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—Míralo por el lado positivo, Segomedes. Panea finalmente se ha dado un baño.
—Fantástico, ahora olerá a sudor y sal. No se me ocurre mejor combinación para espantar al enemigo.
Era mediodía de su segundo día en Creta. La dirección de su viaje había virado violentamente hacia una búsqueda que prometía grandes desafíos, pero todo itinerario tiene su lento inicio. En ocasiones, hasta aburrido.
—Odio andar por la arena —dijo Tofilio.
—Pensaba que era yo el quejica.
—Ciertamente. Pero es importante recordarte que no tienes exclusividad en la materia de comentar cosas obviamente molestas.
—Porque qué haríamos sin los comentarios sobre cosas obviamente molestas.
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Siguiendo la accidentada línea costera a su izquierda, continuaron dirección este, encontrándose más vegetación cada pocos tramos. La orilla, sin embargo, estaba repleta de peligrosos salientes que convertirían una plácida navegación en una verdadera pesadilla al menor descuido. Segomedes había memorizado bien el camino a seguir, cortesía del médico Astyoche.
—No deberíamos tardar mucho en ver un camino que lleve al interior de la isla.
—Mirad. —Tofilio señaló al frente, donde había un navío mercante encallado en la orilla, rodeado de restos de barriles y planchas de madera desperdigados por doquier.
Al aproximarse, una mujer con la túnica rasgada se puso en pie y corrió hacia ellos.
—¡Socorro!
Preparándose para un engaño y predecible emboscada, Segomedes empuñó la espada.
—¡Oh, no! ¡Ladrones! ¡Y un gigante! ¡Socorro! —Gimió dándose la vuelta espantada.
Tofilio cerró los ojos y negó con la cabeza varias veces antes de salir corriendo detrás de la mujer gritando que no temiera.
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Con los ánimos más calmados, el grupo escuchó el relato de la mujer, que contaba cómo justo la noche anterior su barco, inexplicablemente, se dirigió a la costa hasta estrellarse contra las rocas.
—Es como si el capitán se hubiera vuelto loco, nos llevó a todos a este terrible destino —explicó.
—¿Eres la única superviviente? —interrogó Tofilio en tono cálido y amistoso.
—No —su respuesta vino con un hálito de desesperanza—, un grupo conseguimos nadar hasta aquí, pero al llegar… ¡ay! Al llegar, unas criaturas malévolas se llevaron a mi hijo. Los hombres salieron en su rescate, pero han pasado horas desde entonces y temo...
La mujer, de unos treinta años, se llevó las manos a la cara para ocultar sus lágrimas. Segomedes observaba con recelo desde la distancia, caminando arriba y abajo siempre atento a los alrededores.
—¿Qué clase de monstruos eran? ¿Cangrejos gigantes?
Incapaz de responder, negó con la cabeza. Segundos después se vio con energías para continuar hablando.
—No, no eran cangrejos. Hombres serpientes, sirénidos, tritones, no lo sé. Tenían medio cuerpo de hombre y medio cuerpo de lagarto, portaban tridentes ¡Y malditos sean, pues se llevaron a mi único hijo, además de tres buenos hombres que solo quisieron ayudar! ¡Maldita sea la isla entera!
Dicho esto, reanudó el sonoro llanto y cayó de rodillas. Tofilio, mostrando una inusitada empatía, se arrodilló junto a ella.
—¿Y no recordarás qué dirección tomaron, verdad…?
Pero la mujer, ante tal pregunta, frenó los lloros poco a poco hasta que pudo verbalizar algo con sentido.
—Espera, ¿no estaréis pensando…?
Los ojos del espartano fueron suficientes como respuesta.
—¡Oh, enviados de los dioses, habéis venido a ayudar! —dijo, echándose sobre los brazos del espartano, quien no rehusó el abrazo, pasando sus manos por la espalda húmeda de la mujer—. Al sur, se fueron al interior, un poco más adelante hay un camino que lleva al bosque, yo les seguí pero era de noche y les perdí al poco. Entonces 1, 2 y 3 fueron en busca de mi 4.
Segomedes estiró el cuello para comprobar si era precisamente la dirección en la que iban.
—Vaya, parece que hemos encontrado nuestra entrada —se apremió a decir Tofilio poniéndose en pie.
Panea, que había permanecido a la escucha, se encogió de hombros.
—Atacar. Allí. —Señaló él.
—¿Dolor?
Tofilio asintió, y la cíclope entendió el mensaje. Entonces se dirigió a la mujer.
—Tú quédate aquí, pero ten cuidado con las criaturas que hay en el agua. O mejor dicho, ten cuidado con las criaturas que hay en la playa… No, espera, ven con nosotros. Un momento, eso es todavía más peligroso.
Se encogió de hombros e intercambió una mirada con Segomedes.
—¿Qué? Aquí todo intenta matarte.
El tebano puso fin a su soliloquio elevando la palma de la mano.
—Quédate aquí e intenta no morir. Volveremos con tu gente.
—Eso.
A paso ágil y escudos en alto atravesaron la playa.
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Tal y como se les había indicado, un camino fácil de seguir atravesaba la maleza hacia el interior.
—Pero vamos porque está de camino —apuntó Segomedes apartando una rama de en medio.
—Solo lo dices para hacerte el duro. Ibas a ayudarle igualmente.
—Qué haríamos sin los comentarios sobre cosas obviamente molestas.
Al rato, los árboles comenzaban a elevarse a ambos lados, dejando paso rápidamente a una espesa jungla que bien podía ocultar depredadores en todas direcciones. Panea señaló una bifurcación, y ya en silencio, avanzaron con cautela.
—Hmm.
Panea encontró un rastro reciente de sangre que empezaba sobre unas hojas a la altura de la cintura de los griegos, y continuaba por el borde del camino. Ni siquiera se habían molestado en cubrir sus huellas.
Era como si alguien estuviera riéndose a costa de su suerte, pues la entrada de otra cueva se presentaba ante ellos. Esta vez, una inmensa boca, alta como dos cíclopes, por donde pasaba un riachuelo justo por en medio, que debía llevar a las entrañas de la zona montañosa y al cubil de los monstruos asaltantes.
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—Tú detrás —susurró Toflio a Panea, gesticulando para hacerse entender.
Los dos griegos se colocaron hombro con hombro lanzas en ristre, en una irrisoria falange de dos, pero que serviría en aquella ocasión. Avanzando cautelosamente, siempre dando un paso inicial con la pierna avanzada, la izquierda, y después recogiendo la derecha, cruzaron el umbral.
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Todavía mojados como estaban, sintieron el frío y la humedad del lugar. Una gota cayó sobre el casco de Segomedes y éste elevó la mirada: el techo se abría y se abría hasta una altura imposible de determinar, pues terminaba en un área negra a lo alto.
Tofilio movió la lanza sutilmente de izquierda a derecha, imperceptible para el ojo desentrenado, pero suficiente para que Segomedes recuperara su atención al frente. El pasillo, apenas ancho para ellos dos, daba lugar, a diez pasos más allá a una sala amplia con dos guardias: tritones armados con tridentes.
Mitad hombres mitad serpientes marinas, era común verles con armas e incluso armaduras, algunas veces robadas, algunas veces creadas por ellos mismos, lo que demostraba cierto nivel de intelecto. Aun así, estas criaturas raramente se mostraban amistosas y los griegos no dudaron de sus intenciones hostiles.
No hicieron falta palabras. Tofilio señaló, y Panea se preparó.
—¡Asonpkr!
En cuanto fueron detectados, los dos guaridas estiraron sus cuerpos inferiores de serpiente y acortaron distancias como si de un mero paso se tratase. Las lanzas hicieron su trabajo frenándolos, y desde atrás, Panea realizó su lanzamiento, clavando el acero en el pecho de un tritón, derribándolo al instante, dejando a su compañero de piel azulada solo.
Los griegos esperaron. El tritón, empuñando el arma con ambas manos, preparó una estocada, pero se lo pensó mejor y, tras mirar hacia atrás, trató de huir. Veloces de reflejos, las piernas de Tofilio demostraron una explosividad que muchos calificarían como inhumana y de un salto extendió el brazo derecho para atravesar a la criatura por la espalda, perforando carne y la columna vertebral.
Al aterrizar, retiró la punta del cuerpo de la criatura y terminó con su agonía con otra estocada, esta vez en la cabeza.
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De nuevo, se movieron como uno solo. Recuperaron la posición anterior y corrieron al otro extremo de la sala, donde el túnel estrecho iba a ser su mejor arma. Panea quedó atrás para recuperar la lanza y asegurarse de que no les atacaban por detrás.
Escucharon voces que retumbaban sobre sus cabezas: debía haber media docena en las entrañas de aquellos túneles.
—Atrás —susurró Segomedes—, desde la sala.
Tofilio asintió y retrocedieron un poco. Los griegos quedaron a un paso de la sala circular, en cuyo centro se recogía el agua que entraba del exterior en un amplio charco.
Allí disponían de una buena visión con una decena de metros por delante, mientras que Panea quedó oculta para los atacantes: fueran los que fueran, los esperarían allí.
Un grupo de cuatro apareció reptando a gran velocidad hacia ellos con terrible semblante. Evitando las mortales lanzas cargaron con los tridentes, y aunque el impacto contra los escudos les arrastró unos centímetros hacia atrás, permanecieron en el sitio y contratacaron.
—¡Atacar! —ordenó Tofilio.
La figura de cuatro metros hizo a los atónitos tritones levantar la mirada, y antes de poder reaccionar, uno de ellos tenía una lanza atravesada en la cara. Ante la estupefacción del resto, Panea levantó su lanza más y más, dejando al tritón espasmódico en el aire cual anguila en un mercado, para después dejarlo caer sobre el grupo enemigo, causando gran tumulto: gritaron algo ininteligible entre ellos, un tridente cayó al suelo en un estruendo, otro cayó al suelo y el último quedó absolutamente aterrorizado en el sitio.
Aprovechando la sorpresa, los griegos atacaron con furia, asestando pinchazos certeros, avanzando uno, dos y tres pasos. Panea entonces volvió a su posición para repetir la jugada. Decididos a no arriesgarse, Segomedes y Tofilio se apresuraron a pinchar a los cuatro en varios puntos, no fuera que alguno se estuviera haciendo el muerto para sorprenderles más tarde.
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Recuperaron el aliento en silencio mientras esperaban el siguiente grupo, igual de numeroso, que se encontró una pila de cadáveres que obstaculizaban el paso. En cuanto el primero se atrevió a cruzar, los griegos corrieron hacia él.
—¡Asonpkr! —gritó bloqueando la lanza de Segomedes, pero recibiendo un profundo corte en el costado a cambio.
Al retorcerse de dolor, Segomedes pudo apuntar a la cabeza, abriendo un nuevo orificio a través de la cuenca del ocular derecha, atravesando cráneo y cerebro. Al retirar la lanza, en la punta había quedado atrapadas trazas de materia gris, para terror de sus compañeros.
El cuerpo del tritón cayó como un saco de trigo, elevando por un palmo la montaña de cuerpos. Bajo sus pies, un charco de color aguamarina brillante cuyos chapoteos hacían eco a ambos lados.
A paso lento, siempre de frente, retrocedieron a su posición inicial.
Del grupo enemigo emergió uno que portaba brazales de bronce. Frenó al resto en un acto de cautela y estrategia. Segomedes y Tofilio esperaron. Ambos grupos crearon una burbuja de silencio que nadie se decidía a pinchar.
—¡Ayuda, aquí!
La voz de auxilio, que venía más allá del grupo de tritones, reverberó no solo en las paredes sudorosas de la cueva, sino en los pechos de los griegos. Poseídos por furia guerrera, llama consumidora de pensamientos racionales y contrincantes por igual, cargaron contra los tritones; Tofilio en perfecto silencio, y Segomedes alzando un gargantuesco grito que bien parecía pertenecer a cincuenta hombres. De poco le sirvió al primer tritón defenderse con el tridente, pues dos puntas de lanza le salieron por la espalda. Los tres restantes se dieron a la fuga, cometiendo el fatídico error de dar la espalda a sus enemigos.
Dejando atrás la lanza, Segomedes se hizo con uno de los tridentes del suelo y lo lanzó, alcanzando de refilón a uno de ellos en la cola, ya que eran armas pesadas y no aptas para su lanzamiento.
—Vamos —apuró Tofilio entregándole su lanza de vuelta, ya fuera del cuerpo del monstruo.
Al extender su mano, ambos fueron testigos de cómo un segundo tridente silbaba sobre sus cabezas y con terrible estruendo dio muerte a otro tritón.
—¡Vamos!
Fue Panea quien los adelantó, armada con sus dos lanzas y otros dos tridentes. Se apresuraron en continuar el túnel: de verse contra la pared bien podrían aquellas alimañas matar a los supervivientes.
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De las paredes laterales caían múltiples y constantes goteos que formaban un riachuelo en el centro del camino, guiando al trío por la bajada en espiral.
—Cuidado no resbaléis —advirtió precavidamente Segomedes, bajando el ritmo.
Los escalones se hicieron más pronunciados, a la vez que el agua que fluía bajo sus pies. No tardaron en alcanzar el fondo de la madriguera: una sala amplia, casi cinco veces la anterior en tamaño, con un túnel al lado izquierdo donde desembocaba una docena de riachuelos, y por donde seguramente los tritones nadaban hasta el mar. A la derecha, la jaula construida malamente con cañas y cuerdas roídas mantenían prisioneros a tres hombres adultos y un niño.
—¡Ayuda, ayuda! ¡Sacadnos y lucharemos con vosotros!—gritaban a la vez que sacudían la prisión con ambas manos.
Segomedes señaló la parte superior, donde unos pedrolos impedían que los prisioneros levantaran el fragmento de cubierta que hacía de techo. De romper la estructura, caerían sobre ellos.
Alrededor, restos de cuerpos roídos y huesos humanos.
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En el centro esperaba un imponente tritón de cuatro brazos, casco beocio y brazales de color esmeralda. Su piel era más oscura que la de sus compañeros, signo de que se trataba de un ejemplar más viejo, y por lo tanto, experimentado. A cada uno de los flancos, uno de los tritones que había conseguido escapar.
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El trío avanzó varios metros para no ser empujados de vuelta a las escaleras. Segomedes y Tofilio se colocaron hombro con hombro, escudos en alto.
—Mandará primero a sus secuaces. Si es inteligente, atacarán a la vez —dijo el tebano—. Panea, ataca desde atrás y protege los lados. Lados, izquierda y derecha.
La cíclope colocó en el suelo los tridentes y se preparó para escupir proyectiles cual máquina de asedio. Segomedes gesticuló como si levantara algo muy pesado, refiriéndose a las rocas de la jaula.
—Cuando solo quede el grande, ayuda a los hombres. Dales armas. Ayuda. ¿Entendido?
—Panea entiende.
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—Asonpkr. Urk im pola, asonpkr —amenazó el líder escamoso dejando ver su viperina lengua.
Armado con tridente y espada corta a cada lado, estiró el cuerpo hacia el oscurecido techo para demostrar su poderío: más de cinco metros de asesino músculo y ojos de reptil a punto de saltar sobre ellos. Con sus cuatro brazos apuntó a los griegos.
—¡Pola!
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