Los días pasaban largos, tediosos, ostinados. Pasaban de uno en otro como una fila interminable de hormigas, una monótona infinidad. Y la noche se tornaba en día y la mirada atenta no atendía, no observaba pero pensaba. Pensaba lejos, en un lugar, en un tiempo, en una persona. Una que veía en cada rincón, como un fantasma que acecha un recuerdo que fue una vez más destellante que ahora. Y los sueños se vuelven contra uno, se vuelven contra el recuerdo, atascado al final de un pasillo lleno de espinas como una luz segadora que no te deja ver el exterior. Pero tampoco quiere verlo, no hace falta, sabe que todo lo que esté fuera de ese pasillo es todo lo que quiere, es todo lo que puede querer. Y una noche más se pierde en un sueño brumoso y un sol nuevo sale, pero no es nuevo, no para él, es el mismo de siempre, brillante, bullicioso, y cruel. Y otra vez una monótona eternidad. Su cuerpo envejece lento e imperceptible pero su mente ha envejecido años desde la última noche. No ha ganado experiencia solo arrugas, deterioro, cansancio. Y poco a poco se consume en un recuerdo que casi esta maldito. Uno que le acecha, uno que le guarda rencor por haberlo olvidado. Un recuerdo que no sabe de dónde viene y tampoco sabe cómo encontrar. Y en un río rojo sumerge sus lágrimas, en un baño de dolor limpia su cáscara, rota, podrida, desecha. Y la mirada viaja lejos, viaja vacía, viaja solo para quedar atascada en un recuerdo de un tiempo, un lugar, una persona con la que alguna vez fue felíz.
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