Sentados al fuego, Segomedes y Panea terminaban el pescado entreteniéndose con un juego. El tebano cruzó los brazos y se meció sobre el tronco donde se sentaba, observando a Tofilio, todavía atado al tronco del árbol, noqueado. De vez en cuando se movía en espasmos como quien sueña intensamente, pero no había dado señales de despertar todavía.
—No sé qué vamos a hacer si su estado no cambia pronto.
Resopló antes de reanudar el juego en el que él señalaba partes del cuerpo y ella debía nombrarlos en griego.
—Cabeza —decía a la vez que Segomedes se tocaba—, ogo.
—Ojo.
—Ojo. Ore...ja. Pelo.
—Eso es —Segomedes asintió satisfecho.
Alargando los labios hacia abajo se formó una mueca de sorpresa, pues no necesitaba repetir el vocabulario más que un par de veces a la cíclope para que lo memorizara.
—Panea gusta Segomedes luchar. Y pelo.
El comentario, pronunciado con cierta sonrisilla, produjo una carcajada en él.
—Cierto, los dos tenemos trenzas —asintió, ignorando el primer halago—. Gracias, a mí me gustan tus brazos —respondió flexionando su bíceps derecho.
—¡Brazos pequeños! —replicó ella, disconforme con la apreciación de Segomedes.
Elevó los puños a la altura de la cabeza. Sus deltoides y bíceps, y hasta los dorsales, crecieron al quedar en tensión, dejando a Segomedes pasmado.
—Definitivamente no tenemos el mismo concepto de pequeño —rio—. Supongo que has pasado mucho hambre y has adelgazado. Intentaremos conseguir más comida.
—Hambre, hambre —insistió ella dándose palmadas en la barriga, copiando la práctica de los griegos de gesticular al hablar.
—Ya, lo he entendido.
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Un gruñido intestinal hizo pensar a Segomedes que las tripas de Panea querían dejar bien claras sus necesidades, pero se trataba de Tofilio, que abría los ojos. Con un movimiento de mentón, señaló al espartano y ambos se pusieron en pie.
El joven volvía en sí, y la tensión en todo el cuerpo demostró que, fuera lo que fuera que estuviera dentro de él, no esperaba retornar con su huésped amordazado. Las cuerdas que rodeaban el tronco estaban tan prietas que las marcas dejarían huella durante días, pero no era algo que preocupara a Segomedes. Incapaz de mover brazos y piernas, el ahora prisionero solo podía girar la cabeza de la lado a lado. Dirigió un gruñido a la pareja.
—¿Qué esperabas, que te dejara en la camita, arropado y con un arma bajo la almohada? ¿Qué idiota habría hecho eso, eh?
Sonrió y empuñando la espada se acercó con paso decidido, como el que se sabe en control de la situación.
—Segomedes —dijo Tofilio más con la garganta que con los labios.
El espartano sudaba profusamente, y no cejaba en sus intentos de escapar. De momento, las cuerdas aguantarían.
—Vaya, sabes mi nombre. ¿Has estado escuchando?
—No me ha hecho falta. Las respuestas que buscaba no han sido difíciles de hallar en la mente baldía de este hombrecillo.
Su voz sonaba lenta, arrastraba sílabas enteras para después acelerar el ritmo aleatoriamente, como si no tuviera el concepto de uniformidad a la hora de pronunciar.
—Te has tomado tu tiempo, pues.
—El tiempo es subjetivo.
—Podrías haber preguntado.
Panea, sin decir nada, cogió una lanza y fue a revisar las proximidades del mismo modo que había hecho Segomedes anteriormente.
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—Los hombres mentís —espetó Tofilio, a lo que Segomedes expiró de golpe.
—Todo el tiempo, además. Pero si sabes que no somos una amenaza, es hora de que salgas de mi amigo.
—No puedo comunicarme en este plano... si no poseo un cuerpo físico.
Segomedes tocó la garganta de Tofilio con la punta de la espada.
—Entonces comunícate y desaparece. ¿Qué pasará si mato a Tofilio contigo dentro? ¿Dejarás de existir, o volverás al Tártaro?
—No lo harías —rio—, he presenciado vuestro viaje, jamás le harías daño. Sé cómo te palpita el corazón cuando el chico está en peligro o toma una decisión necia. Tu excesiva protección es un insulto a las capacidades de tu compañero. Oh, triste tebano, que se auto impone una tarea imposible para dar sentido a su vacía existencia.
Él se llevó el índice izquierdo a su sien.
—Has visto su viaje, no el mío. No sabes qué pensamientos guardo aquí, ni qué estoy dispuesto a hacer. Mi misión es más importante que la vida de un hombre, por auto impuesta que sea. ¿Qué eres, un espíritu del bosque, un alma condenada? Dame la versión resumida porque tengo prisa.
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—Soy la druida Une’Ira, y resido en el Oráculo que buscas. Me gusta averiguar quién se adentra mi bosque, conocer sus intenciones y así enviar a los centauros... en caso necesario.
Segomedes, gratamente sorprendido, puso los brazos en jarras y miró alrededor.
—Vaya, eso ha sido más rápido de lo que me esperaba. Muy bien, dime cómo llegar y sal de Tofilio.
—Te gusta demasiado dar órdenes, Tebano. ¿No quieres saber cómo os he detectado?
—No me interesa.
—¿Y no quieres saber por qué he tomado el cuerpo de Tofilio, específicamente?
—Tampoco.
Él señaló al Sol, justo en lo más alto.
—Es mediodía —añadió—, no tengo todo el día.
Tofilio quedó congelado durante unos segundos. Los músculos del espartano quedaron relajados, e incluso pareció que había dejado de respirar.
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—¿Hola? ¿Sigues ahí, druida?
—Sigo aquí. Estoy intentando procesar lo cabeza huecas que sois los dos. Creo que ahora entiendo por qué os entendéis tan bien.
Dio media vuelta a mitad frase y dejó la espada sobre el tronco frente al fuego, varios metros atrás. Alzó los brazos en cruz para dejarlos caer.
—¿Y bien? Sigo esperando esos centauros. Tal vez el tiempo sea relativo para tí, pero en el mundo real se va a hacer de noche.
Dicho esto, volcó agua sobre la hoguera y comenzó a recoger las mantas.
—Eres... tan impaciente como irritable.
—Solo contigo —le chistó, tras lo cual dio varias palmadas—, apresúrate y dime cómo llegar.
—Iré con vosotros.
Segomedes se irguió con el semblante arrugado y habló con voz grave y tono autoritario.
—No. Apenas puedes hacer andar a Tofilio. Necesito a mis compañeros capaces de defenderse por ellos mismos, nos retrasarías y muy probablemente harás que nos maten.
Tofilio tardó unos segundos en responder.
—Pareces muy seguro de que os ayudaré... pongas las condiciones que pongas. ¿Por qué piensas que mis intereses…?
Segomedes dio una zancada hacia Tofilio, e hinchando los pulmones, respondió a plena potencia.
—¡No necesito saberlo! ¡No tengo tiempo para escuchar tu historia ni me interesa! Nada de acertijos, nada de pruebas: direcciones claras y concisas.
Con otro paso, apuntó a Tofilio con el dedo. Su mano temblaba, pero no de miedo, sino de ira contenida.
—Y después saldrás de Tofilio, druida, o convertiré tu precioso bosque en cenizas en un incendio que se podrá ver desde el otro lado del mar.
No se había percatado de que Panea, a su lado derecho, había asegurado la zona y estaba de vuelta, justo a tiempo de verle fuera de sí. Por su expresión, el choque de ver el lado más emocional del soldado le tomó no solo por sorpresa, sino que dio un paso atrás.
La cabeza del espartano bajó lentamente en un silencio que Segomedes respetó.
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—Tienes suerte de ser quien eres, insolente tebano. —Hizo una pausa y continuó, mirándolo de frente—. Necesitáis los centauros para entrar al Oráculo, así que escucha bien: remontad el río hasta que encontréis un árbol partido en dos. Continuad por el oeste, pasaréis varios monolitos; al quinto, girad al sur hasta que encontréis un camino que se bifurca. Avanzad recto y encontraréis el campamento de los centauros. Yo me adelantaré para prevenirlos de que acudís y así evitaremos que os matéis entre vosotros, visto el poco cerebro que tenéis.
Segomedes miró a la cíclope con cejas elevadas y sonrisa de oreja a oreja, lo que le regaló un tirón en la herida, arrancándole varios insultos pronunciados en voz baja para sí mismo. Al ritmo al que iba, el corte no terminaría de curarse jamás.
La mandíbula de Tofilio, por su parte, se abrió hasta casi desencajarse y de la garganta, una luz tenue se arrastró hasta la boca, para desaparecer del mismo modo que una llama se extingue con un soplido. Las piernas del espartano quedaron muertas, y su cuerpo de nuevo cayó en un estado vegetativo. Segomedes no se mostró impresionado.
—Eso ha sido inesperadamente anticlimático. Ayúdame a desatar a Tofilio.
—¿Tofi bien? —preguntó ella apresurándose con el rostro compungido por la confusión.
—No te preocupes. Su simplicidad ha sido demasiado para la druida.
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No iba a ser necesario acampar otro día ni mucho menos construir defensas. Sin esperar a que el espartano recuperara la consciencia, recogieron sus pertenencias para tenerlo todo listo en cuanto lo hiciera.
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Capítulo XIV
(El Oráculo enterrado)
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“¡Arriba, chico! ¿O es que piensas que puedes vencer un combate tirado en el suelo? No me importa si te duele. El próximo verano tendrás que sobrevivir por tu cuenta, así que más te valdría apreciar cada minuto de entrenamiento conmigo. ¡Arriba!”
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—...Riba. ¿Arriba?
Olía a humedad. ¿Habían dejado el campamento? Al terminar su sueño, Tofilio entendió que estaba boca abajo. Todavía despegando los párpados, su cabeza aún era incapaz de procesar imágenes, pero el movimiento monótono que mecía su cuerpo le dio a entender que alguien cargaba con él.
—Uh… ¿qué…?
—Tofi no sueño —el anuncio de Panea vino acompañado de una palmadita en la espalda al espartano.
—Fantástico. Que ande.
—¿Tofi bien?
Recordaba levantarse por la mañana, ir hacia el río y… la introspección tendría que esperar. Panea lo agarró de la cintura para colocarlo sobre el suelo.
—¿Tofilio andar?
Él se llevó la mano a la frente, pues no había terminado de ordenar sus recuerdos.
—¡Oh! Ha sido…
—Piensa y anda a la vez.
Segomedes dio una sonora palmada sin frenar la marcha justo antes de señalar, a su derecha, el cuarto monolito que marcaba su itinerario hacia la dirección correcta. Como poco llevaban la mitad del recorrido hecho, y el mediodía se acercaba.
—No tenemos todo el día.
Panea regaló una sonrisa a Tofilio y siguió al tebano, confiando en que Tofilio se uniría sin problemas.
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No dejó pasar más de un minuto cuando Segomedes frenó para instruir a Panea que era Tofilio quien debía cargar con sus pertenencias, no ella. Con los labios apretados, se paró un momento a reflexionar: no había caído en la cuenta antes, pero Segomedes nunca iba cargado.
—¿Por qué?
Tras un resoplo, el joven aceptó su destino y colocó el macuto de Segomedes a su espalda. Panea esperaba una respuesta, párpado bien abierto y la comisura de los labios alargada. El tebano llevaba un buen trecho avanzado, así que era su cumpañero quien debía darle una explicación.
—Es… es un trato. Yo voy con él, pero hago de mula. Es mi peaje. ¿Peaje? Pagar dinero por pasar, ¿entiendes? El que muera antes se queda con las cosas del otro.
—Ah —el ojo de Panea parapdeó al mismo que se oyó un chasquido de dedos—, Tofilio burro de Segomedes. ¡Burro, burro!
Con ambos índices, imitó las orejas del animal en cuestión, alargando las comisuras de los labios en una sonrisa malévola.
—¡Oh, Panea! ¿Cómo sabes esa palabra? Yo no te la he enseñado.
—¡Burro, ha, ha!
Lejos de interesarse por la conversación, Segomedes continuó abriendo camino a través de la maleza que se comía el camino de tierra, a penas ya visible, que continuaba hacia el siguiente monolito.
—A no ser que vea el último pedrusco pronto, creo que volveremos por donde hemos venido —murmuró para sí.
—¡Burro, burro!
—¡Que no!
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Tuvieron que dar un rodeo, pero finalmente dieron con el quinto monolito y siguiendo las indicaciones, continuaron hacia el sur.
Rascándose la barba y negando con la cabeza, Segomedes no ocultaba su impaciencia. Faltaba poco para la puesta de Sol, y todavía no se habían topado con ninguna bifurcación.
—Esto no me gusta. ¿Dónde estamos? Llevamos demasiadas horas caminando, a este paso deberíamos estar en el otro extremo de la isla. ¿Hemos ido en círculos, tal vez?
Pero Segomedes no preguntaba a nadie en concreto, pues ni tan siquiera miraba a ninguno de sus dos compañeros de viaje, que permanecían en silencio. Poco podían añadir, pues las indicaciones solo las había escuchado él, al fin y al cabo.
Achacado por la frustración, paró en seco y se frotó la frente. Respiró hondo y observó sus alrededores. Mosquitos y pájaros en la lejanía fue lo único que escuchó durante un minuto entero.
—Está bien. Nuestras opciones son continuar o buscar un lugar donde pasar la noche.
—Panea hambre.
Él, brazos en jarras, fulminó a la cíclope con la mirada.
—No me lo creo.
Tofilio se acercó a paso lento, y colocando su mano sobre el hombro del tebano, habló con tono sereno y cálido.
—Segomedes, necesito que te calmes. Entiendo que tengas cierta ansiedad, pero ir deprisa en un terreno que no conocemos puede ser contraproducente.
—Precisamente. Quiero salir cuanto antes de aquí.
Tofilio se rascó el cabello, negro y tan denso que bien parecía llevar un casco. Irónicamente, siendo tan peludo tanto en la cabeza, pecho y brazos, era incapaz de que le creciera una barba más allá de unos pocos pelos a lo largo de las patillas y el mentón.
—Según lo que tú mismo has dicho, no tenemos nada que temer. La druida conoce nuestras intenciones, los centauros estarán avisados. Busquemos un lugar donde acampar, cenemos y descansemos.
Panea luchaba contra una maraña de mosquitos que le impedían ver las gesticulaciones que le ayudaban a entender el contexto de las palabras que desconocía.
Finalmente, Segomedes se quitó el yelmo y asintió. Continuarían a la mañana.
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—¿Y no recuerdas nada?
—Sí, pero como si lo hubiera visto todo desde otra persona, no sé si me explico.
No era fácil encontrar las palabras adecuadas para expresar su experiencia, cuando ni él mismo entendía exactamente cómo había ocurrido.
—Solo espero que no tenga efectos a largo plazo.
Segomedes dio un bocado a la torta de cereales, la última de hecho, de las que trajeron de la taberna de Factolus, en Rhithymno. Tofilio justo terminaba su ración, devorado con el mismo ansia que Panea. Conversar con ellos dos mientras comían era imposible, así que ahora, junto al fuego, se ponían al día.
—¿Te es familiar el sonido de una piedra al rebotar en un pozo? —Tofilio se tocó la sien varias veces—. Todavía tengo pensamientos que no son míos rebotando en mi cabeza del mismo modo. Es… extraño.
El espartano no era precisamente un poeta, pero su interlocutor no necesitaba sonoros versos para hacerse una idea.
Envuelto en sus recuerdos de los años que pasó en Esparta y la manta que le cubría tanto de los mosquitos como del rocío nocturno, Segomedes no conciliaba el sueño. Pensó en levantarse, aprovechar que no podía dormir para patrullar los alrededores o hacer compañía a Tofilio, de guardia, pero se repitió a sí mismo que debía descansar.
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—¡Aaah!
El grito de guerra de Panea espabiló a los griegos al instante. Segomedes se puso en pie de un salto, lanzando la manta hacia los matorrales. Mirando en todas direcciones buscó dónde había movimiento, preparado para lo peor.
—¿Qué…?
Al empuñar la espada vio a Panea a varios pasos del fuego, pinchando hacia la oscuridad con la lanza y batiendo el brazo izquierdo, donde sostenía una antorcha.
—¡Luchar, luchar!
—¡Allá va! —gritó Tofilio.
Una rama ardiendo salió lanzada hacia los atacantes, pasando por encima de la cabeza de la cíclope, aterrizando varios metros más adelante. El rastro de luz que dejó a su paso les dibujó dos siluetas de criaturas que se arrastraban, grandes como personas. Dos poderosas exhalaciones de aire intimidaron a Panea lo suficiente como para que diera un paso atrás.
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Sin saber con certeza de dónde venía el enemigo o su número, los griegos chocaron hombro con hombro al alcanzar el flanco izquierdo de Panea.
—¿Sierpes?
—He visto patas —apuntó Segomedes—, cuidado con la retaguardia.
Tal vez no eran serpientes, pero fue con la misma agilidad de reptil con la que se movió el monstruo que acortó distancias en un segundo. Con sus gigantescas fauces atrapó la pierna izquierda de Panea.
Sin mediar palabra, Tofilio pivotó, protegido a su izquierda por el escudo de Segomedes.
—¡Ah!
El violento tirón que sintió la cíclope la derribó al suelo, seguido de un crack que todos reconocieron como un hueso descolocado. Fue al caer su antorcha cuando pudo ver el masivo cocodrilo que tenía a Penea presa. De una estocada certera de lanza, Tofilio perforó el cráneo de la bestia escamosa, pero ésa no abrió la mandíbula. En vez de ello, intentó una segunda rotación sobre sí misma para partir la pierna de su víctima.
Segomedes, de espaldas, se protegía de los bocados del segundo cocodrilo, agazapado para que sus grebas y escudo hicieran de muro defensivo.
—¡Fuera! —Gritó, aunque ni su voz ni sus mandobles tuvieron efecto. Como si de una avispa se tratara, la criatura entraba en veloces embestidas, para después retirarse antes de ser alcanzada, aprovechando la oscuridad y su visión nocturna.
—¡Suéltala!
El espartano descargó una serie de pinchazos en la cara y garganta del animal, tan preso de la desesperación como lo era Panea de los dientes que le perforaban el gemelo.
—¡Necesito ayuda! —Gritó, consciente de que aquel monstruo devorador de personas no iba a abrir su boca aun después de muerto.
Pero Segomedes mantuvo la posición, no podía dar la espalda al segundo contrincante. De nuevo, el sonido gutural reptiliano se acercaba.
—¡Segomedes!
El veterano mantuvo la calma. Respiró con calma, esperando el momento en el que descargar toda su tensión. Su contrincante acortó distancias cual látigo, impulsado por la cola. Cuando estuvo al alcance, se puso sobre dos patas, pasando al tebano en altura por más de un metro, y se dejó caer con las zarpas por delante. Segomedes flexionó las rodillas y elevando la protección unos centímetros, resistió el golpe para contraatacar a la vez.
Al deslizarse la hoja bajo el escudo en una estocada de cuarenta y cinco grados, las chispas iluminaron el brazal derecho de Segomedes, y varias rebotaron sobre el relámpago dibujado de su coraza. Los cientos de kilos de bestia que arremetieron contra él empujaron su brazo izquierdo contra su cuerpo, haciendo que su mano se estrellara contra su cara antes de ser proyectado varios metros hacia atrás.
Desorientado, palpó en busca del escudo. El gruñido agónico del cocodrilo, cuyas tripas caían sobre la empapada tierra duró poco. Se puso en pie, todavía espada en mano, y acudió torpemente hacia Tofilio.
—¿Estáis bien? —preguntó entre jadeos al ver que tanto Tofilio como Panea se encontraban quietos. Ella sentada, y Tofilio en guardia, respirando sonoramente y con la mirada fija en la cabeza reptiliana cercenada, todavía agarrando la pierna de su compañera.
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Entre los tres consiguieron liberarla, y aunque la pierna continuaba en unida al cuerpo, al palparse la rodilla Panea soltó un gemido de dolor.
—Espera, no veo nada.
Tofilio se acercó con la antorcha. Vieron cómo de muslo a abajo su piel estaba cubierta de sangre, siendo imposible discernir la gravedad de las heridas.
—¿Puedes levantarte?
Sostuvieron a Panea de las axilas, pero andar le resultaba doloroso y cojeaba.
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De vuelta a la hoguera, y tras lavar la herida comprobaron que la rodilla, efectivamente, había sido dislocada.
Segomedes resopló frotándose la frente, maldiciendo sin pronunciar palabra por haber pasado otra noche en aquel inhóspito bosque.
—Ahora echo en falta al viejo de Astyoche —murmuró Tofilio, inseguro de cómo proceder.
—Creo que entre los dos podríamos colocarla de nuevo en su sitio.
La proposición de Segomedes fue seguida por una doble mirada hacia la rodilla de Panea, del tamaño de una cabeza. Sus anchas pantorrillas inspiraban respeto, ni Tofilio había visto mujeres tan grandes en Esparta.
—Pierna Panea dolor. Panea bien —se defendió, intentando ponerse en pie. Podía andar, aunque a paso lento debido al cojeo.
Tanto Segomedes como Tofilio se miraron no muy convencidos.
—No somos médicos, pero podemos intentarlo —ofreció Segomedes, mostrando las palmas de sus manos y señalando la rodilla de la chica con el mentón.
—No. No, no. Panea bien —repitió caminando en círculos a su alrededor para reforzar con hechos sus escasas palabras.
Tofilio cubrió sus labios con la mano y con inusitado sigilo, se acercó a Segomedes.
—Hemos estado tan cerca de tocar esas piernas…
Segomedes se lo quitó de encima de un empujón y carraspeó como si el sonido fuera a eliminar las últimas palabras pronunciadas. Miró a Panea. Por suerte, no pareció haber escuchado el lascivo comentario o bien no lo entendió.
—Compórtate, chico.
Pero Tofilio incidió todavía más en el tema en cuestión.
—A mí no me engañas. He visto cómo la miras. Te molesta que ponga en palabras lo que tu mente te dice a gritos.
Las cejas de Segomedes, una vez más, quedaron apretadas y se dibujó una arruga curvada en su frente. Las pupilas, concentradas en el pesado andar de la cíclope, y los labios apretados, como si estuviera conteniendo palabras en el interior de la boca. Ante la escrupulosa atención de Tofilio, tragó saliva. Por un instante, le dio la sensación de que el tebano estaba a punto de decir algo. Giró el cuello para cruzar miradas.
—Habla por tí.
Y se puso en pie.
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Que Segomedes guardara sus pensamientos para él mismo no era nada nuevo, pero esta vez algo le chirriaba. Le siguió hasta que llegó a Panea, y observó con sumo interés cómo se preocupaba de la rodilla dislocada. Intentó convencerla, sin éxito. Después intercambiaron algunas palabras: los párpados de Tofilio quedaron abiertos al ser testigo de cómo Panea reía, dirigiendo una furtiva mirada al espartano que apenas duró un segundo.
—Pero qué...
Con varios asentimientos, volvió a su manta para que Segomedes pudiera atender las heridas, al menos, de las dentelladas.
—Trae algo de agua y vendas —dijo el tebano indicándole que se acercara.
Cuando hubieron terminado de asegurarse de que no había ningún fragmento dental incrustado, en especial en el gemelo, por donde le había atenazado el cocodrilo, ambos colocaron sus manos sobre la rodilla.
—Panea bien, Panea bien —se repetía a sí misma, a lo que Segomedes sonrió.
La rótula estaba salida medio palmo, y deformaba la piel en un saliente de lo menos agradable visualmente. Aun con todo, podría haber sido peor, pensó Segomedes.
—A la de tres —anunció—, una, dos, tres.
Ambos griegos dejaron caer todo su peso y se oyó un crack similar al anterior, junto a un gruñido de dolor de la cíclope. Segomedes y Tofilio se retiraron para comprobar el estado de la pierna.
—¿Parece que está en su sitio?
—Eso parece. ¿Estás bien, cómo sientes la pierna?
El ojo de Panea parpadeó lentamente, y por primera vez desde que se sentó, cogió aire y respiró con calma varias veces antes de responder. Flexionó la rodilla varias veces con una mueca de molestia, pero nada comparado con el dolor de antes. Sonrió satisfecha.
—Panea bien.
—¡Buen trabajo! —celebró Tofilio.
Con el gemelo hubo quedado cubierto, dejaron a Panea descansar, quedando ellos dos en la hoguera, armas listas a sendos lados.
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—¿Crees que los cadáveres de los cocodrilos atraerán a otros monstruos? ¿Algún carroñero?
Segomedes se crujió las vértebras del cuello. Dejó caer un tronco más al fuego antes de continuar reuniendo piedras que lanzar en caso de necesidad, que espantó a un búho que descansaba en una rama sobre sus cabezas.
—Mantengamos la máxima luz posible —respondió con un suspiro.
Tofilio se rascó el incipiente bigote que amenazaba con salir, sin llegar nunca a realizar su entrada.
—¿Qué le dijiste a Panea?
—No necesitas saberlo.
—¡Oh! No me hagas esto. Dímelo, vamos. ¿Fue sobre mí?
Pero su compañero negó con la cabeza, resistiendo caer en una risotada.
—Si todo sale según el plan, te lo diré.
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