este niño no llegó al mundo con la normalidad que se espera de un nacimiento; su llegada fue un acto que parecía anunciar que su vida sería distinta, quizá menos completa, quizá marcada por algo que no se podía explicar.
El tiempo confirmó que su singularidad iba más allá de aquel día lluvioso. Creció en silencio, y con el tiempo descubrieron que era daltónico y asocial. Una tarde, cuando tenía siete años, lo encontraron hablándole a piedras que recogía de todos los caminos. Las sostenía cerca del oído como si fueran confidentes perfectos, menos pesadas que las palabras de los mortales. “Es que le gustan las conversaciones con piedras, porque no le responden con dureza”, decía su tía Pilar. Desde ese año, el mismo en que empezó a hablar con las piedras, dejó de sonreír en las fotos familiares. Quizá fue porque en ese momento, habiendo dicho todo lo que necesitaba decir, comprendió que ya no había nada más que expresar al mundo.
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