Semana tras semana, aparecía cada jueves el dueño, un cincuentón para nada en forma, lleno de canas y de plata heredada de su familia que había decidido montar el GYM para darle el gusto a su novia, pero era ella la que llevaba en orden y funcionando el lugar.
Él disimulaba ir a darle vuelta al negocio, pero era solo una excusa para ir a vigilar y siempre terminaba discutiendo con Pamela. Primero en su oficina y semanas después ni siquiera era prudente en cualquier esquina del gimnasio y hasta delante de los clientes. La celaba demasiado y mujeres como ella necesitan tener una pareja muy segura para poder soportar que tantas personas estén a toda hora detrás.
Tratábamos de no meternos, inclusive por ella ser tan linda con todos, hasta despejábamos el área para que no se sintiera incómoda. Lo que le gustaba a él era el espectáculo, le levantaba más y más la voz, la trataba de "perra", "zorra" y "vagabunda" hasta que la ponía mal. Ella pasaba por el lado de todos tratando de disimular con una sonrisa, pero siempre terminaba en el vestidor de mujeres llorando. Él muy maldito salía caminando como esa risita de triunfo como si nada, prendía su carro deportivo y salía quemando llantas para llamar la atención como típico niño malcriado.
La situación era incómoda, el ánimo del GYM se volvía denso y los hombres se caldeaban con el dueño, lo miraban con furia, era una bomba a punto de estallar y cualquier chispa podía encender esa mecha. Las cosas se calmaron por un tiempo, todo era paz y armonía como antes, él no volvió a entrar, solo la esperaba en el carro.
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