A pesar de que no era más que un práctico recadero, Hira se convirtió en el miembro de menor estatus del grupo de amigos de Shirota. Seguían llamándolo por su apodo, “Hi-kun”, pero tras el incidente con Yoshida nadie más de la clase se atrevía a hacerlo. Aunque la basura siempre será basura, y así era como seguían viéndolo, era basura que pertenecía al rey.
—Dos sándwiches de jamón y también algo dulce. Y luego la sidra de siempre.
El cuarto periodo acaba de terminar y Hira se apresuró para ir con Kiyoi. Él enlistó el menú del día, indirectamente diciéndole que fuera a comprarlo a la cafetería. A veces traía consigo un bento de casa, pero incluso así se quedaba con ganas de jugo, y por eso mandaba a Hira a que le hiciera los recados todos los días.
—Hi-kun, quiero el café sabor a papico.
—Y yo quiero pan de curry. ¡Ah, no!, en realidad quiero un rollito de salchicha y papitas.
El verano estaba justo a la vuelta de la esquina y, cada vez que había una breve pausa entre las lluvias, estaba caluroso y húmedo, y los demás pedían helado. Para no olvidar nada, Hira escribía todo torpemente en las notas de su celular. No parecía disgustado. Él dejaba que Kiyoi lo usara, y los otros solo se aprovechaban de eso. Únicamente Kiyoi era su amo. Era un recadero, no había por qué negarlo, pero se sentía muy orgulloso de ello. Estos días realmente no pensaba en el Capitán Pato.
Cuando terminó de escribir todo Hira salió del salón. Siempre que hacía recados corría con todas sus fuerzas para no hacer esperar a Kiyoi más de lo absolutamente necesario. Tan pronto como volvía, todos rebuscaban en la bolsa sus cosas y le pagaban a Hira lo que fuera que le debían.
—Ah, mierda, no traigo dinero. Hi-kun, ¿puedo pagarte la próxima semana? —dijo Shirota mientras abría su cartera. Hira maldijo en el fondo de su mente.
Shirota aún no le había pagado el pan del día anterior, y desde luego que no tenía la intención de traer el dinero la próxima semana. Hira tenía la inquietante sensación de que esto se encaminaba directo a una extorsión. Si Shirota seguía así, solo era cuestión de tiempo antes de que los demás también dejaran de pagar. Pronto se quedaría sin dinero propio y terminaría tomando prestado del de su madre. Ya se estaba imaginando el cuello de una soga cuando una mano se extendió hacía él.
—Toma.
Kiyoi sostenía una moneda de 500 yenes entre la punta de dos dedos y, cuando Hira acercó la mano por puro reflejo para tomarla, Kiyoi la dejó caer en su palma. Pero él ya había pagado lo suyo.
—Kiyoi, no, de todas formas me pagarán la próxima semana —alegó Hira.
—Pues entonces puedes pagarme tú la próxima semana —respondió Kiyoi.
—¿Por qué le das tanta importan…?
—Da igual, solo míralo; está paralizado. Me importa un bledo si va lloriqueando con el profesor en busca de su mami, pero si acaba matándose y nuestras caras terminan en internet como “estos fueron los bravucones” entonces estamos fritos.
Todos volvieron la cabeza para observar a Hira.
—Hi-kun, ¿te vas a matar?
“No quiero, así que no me obliguen”; las palabras descansaban en la punta de su lengua, pero no las dijo. En lugar de eso, levantó las comisuras de la boca en algo que recordaba a una sonrisa; Shirota y los demás estaban pálidos del susto.
—Pero qué asustadizos son —suspiró Kiyoi.
Shirota resopló y murmuró una silenciosa disculpa. Kiyoi se limitó a asentir y comenzó a desprender el celofán de su sándwich. Pareciera que rara vez prestaba atención a lo que le rodeaba; Kiyoi siempre se mostraba aburrido, pegado a su celular, hasta cuando Shirota y los demás jugaban y bromeaban entre ellos. La cosa es que, aunque no se notara así, Kiyoi sí que estaba muy atento. Aquel pensamiento fugaz del terrible futuro que pasó con brevedad por la mente de Hira, “obliguenme a matarme”; nunca se imaginó, ni una sola vez, que los bravucones se pararían a considerar sus sentimientos. Si Kiyoi no hubiera estado ahí los demás idiotas lo habrían seguido usando como esclavo, y lo más probable es que, tarde que temprano, hasta habría alcanzado un punto sin retorno. Kiyoi logró impedir que sucediera eso.
De verdad es mi rey.
Hira elogió a Kiyoi para sus adentros, tomó la moneda del chico y la guardó, no en su cartera, sino en un monedero completamente aparte. El dinero que le daban los demás lo guardaba en la cartera de siempre, pero el que había tocado la mano de Kiyoi era diferente, y Hira tenía que asegurarse de no gastarlo por accidente. Mientras separaba el dinero meneó la cabeza; Kiyoi le había dado de más. Aunque sumara lo que Shirota debía haber pagado, le seguían sobrando 100 yenes. Tenía que devolvérselo.
—Kiyoi-kun.
Al escucharlo Kiyoi giró la cabeza, y, como siempre, eso le hizo sentir un nudo en el pecho. Con la mirada imponente de los demás fija en él Hira extendió la palma abierta con la moneda de 100 yenes.
—¿Qué?
—Me diste de más.
Kiyoi observó la moneda en la palma de Hira.
—Puedes quedártelo.
Los ojos de él se ensancharon de la sorpresa.
—Pero…
—Es tu propina. Cómprate un helado o algo.
Shirota resopló.
—¡Qué bien, Hi-kun! —se burló—. Come helado y no te mates, ¿de acuerdo?
Hira apretó la plata en su mano.
—Gra… Graci… Gracias —dijo con la cara por completo roja y los ojos solo fijos en Kiyoi.
Los otros eran incapaces de contener la risa. Kiyoi solo enarcó una ceja irritado y musitó:
—Qué fastidio.
Hira volvió a su asiento y puso la moneda con cuidado en el monedero. Quizá debió haberse enojado con ellos y mandarlos a volar, pero no lo hizo. En cambio, era como si hubiera recibido un maravilloso regalo que le hizo sentir mariposas en el estómago. Kiyoi tenía la habilidad especial de hacerlo feliz al tiempo que lo hería. Tras conocer a Kiyoi, era como si todas las sensaciones del cuerpo de Hira se hubieran vuelto en una masa extraña y del todo rota.
2312Please respect copyright.PENANAn4MqdtwNwb
Tras terminar la escuela aquel día, Kiyoi se detuvo en una tienda cerca de la estación de trenes. Un tropel de colegialas se reunía entorno a un puesto de revistas. Hira entró a la tienda, aunque bien podría haber tenido un letrero que prohibiera la entrada a nada más que absoluta lindura. Rápidamente se alojó en una esquina. Muchos platos con lunares y de colores pastel se hallaban alineados. Hira miro por el lugar con ligera confusión, en busca de algo.
—¿Qué le ocurre?
Hira se detuvo de forma abrupta al escuchar los susurros tras su espalda.
—A lo mejor busca un regalo para su novia.
—Ni hablar. Alguien así no tiene novia.
¿”Alguien así”…?
—Aunque es alto.
—Eso no basta. ¿Y qué me dices del rostro?
—Bastante regular, pero no se lo veo bien porque lleva el cabello muy largo.
—Asqueroso.
K.O.
Chicas como aquellas le recordaban a Hira cuchillos cortando las dulces y delicadas figurillas artesanales de azúcar; todo lo que les rodeaba cubierto de un amargo azúcar. Mis más sinceras disculpas. Sin quererlo, había irrumpido en su precioso jardín de flores. El descorazonado Hira se marchó de la tienda.
Se paso el rato en el trastabillante tren pensando qué hacer. La tienda a la que había ido solo tenía cosas lindas y nada que realmente se adecuara a él. No necesitaba de lunares ni decoraciones excesivas; necesitaba algo más simple, y más que dulzura debía de tener fuerza y transparencia. Mientras se le ocurría algo que fuera perfecto un pensamiento apareció en su mente. Saltó del tren en el momento en que se abrieron las puertas.
Corrió los diez minutos que le tomó ir de la estación a su casa, arrojó los zapatos en la entrada y se abrió paso a la cocina.
—Mamá, ¿dónde pusiste los recuerdos del abuelo?
La madre de Hira se dio la vuelta. Se encontraba preparando la cena.
—¿Por qué los necesitas de repente?
—Tenía un frasquito, como esos que se usan en los experimentos científicos, ¿dónde está?
—Me parece que lo puse por ahí, en el ático.
Hira subió las escaleras, y de ahí hasta al ático. El techo era bajo, obligándole a encorvarse, y pronto el uniforme escolar se le hubo empolvado en la parte de las rodillas. Rebuscó en las cajas, unas apiladas sobre las otras, y encontró cuatro con la etiqueta “Abuelo de Hira – Recuerdos”. Las abrió, hallando al fin lo que estaba buscando. Ni siquiera las puso de vuelta en su sitio antes de bajar.
—¡No traigas todo ese polvo a la cocina!
Su madre le dijo que se marchara al segundo que Hira apareció por la puerta de la cocina. Él cambió de dirección y mejor encaminó al baño.
Primero limpió muy bien el frasco con jabón, y luego lo dejó bien sequecito con una toalla limpia. De verdad se veía bonito; completamente distinto de las piezas de cristal de la tienda de antes. Era diferente de aquellos que se usaban en clase de ciencia. El grosor del vidrio le permitía pararse perfectamente por sí mismo.
—Así que ¿has empezado a interesarte por esas cosas? Tal vez podrías haber salido a tu abuelo —la mamá de Hira echo un vistazo al interior del baño—. Un tipo de hombre famoso lo hizo, ya sabes. Tú abuelo estaba metido de lleno en sus pasatiempos, por lo que tenía mucha porcelana y pergaminos y esas cosas. Me ponía nerviosa cada que llegaban; siempre me sermoneaba por no poder mantener viva ni una sola planta.
—Mmm.
—Me pregunto si tú adquiriste su ojo para la belleza.
De alguna manera, eso hizo sentir bien a Hira. No había forma de negar que su abuelo, que falleció hace dos años, tenía buen gusto. Había llevado al introvertido Hira a muchas exhibiciones, museos y juntadas; el mundo que le mostró su abuelo era mucho más bello que los monos en la escuela.
—Aún tomas fotos. Puede termines trabajando en algo relacionado al arte en el futuro.
—De ninguna manera, tendría que ir a la escuela de artes para eso.
—Bueno, pues entonces deberías. O quizá estudiar fotografía. Tal vez hasta podrías mostrarme tus fotos de vez en cuando.
—No —le dio una respuesta corta antes de tomar la mochila y el frasco consigo y dirigirse a su habitación.
La cámara que sus padres le habían dado de niño seguía siendo uno de sus pasatiempos. Uno de pocos. La primera vez que le llevaron a hacer fotografía resultó en desastre, pero tras descubrir cómo editar las fotos terminó por cogerle el gusto. En sus días libres iba a los distritos de negocios y tomaba fotos en lugares con mucha gente, para después borrarlas en la edición. Luego, se ponía a rellenar con cuidado los espacios desnudos que dejaban. Era un trabajo lento y tedioso, pero también un momento en el que no tenía que pensar en nada; la tristeza, la rabia o lo patético del día a día no sería más que un recuerdo distante. Se sentía en paz, solo con el papel blanco. Le gustaban los paisajes que creaba de esa forma: todo tipo de paisaje que, por lo general, tendría muchas personas de repente no tenía ni una. Era como un mundo maligno que, de la nada, había sido azotado por la furia de un dios iracundo. Un día, cuando añadió un filtro naranja que recordaba a la sangre, se encontró sintiéndose más satisfecho por él. Prefería cuando no había personas en el mundo; subió el brillo hasta hacerlo parecer casi transparente. No se sentía tan aterrador como para darle una sensación de vacío.
Pero era deprimente, y por tanto nunca se lo mostraba a sus padres. Ya sabían que no encajaba en la escuela, así que mostrarles algo así solo les haría creer que, en definitiva, había algo mal con él. Se sentía mal de que su único hijo tuviera que ser así, pero nada podía hacer al respecto. Todo su descontento y preocupaciones se hallaban atorados dentro de él, girando en círculos como un pez migratorio.
Hira apartó los pensamientos de su mente mientras colocaba el frasco en el escritorio. Abrió el cajón de abajo y sacó una pequeña bandeja donde ponía las monedas. Las dejó caer en el frasco una por una. Golpearon el vidrio con un ligero tintineo.
Una más, y luego otra.
Las monedas que le había dado Kiyoi cuando le mandaba a hacer recados. Finalmente, sacó el monedero y agregó la moneda de hoy.
Se sentó en la silla del escritorio y observó como los rayos de luz de la ventana pintaban el frasco de verdes y azules. Era asquerosamente satisfactorio. Y, como si esa cantidad de satisfacción fuera más de la que estaba permitido sentir, trajo consigo la intensa sensación del nudo en el pecho. Era doloroso, alegre, sofocante. Nunca antes se había sentido así, pero sabía con exactitud de qué sentimiento se trataba.
“Es tu propina. Cómprate un helado o algo.”
¡Y que se la fuera a gastar en helado! No, quería grabarla a fuego en la palma de su mano.
El nombre de este sentimiento era amor
ns 15.158.61.52da2