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La capa azulada de Epíceo ondeó al iniciar su envite contra Segomedes. Éste, con la pierna izquierda avanzada preparada y la lanza en vertical, permaneció fijo esperando a su contrincante. El capitán era un hombre ancho, de piernas robustas como las de un animal de arrastre, y destacaba entre los hombres por ello.
Seguido de tres sus hombres, las puntas de los hierros se acercaron peligrosamente al tebano bajo la tormenta que cogía fuerza y descargaba su torrente de agua sobre yelmos y penachos.
Armados con espadas como iba el grupo, pues el sentido común dictaba que las lanzas en espacios cerrados era una mala elección, cualquiera habría dicho que Segomedes llevaba desventaja. Por no contar que se enfrentaba a cuatro a la vez.
—¡Aah!
Pero ciego de ira, Epíceo cayó de cabeza en la trampa. Y es que en aquel pasaje entre troncos, debían atacar uno a uno. En un murmuro, Segomedes asintió levemente. Había calculado los pasos del capitán: nunca tocaría su escudo.
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Brazo izquierdo regio y peso reposando sobre la rodilla flexionada. Pie derecho en tensión, preparó un movimiento de alta explosividad. Con un giro de muñeca, su lanza bajó más allá del escudo cretense, más allá de la greba derecha, hasta alcanzar el empeine desnudo, clavándose en un pinchazo de avispa, tan veloz entrando en la carne como retirándose de ella.
El pie derecho pivotó, y el izquierdo le siguió, girando alrededor del capitán que había perdido el equilibrio en su embestida, todavía espada en alto pero con ojos incrédulos que se dirigían hacia su contrincante. Extendiendo el hombro, Segomedes atinó en la axila derecha de Epíceo, entre el arco que dibujaba la hermosa coraza decorada con conchas y olas marinas, penetrando un palmo entero e inutilizando tanto su arma como su carrera.
Ya mirando a los tres hombres que se acercaban a su derecha, de una patada frontal liberó su lanza enviando al mortalmente herido Epíceo por los aires con terrible violencia contra la cañada.
Quedaban tres.
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No tuvo más tiempo que de realinearse hacia ellos. El terreno no favorecía un combate ágil; el fango le llegaba a los talones ya, dificultando cualquier maniobra más allá de la defensa estática.
Un golpe alto contra el escudo, otro bajo protegido por la greba, y un tercero que pasó justo por encima del yelmo. Se vio obligado a dar un paso atrás, y se previó que la presión no cesaría. Sin embargo, las ansias de los hoplitas por asestarle un golpe hizo que se empujaran entre ellos. El que quedaba más a su izquierda tropezó, rebotando en un tronco de sauce, entorpeciendo así la cadena de ataques de los dos restantes.
—¡Inútil!
Si el trío que permaneció en el fondo pensó en atacar también, debieron reaccionar antes, pues ahora se enfrentaba a Panea y Tofilio, cada uno haciendo su entrada por un flanco. Segomedes estiró el cuello para ver cómo iniciaban el caos que le permitiría dividir sus fuerzas, pero debía centrarse en sus oponentes.
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La lanza dejó de ser efectiva en cuanto los dos soldados, pegados como iban, rebasaron la punta de hierro contraria para presionar con constantes mandobles. Alcanzaron su yelmo en dos ocasiones, y abollaron el escudo. Sin tiempo para contraatacar, el tebano tiró del asta y abrió el agarre: la madera voló hacia él y al cerrar la mano quedó mermada a la mitad de longitud, ahora podría defenderse.
—¡Acabad con él!
Segomedes, paciente en la batalla, recibió otro rabioso golpe en el escudo y un segundo en el yelmo, que empujó su cabeza hacia atrás en un violento tirón de cuello. Su intento de devolver los golpes fue lento, bien por el cansancio, mala ejecución, o simplemente que los reflejos le estaban abandonando con los años. Con esto, recibió un corte desde el dorso de la mano derecha, pasando inofensivamente por el brazal, pero terminando en una brecha por el tríceps que le hizo perder fuerza en el brazo.
—¡Ahora!
Los tres, deseosos de darle muerte, se apelotonaron para rematar el trabajo. De habérsele enfrentado de uno en uno, tal vez habrían tenido una oportunidad de cansarlo y vencerlo. Juntos y al alcance. Era el momento.
El torrente de energía que empujó el cuerpo del tebano fue transmitido a su escudo, y éste explotó en los cuerpos del trío que malamente se había posicionado ante él, escudos bajos, orientación desordenada y peso mal distribuido.
—¡Xha!
Su impacto arrastró una espada, junto con el puño que la sostenía hasta su dueño, directo al cuello, suficiente para cortarle la respiración. Los dos hoplitas de ambos lados salieron disparados hacia atrás, elevándose varios palmos, pasada la altura de las rodillas, antes de aterrizar en fango tres metros más allá.
De nuevo, sus reflejos le traicionaron, pues la recuperación del hoplita, quien esperaba que quedara incapacitado más tiempo, fue sorprendente. Ventajas de la edad, pensó Segomedes. La poderosa patada le abrió la guardia, dejando su brazo izquierdo vulnerable, llevándose un tajo en todo el bíceps que le rasgó el músculo de arriba abajo. De no tener el escudo bien abrochado con el cinto, y sostenido únicamente por el agarre de la mano, lo habría perdido.
Pero el hábil guerrero debía haber priorizado el arma, no el escudo. De un empuje ascendente, la punta de la lanza se clavó en la garganta de éste. Perforó el paladar y llegó hasta el cráneo, donde quedó clavada. Quedaban dos.
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—¿¡Por qué no mueres!? —chilló uno de los dos, quitándose el lodo de la cara mientras Segomedes desenvainaba su espada con visible dificultad.
Otro trueno que hizo retumbar el inestable terreno que pisaban.
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Cuando por fin abrió los ojos, apenas tuvo tiempo de ver cómo el tebano le estampaba el escudo de toro en la frente a su compañero en un golpe horizontal. El cuerpo fue arrastrado como si un gancho tirara de él en la dirección opuesta, matándolo al instante, pues el yelmo quedó incrustado entre la nariz y los ojos, arrebatándole toda opción a defender su vida.
En el otro lado, Panea y Tofilio continuaban su violento combate.
Pero él debía centrarse en su oponente, pues solo quedaba uno.
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Las pupilas viraron al unísono hacia la derecha buscando el último hoplita de Iphitas. Segomedes, cansado, herido y prácticamente desarmado, pero con ojos de ardiente determinación; y un hoplita que se veía en inesperada desventaja numérica en un uno contra uno, si es que eso tenía algún sentido.
Mientras el codo de Segomedes estaba en camino de poner fin al combate, el corazón del soldado (de nombre Deonomio, un chaval de veinte años e hijo predilecto de la familia Pappas, quienes se vanagloriaban de ser descendientes de semidioses), bombeó en un insuflo de energía digna de las antiguos versos. Con ejecución excelente, la estocada descendente en cuarenta y cinco grados atravesó el muslo izquierdo del tebano de extremo a extremo, cuatro dedos más arriba de la rodilla, una fracción de segundo antes de recibir el golpe de su contrario.
Deonomio se encogió al recibir el codazo en la entrepierna, golpe efectivo universalmente a todos los hombres en tanto que no se trate de eunucos. Retrocedió torpemente con tembloroso alarido hasta que su espalda chocó contra un sauce, provocando que una sábana de agua cayera sobre él en el impacto, y se precipitó sentado con la espalda apoyada en el tronco, incapacitado por el acuciante dolor de haber perdido ambos testículos.
Segomedes observó la herida. Había dejado caer su arma, tal vez el corte del brazo era más profundo de lo que pensaba. En un oscilamiento tambaleante, apoyó la rodilla con la hoja clavada, para evitar darse de morros contra el fango.
—¡Bastar… do tramposo…!
Un trueno cercano rasgó el firmamento a espaldas de Segomedes cuando éste giró el cuello para observar a Deonomio fijamente. Con la descarga de su incontrolable poder únicamente blandido por el dios cronida, varios árboles estallaron en una bola de fuego lanzando sus ramas en llamas por los vientos, silenciando cualquier sonido en su inmenso estallido de luz y sonido.
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Debía luchar. Su misión era más importante que cualquier hombre, mujer o cíclope. Si Iphitas continuaba sus maquinaciones, su estado tendría un ejército de criaturas antinaturales capaces de conquistar Grecia entera.
Hizo gárgaras con el agua de la lluvia que se había acumulado en la boca, mezclada con saliva y la sangre que brotaba de la mejilla. Se crujió las vértebras del cuello, cogió aire y agarró la espada enemiga con tanta tensión que poco faltó para que se le escurriera.
Deonomio aprovechó el tronco para tratar de erguirse, y al menos, recuperarse en una posición más elevada que la de Segomedes. En unos segundos recogería su arma y atacaría.
Un centenar de astillas flotando y fragmentos de árboles encendidos con la furia primaria más aterradora iluminó la escena. A contraluz, Segomedes quedó como una mancha negra que se cernía sobre el joven Deonomio, quien, orgulloso de ser descendiente de semidioses, los originales vástagos de los creadores inmortales que fundaron Creta, se vio reducido al tamaño de una mosca en comparación. De rodillas y herido de muerte, el hombre con quien luchaba ya no le parecía mortal, sino invencible.
Si los dioses estaban siendo testigos de tal combate entre griegos, solo ellos, que viven en las nubes, lo saben. Pero no habría mortal aquel día, al observar los ojos de abrasante determinación, que no hubiera jurado que el cuerpo de Segomedes se movía inspirado por Atenea o Ares.
Las voces de Panea y Tofilio sonaron en la lejanía.
—¡Segomedes!
Pero él estaba muy, muy lejos. Con un mandoble horizontal, sacó el hierro y continuando el gesto, le cortó la cabeza al joven. Ni sus antepasados ni leyendas podían ayudarlo ya, si es que alguna vez lo hicieron. Contraía los músculos de la mano, pero no respondían.
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El salpicón del arma al caer fue la primera palabra de una canción que alcanza la estrofa final. La tormenta empeoró, y una cadena de cuatro rayos, a no más de veinte metros, reventó numerosos sauces, prendiéndolos. Tanto Panea como Tofilio tuvieron que cubrirse de la metralla expulsada en el impacto, frenando así la marcha un instante.
—¡Segomedes!
Volvió en sí. Reconocía el tono. Era Tofilio. Era un aviso.
—¡Tebano!
Por la izquierda, saliendo de entre las cañas y cubierto de barro, el capitán Epíceo arremetió y ambos rodaron en el lodo salpicando agua y sangre. Con el frenesí que da al hombre desesperado, el capitán propinó varios puñetazos en la garganta que dejaron a Segomedes sin respiración. Con un golpe de hombro, Epíceo cayó sobre él. Un segundo después, el hierro de una daga pinzó el costado del mercenario, y de repente fue incapaz de inspirar aire.
—¡Segomedes!
Los gritos sonaban más distantes que nunca. Otro pinchazo más, y ni el fuego más intenso podía ofrecerle visión en aquel manto de negrura que se apoderaba de sus fuerzas.
—Ugh.
Por más que sus manos trataran de quitárselo de encima, no conseguía agarrar nada. Si tan solo pudiera ver algo.
Otro pinchazo. Una burbuja de aire proporcionó un alivio fugaz, pero pero no era suficiente. Necesitaba más, se ahogaba.
—¡Sego!
Epíceo fue catapultado a la distancia, y él fue finalmente libre. Extendió los brazos y descansó.
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Trató de respirar, pero le resultaba una tarea casi imposible. Además, sentía como una barra espinada en su interior que le corroía la sangre.
—¡No, Sego!
—¡Segomedes! ¿Me oyes?
Apenas podía distinguir más que sombras. Panea parecía herida en la pierna, y Tofilio se agarraba el brazo. Ambos se arrodillaron a su lado, repitiendo los mismos gritos que poco le iban a prestar auxilio.
—Quédate conmigo. No, no, no te duermas, escucha mi voz. ¿Qué hago, quito el cuchillo, lo dejo? Es igual, se va fuera.
Si hizo algo, él no lo sintió: la barra espinada continuaba ardiendo entre su carne. En un intento excesivamente violento, el espartano trató de quitarle el yelmo. Segomedes se lo impidió con una extraña calma que le invadía. Mantuvo su mano sobre la del chico, el mismo chico al que había entrenado y visto crecer, aunque hubiera sido por obligación.
—No…
—¿No qué?
Ojalá sus palabras hubieran sido audibles. Ojalá hubiera hablado más a la ingenua Panea. Ah, qué maravilloso mundo sería, si los humanos tuvieran la mitad de corazón que aquella cíclope. Cuántas lecciones que nunca daría al impetuoso espartano, y cuántas veces caería en torpes errores, fácilmente evitables, de haber reflexionado un instante, pues él ya no estaría para hacerle ver lo obvio.
De todo aquello, su mente únicamente le repetía una frase que pronunciar. De poder hinchar sus pulmones por completo una vez más, solo una, su mensaje habría quedado claro.
—No te…
—¡Sego, no! ¡No ir!
La tormenta cesaba. No más lluvia. No más rayos, ni fuego ni explosiones. Solo fango que le atrapaba, sangre que se le escapaba y lágrimas, a lo alto, que surgían del ojo que había iniciado su último viaje. Pero había sido un viaje justo, y no se arrepentía.
—Ayúdame, uno, dos… ¡Vamos!
Las voces continuaban, pero quedaron indistinguibles para él.
—No me hagas esto. Tenemos que ir a muchos sitios juntos, los tres. No voy a ir sin tí, ¿me oyes? ¡Mantente despierto! ¡Segomedes, Sego…!
Todos los esfuerzos por no perder a ninguno de sus compañeros en el viaje se vieron recompensados, pues tanto Panea como Tofilio seguían en pie, y eso le satisfizo.
Pero lo cierto es, que Segomedes, el tronador de Tebas, cerró los párpados. Y su existencia abandonó aquel mundo.
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