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“¡Arriba, chico! ¿O es que piensas que puedes vencer un combate tirado en el suelo? No me importa si te duele. El próximo verano tendrás que sobrevivir por tu cuenta, así que más te valdría apreciar cada minuto de entrenamiento conmigo. ¡Arriba!”
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—...Riba. ¿Arriba?
Olía a humedad. ¿Habían dejado el campamento? Al terminar su sueño, Tofilio entendió que estaba boca abajo. Todavía despegando los párpados, su cabeza aún era incapaz de procesar imágenes, pero el movimiento monótono que mecía su cuerpo le dio a entender que alguien cargaba con él.
—Uh… ¿qué…?
—Tofi no sueño —el anuncio de Panea vino acompañado de una palmadita en la espalda al espartano.
—Fantástico. Que ande.
—¿Tofi bien?
Recordaba levantarse por la mañana, ir hacia el río y… la introspección tendría que esperar. Panea lo agarró de la cintura para colocarlo sobre el suelo.
—¿Tofilio andar?
Él se llevó la mano a la frente, pues no había terminado de ordenar sus recuerdos.
—¡Oh! Ha sido…
—Piensa y anda a la vez.
Segomedes dio una sonora palmada sin frenar la marcha justo antes de señalar, a su derecha, el cuarto monolito que marcaba su itinerario hacia la dirección correcta. Como poco llevaban la mitad del recorrido hecho, y el mediodía se acercaba.
—No tenemos todo el día.
Panea regaló una sonrisa a Tofilio y siguió al tebano, confiando en que Tofilio se uniría sin problemas.
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No dejó pasar más de un minuto cuando Segomedes frenó para instruir a Panea que era Tofilio quien debía cargar con sus pertenencias, no ella. Con los labios apretados, se paró un momento a reflexionar: no había caído en la cuenta antes, pero Segomedes nunca iba cargado.
—¿Por qué?
Tras un resoplo, el joven aceptó su destino y colocó el macuto de Segomedes a su espalda. Panea esperaba una respuesta, párpado bien abierto y la comisura de los labios alargada. El tebano llevaba un buen trecho avanzado, así que era su compañero quien debía darle una explicación.
—Es… es un trato. Yo voy con él, pero hago de mula. Es mi peaje. ¿Peaje? Pagar dinero por pasar, ¿entiendes? El que muera antes se queda con las cosas del otro.
—Ah —el ojo de Panea parpadeó al mismo que se oyó un chasquido de dedos—, Tofilio burro de Segomedes. ¡Burro, burro!
Con ambos índices, imitó las orejas del animal en cuestión, alargando las comisuras de los labios en una sonrisa malévola.
—¡Oh, Panea! ¿Cómo sabes esa palabra? Yo no te la he enseñado.
—¡Burro, ha, ha!
Lejos de interesarse por la conversación, Segomedes continuó abriendo camino a través de la maleza que se comía el camino de tierra, a penas ya visible, que continuaba hacia el siguiente monolito.
—A no ser que vea el último pedrusco pronto, creo que volveremos por donde hemos venido —murmuró para sí.
—¡Burro, burro!
—¡Que no!
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Tuvieron que dar un rodeo, pero finalmente dieron con el quinto monolito y siguiendo las indicaciones, continuaron hacia el sur.
Rascándose la barba y negando con la cabeza, Segomedes no ocultaba su impaciencia. Faltaba poco para la puesta de Sol, y todavía no se habían topado con ninguna bifurcación.
—Esto no me gusta. ¿Dónde estamos? Llevamos demasiadas horas caminando, a este paso deberíamos estar en el otro extremo de la isla. ¿Hemos ido en círculos, tal vez?
Pero Segomedes no preguntaba a nadie en concreto, pues ni tan siquiera miraba a ninguno de sus dos compañeros de viaje, que permanecían en silencio. Poco podían añadir, pues las indicaciones solo las había escuchado él, al fin y al cabo.
Achacado por la frustración, paró en seco y se frotó la frente. Respiró hondo y observó sus alrededores. Mosquitos y pájaros en la lejanía fue lo único que escuchó durante un minuto entero.
—Está bien. Nuestras opciones son continuar o buscar un lugar donde pasar la noche.
—Panea hambre.
Él, brazos en jarras, fulminó a la cíclope con la mirada.
—No me lo creo.
Tofilio se acercó a paso lento, y colocando su mano sobre el hombro del tebano, habló con tono sereno y cálido.
—Segomedes, necesito que te calmes. Entiendo que tengas cierta ansiedad, pero ir deprisa en un terreno que no conocemos puede ser contraproducente.
—Precisamente. Quiero salir cuanto antes de aquí.
Tofilio se rascó el cabello, negro y tan denso que bien parecía llevar un casco. Irónicamente, siendo tan peludo tanto en la cabeza, pecho y brazos, era incapaz de que le creciera una barba más allá de unos pocos pelos a lo largo de las patillas y el mentón.
—Según lo que tú mismo has dicho, no tenemos nada que temer. La druida conoce nuestras intenciones, los centauros estarán avisados. Busquemos un lugar donde acampar, cenemos y descansemos.
Panea luchaba contra una maraña de mosquitos que le impedían ver las gesticulaciones que le ayudaban a entender el contexto de las palabras que desconocía.
Finalmente, Segomedes se quitó el yelmo y asintió. Continuarían a la mañana.
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—¿Y no recuerdas nada?
—Sí, pero como si lo hubiera visto todo desde otra persona, no sé si me explico.
No era fácil encontrar las palabras adecuadas para expresar su experiencia, cuando ni él mismo entendía exactamente cómo había ocurrido.
—Solo espero que no tenga efectos a largo plazo.
Segomedes dio un bocado a la torta de cereales, la última de hecho, de las que trajeron de la taberna de Factolus, en Rhithymno. Tofilio justo terminaba su ración, devorado con el mismo ansia que Panea. Conversar con ellos dos mientras comían era imposible, así que ahora, junto al fuego, se ponían al día.
—¿Te es familiar el sonido de una piedra al rebotar en un pozo? —Tofilio se tocó la sien varias veces—. Todavía tengo pensamientos que no son míos rebotando en mi cabeza del mismo modo. Es… extraño.
El espartano no era precisamente un poeta, pero su interlocutor no necesitaba sonoros versos para hacerse una idea.
Envuelto en sus recuerdos de los años que pasó en Esparta y la manta que le cubría tanto de los mosquitos como del rocío nocturno, Segomedes no conciliaba el sueño. Pensó en levantarse, aprovechar que no podía dormir para patrullar los alrededores o hacer compañía a Tofilio, de guardia, pero se repitió a sí mismo que debía descansar.
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—¡Aaah!
El grito de guerra de Panea espabiló a los griegos al instante. Segomedes se puso en pie de un salto, lanzando la manta hacia los matorrales. Mirando en todas direcciones buscó dónde había movimiento, preparado para lo peor.
—¿Qué…?
Al empuñar la espada vio a Panea a varios pasos del fuego, pinchando hacia la oscuridad con la lanza y batiendo el brazo izquierdo, donde sostenía una antorcha.
—¡Luchar, luchar!
—¡Allá va! —gritó Tofilio.
Una rama ardiendo salió lanzada hacia los atacantes, pasando por encima de la cabeza de la cíclope, aterrizando varios metros más adelante. El rastro de luz que dejó a su paso les dibujó dos siluetas de criaturas que se arrastraban, grandes como personas. Dos poderosas exhalaciones de aire intimidaron a Panea lo suficiente como para que diera un paso atrás.
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Sin saber con certeza de dónde venía el enemigo o su número, los griegos chocaron hombro con hombro al alcanzar el flanco izquierdo de Panea.
—¿Sierpes?
—He visto patas —apuntó Segomedes—, cuidado con la retaguardia.
Tal vez no eran serpientes, pero fue con la misma agilidad de reptil con la que se movió el monstruo que acortó distancias en un segundo. Con sus gigantescas fauces atrapó la pierna izquierda de Panea.
Sin mediar palabra, Tofilio pivotó, protegido a su izquierda por el escudo de Segomedes.
—¡Ah!
El violento tirón que sintió la cíclope la derribó al suelo, seguido de un crack que todos reconocieron como un hueso descolocado. Fue al caer su antorcha cuando pudo ver el masivo cocodrilo que tenía a Penea presa. De una estocada certera de lanza, Tofilio perforó el cráneo de la bestia escamosa, pero ésa no abrió la mandíbula. En vez de ello, intentó una segunda rotación sobre sí misma para partir la pierna de su víctima.
Segomedes, de espaldas, se protegía de los bocados del segundo cocodrilo, agazapado para que sus grebas y escudo hicieran de muro defensivo.
Unos metros más adelante, la rama en llamas de Tofilio amenazaba con iniciar un fuego en los matorrales. Por el momento, la humedad del lugar generaba únicamente una nube de humo molesta, pero era cuestión de tiempo.
—¡Fuera! —Gritó, aunque ni su voz ni sus mandobles tuvieron efecto. Como si de una avispa se tratara, la criatura entraba en veloces embestidas, para después retirarse antes de ser alcanzada, aprovechando la oscuridad y su visión nocturna.
—¡Suéltala!
El espartano descargó una serie de pinchazos en la cara y garganta del animal, tan preso de la desesperación como lo era Panea de los dientes que le perforaban el gemelo.
—¡Necesito ayuda! —Gritó, consciente de que aquel monstruo devorador de personas no iba a abrir su boca aun después de muerto.
Pero Segomedes mantuvo la posición, no podía dar la espalda al segundo contrincante. De nuevo, el sonido gutural reptiliano se acercaba.
—¡Segomedes!
El veterano mantuvo la calma. Respiró con calma, esperando el momento en el que descargar toda su tensión. Su contrincante acortó distancias cual látigo, impulsado por la cola. Cuando estuvo al alcance, se puso sobre dos patas, pasando al tebano en altura por más de un metro, y se dejó caer con las zarpas por delante. Segomedes flexionó las rodillas y elevando la protección unos centímetros, resistió el golpe para contraatacar a la vez.
Al deslizarse la hoja bajo el escudo en una estocada de cuarenta y cinco grados, las chispas iluminaron el brazal derecho de Segomedes, y varias rebotaron sobre el relámpago dibujado de su coraza. Los cientos de kilos de bestia que arremetieron contra él empujaron su brazo izquierdo contra su cuerpo, haciendo que su mano se estrellara contra su cara antes de ser proyectado varios metros hacia atrás.
Desorientado, palpó en busca del escudo. El gruñido agónico del cocodrilo, cuyas tripas caían sobre la empapada tierra duró poco. Se puso en pie, todavía espada en mano, y acudió torpemente hacia Tofilio.
—¿Estáis bien? —preguntó entre jadeos al ver que tanto Tofilio como Panea se encontraban quietos. Ella sentada, y Tofilio en guardia, respirando sonoramente y con la mirada fija en la cabeza reptiliana cercenada, todavía agarrando la pierna de su compañera.
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Entre los tres consiguieron liberarla, y aunque la pierna continuaba en unida al cuerpo, al palparse la rodilla Panea soltó un gemido de dolor.
—Espera, no veo nada.
Tofilio se apresuró a echar tierra sobre las chispas restantes, no fuera que quemaran el bosque entero en un accidente.
—Dicen que el humo espanta los mosquitos —comentó Tofilio abanicándose para poder respirar mejor mientras retornaba al campamento para recoger una antorcha antes de volver a ellos.
Vieron cómo de muslo a abajo su piel estaba cubierta de sangre, siendo imposible discernir la gravedad de las heridas.
—¿Puedes levantarte?
Sostuvieron a Panea de las axilas, pero andar le resultaba doloroso y cojeaba.
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De vuelta a la hoguera, y tras lavar la herida comprobaron que la rodilla, efectivamente, había quedado dislocada.
Segomedes resopló frotándose la frente, maldiciendo sin pronunciar palabra por haber pasado otra noche en aquel inhóspito bosque.
—Ahora echo en falta al viejo de Astyoche —murmuró Tofilio, inseguro de cómo proceder.
—Creo que entre los dos podríamos colocarla de nuevo en su sitio.
La proposición de Segomedes fue seguida por una doble mirada hacia la rodilla de Panea, del tamaño de una cabeza. Sus anchas pantorrillas inspiraban respeto, ni Tofilio había visto mujeres tan grandes en Esparta. Necesitarían una fuerza notable para empujar la rótula.
—Pierna Panea dolor, pero bien —se defendió, intentando ponerse en pie. Podía andar, aunque a paso lento debido al cojeo.
Tanto Segomedes como Tofilio levantaron las cejas no muy convencidos.
—No somos médicos, pero podemos intentarlo —ofreció Segomedes, mostrando las palmas de sus manos y señalando la rodilla de la chica con el mentón.
—No. No, no. Panea bien —repitió caminando en círculos a su alrededor para reforzar con hechos sus escasas palabras.
Tofilio cubrió sus labios con la mano y se acercó a Segomedes para susurrar algo.
—Hemos estado tan cerca de tocar esas piernas…
Segomedes se lo quitó de encima de un empujón y carraspeó como si el sonido fuera a eliminar las últimas palabras pronunciadas. Miró a Panea. Por suerte, bien no había escuchado el lascivo comentario o no lo entendió.
—Compórtate, chico.
Pero Tofilio incidió todavía más en el tema en cuestión.
—A mí no me engañas. He visto cómo la miras. Te molesta que ponga en palabras lo que tu mente te dice a gritos.
Las cejas de Segomedes, una vez más, quedaron apretadas y se dibujó una arruga curvada en la frente. Observó a Pena con las pupilas concentradas en el pesado andar y los labios tensos, como si estuviera conteniendo palabras en el interior de la boca. Ante la escrupulosa atención de Tofilio, tragó saliva. Por un instante, le dio la sensación de que el tebano estaba a punto de decir algo. Giró el cuello para cruzar miradas.
—Habla por tí.
Y se puso en pie.
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Que Segomedes guardara sus pensamientos para él mismo no era nada nuevo, pero esta vez algo le chirriaba al espartano. Le siguió con la mirada hasta que llegó a Panea, y observó con sumo interés cómo se preocupaba por la rodilla dislocada. Intentó convencerla, sin éxito. Después intercambiaron algunas palabras: los párpados de Tofilio quedaron abiertos al ser testigo de cómo Panea reía, dirigiendo una furtiva mirada al espartano que apenas duró un segundo.
—Pero qué...
Con varios asentimientos, volvió a su manta para que Segomedes pudiera atender las heridas, al menos, de las dentelladas.
—Trae algo de agua y vendas —dijo el tebano indicándole que se acercara.
Cuando hubieron terminado de asegurarse de que no había ningún fragmento dental incrustado, en especial en el gemelo, por donde le había atenazado el cocodrilo, ambos colocaron sus manos sobre la rodilla.
—Panea bien, Panea bien —se repetía a sí misma, a lo que Segomedes sonrió.
La rótula estaba salida medio palmo, y deformaba la piel en un saliente de lo menos agradable visualmente. Aun con todo, podría haber sido peor, pensó Segomedes.
—A la de tres —anunció—, una, dos, tres.
Ambos griegos dejaron caer todo su peso y se oyó un crack similar al anterior, junto a un gruñido de dolor de la cíclope. Segomedes y Tofilio se retiraron para comprobar el estado de la pierna.
—¿Parece que está en su sitio?
—Diría que sí. ¿Estás bien, cómo sientes la pierna?
El ojo de Panea parpadeó lentamente, y por primera vez desde que se sentó, cogió aire y respiró con calma varias veces antes de responder. Flexionó la rodilla varias veces con una mueca de molestia, pero nada comparado con el dolor de antes. Sonrió satisfecha.
—Panea bien.
—¡Buen trabajo! —celebró Tofilio—. ¡Es hora de comer cocodrilo!
Con el gemelo vendado, pasaron a la cena. La carne de cocodrilo no agradó a los griegos, al contrario que a Panea, quien por primera vez en lo que llevaban de expedición, pudo llenarse el estómago hasta no poder comer más.
—Panea no hambre —dijo arrastrando las palabras y apenas consciente. La cabeza se le caía a un lado, y con un gruñido se envolvió en su manta, para rodar en el suelo y quedar tumbada junto al fuego. Los ronquidos no tardaron en llegar.
Segomedes y Tofilio quedaron haciendo guardia, con las armas listas a sendos lados. Gracias a la ausencia de mosquitos, disfrutaron de la mutua compañía en silencio durante un largo rato.
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—¿Crees que el olor de los cocodrilos atraerá otros monstruos? ¿Algún carroñero?
Segomedes se crujió las vértebras del cuello. Dejó caer un tronco más al fuego antes de continuar reuniendo piedras que lanzar en caso de necesidad, que espantó a un búho que descansaba en una rama sobre sus cabezas.
—Mantengamos la máxima luz posible —respondió con un suspiro.
Tofilio se rascó el incipiente bigote que amenazaba con salir, sin llegar nunca a realizar su entrada.
—¿Qué le dijiste a Panea?
—No necesitas saberlo.
—¡Oh! No me hagas esto. Dímelo, vamos. ¿Fue sobre mí?
Pero su colega negó con la cabeza, resistiendo caer en una risotada.
—Si todo sale según el plan, te lo diré.
—¿Plan? ¿Ahora tienes un plan?
Segomedes sonrió, atento a cómo el fuego devoraba la madera en chisporroteos y una nube de humo oscuro debido a la humedad. Tofilio esperó una respuesta que no iba a llegar.
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