No sentía nada. Nada salvo un vacío enorme en el pecho y un dolor inmenso.
Estaba enfadada. Enfadada con el mundo por haberme arrebatado lo que más quería en el mundo. Lo único que me quedaba. Mi padre.
¿Quién me iba a decir hace unos meses que esto pasaría? Aunque, en parte, me lo esperaba. Era cuestión de tiempo.
Ciertamente, todo en esta vida lo era.
No escuchaba nada, todo iba a cámara lenta mientras iba recordando todos los momentos vividos con mi padre. Las noches de pizza y boxeo en la tele mientras comentábamos la estrategia de cada jugador y hacíamos apuestas, las tardes de algunos domingos en las que nos íbamos al lago a las afueras de la ciudad, esos sábados en los que nos peleábamos por quién limpiaba, en definitiva, todo.
También recordaba esa vez en la que un chico del instituto me llevó al baile de primavera y cuando me llevó a casa se quiso propasar conmigo y mi padre, que nos estaba viendo por la ventana, salió con su escopeta por la puerta.
Sin siquiera haberme dado cuenta, tenía la cara llena de lágrimas secas que me picaban las mejillas, junto con una sonrisa rota que duró lo que dura un soplido de aire fresco en los días de verano más calurosos.
Miré donde el reverendo estaba hablando, pero seguía sin escuchar nada. Los latidos de mi corazón me retumbaban en los oídos.
Quería irme de aquí, pero de nada valdría. Sería montar un espectáculo y era lo último que necesitaba.
Desdoblé el papel arrugado que tenía en la mano izquierda. Era el discurso que había estado preparando por meses, sin saber que lo tendría que leer en breves instantes.
—Y ahora, su hija, concluirá la misa con unas palabras.
Eché un rápido vistazo a las personas que había sentadas en los asientos mientras iba hacia el atril, donde justo en frente estaba el ataúd donde yacía el cuerpo de mi padre.
Me obligué a no llorar y me tragué el nudo de la garganta.
—Mi padre fue un buen hombre —comencé—, no un buen hombre cualquiera, sino uno de los mejores entre los buenos —levanté la mirada—. No todos pueden ser los mejores, pero él definitivamente lo era. Fue el mejor padre que pude haber pedido. Fue el mejor amigo que tuve, el mejor compañero. El mejor de los confidentes —me sorbí la nariz porque sentía que los mocos se me caían, y no tenía pañuelos—. La relación que mi padre y yo teníamos era envidiable. Sé que hay personas que no se llevaban bien con sus padres y en el lecho de muerte surgen las reconciliaciones, pero por suerte puedo decir que mi padre supo en cada momento de su vida cuánto lo quise.
Hice una breve pausa respirando profundamente por la nariz mirando hacia el cielo grisáceo, ausente de nubes, intentado apartar las lágrimas de mis ojos, expulsé el aire por la boca y retomé la fuerza que necesitaba.
» Era, también, el mejor boxeador que he conocido en la vida. Al menos, para mí, lo era. Nadie, salvo yo, sabe cuánto nos gustaban las maratones de boxeo de madrugada, ni creo que nadie lo sepa nunca. Como todos, tenía sus amigos, sus enemigos; pero nada más lejos que eso.
Volví a levantar la vista y vi que algunos de la última fila se habían ido. La ira me recorrió por unos segundos, pero decidí dejarlo pasar. Ya me descargaría más tarde.
» Podría pasarme horas y horas hablando sobre mi padre, pero, en cambio, voy a concluir aquí diciendo que en esta ciudad no habrá jamás hombre mejor que él, ni ahora ni, para mí, nunca. Porque a pesar de lo, permítame la palabra mal sonante, reverendo, hijo de puta que fue en ocasiones, lo fue porque fuera quien fuese con quien estuviese tratando se lo merecía. O porque tal vez le dio la gana. Pero ¿quién no ha sido así alguna vez en su vida?
Me di cuenta de las caras de asombro de los pocos que quedaban, y decidí parar aquí antes de descargarme con ellos. Porque esto, más que un discurso para un funeral se estaba convirtiendo en lugar de batalla donde poder echar las cosas en cara. Y no quería arruinar las cosas así.
Me costaba mucho demostrar lo que sentía. Y si sentía algo que me podría llevar a la debilidad, lo convertía en ira. Y esa ira la solía pagar con el saco de arena que colgaba del gimnasio de mi padre. O descargándome verbalmente con alguien. O como fuese, excepto demostrar ese sentimiento.
Todos me miraban esperando algo más. No me había dado cuenta del rato que llevaba aquí callada. Pero decidí dejarlo aquí. No podría aguantar mucho más.
Sin decir ni una palabra más, bajé de allí y me dirigí hacia donde tenía aparcado el coche. Al arrancar el vehículo, una fuerte tormenta se desató, iniciada por los truenos de banda sonora y los relámpagos iluminando el cielo.
Sin pretenderlo, mis emociones acompañaron al tiempo, cuando sentí el sollozo que tanto había retenido hacer eco dentro del vehículo y la vista la tenía nublada de las lágrimas que estaban por caer junto a las que tenía calientes por las mejillas.
Dando una última mirada al retrovisor, vi cómo tapaban con tierra el ataúd de mi padre y viendo cómo la gente se iba de allí, fui de camino a casa.
Al día siguiente desperté nuevamente como todos los días; solo que ahora la casa se sentía sola, vacía y fría.
No desperté sintiendo el olor a huevos con tocino, chocolate, zumo y café. No desperté escuchando el canal de noticias que mi padre veía cada mañana. No desperté escuchando cómo cantaba una de sus canciones favoritas mientras preparaba el desayuno.
Simplemente desperté sin él.
Por la tarde tampoco mejoró en demasía mi día.
—¡Hola, Rebecca! —Lauren, mi vecina, me llamó cuando salía del apartamento.
—Hola —dije sin ganas.
—Oye, ¡ánimos! No es el fin del mundo, la vida sigue —lo dices porque tus padres siguen vivos. Sonreí para disimular.
—Tienes razón —odio mentir—. ¿Cómo has estado? —Cambio de tema rápidamente, no quiero otra charla sobre mi autoestima.
—Bien, mejor ni te pregunto a ti —suelta una risita nerviosa—. ¿Ya has visto al nuevo vecino? —Me pregunta y frunzo el ceño mientras me giro para cerrar la puerta de mi apartamento.
—No —respondo simplemente, desganada, ella resopla.
—Tienes que verlo. Su nombre es Ryder Larken, soltero, sin hijos, atlético, con ojos verdes que quitan el hipo, cabello rizado, el único problema es que...
—Es homosexual —dije interrumpiéndola, guardando las llaves en mi pequeño bolso sacando mi móvil. Miré la pantalla, viendo que tenía quince llamadas perdidas, qué flojera. Ryder; cabello rizado y ojos verdes, ¿acaso...? ¿No se supone que él llegó tiempo antes de que mi padre enfermara? —Lauren, él no es nuevo.
—No, que ni Dios lo quiera —ella se ríe y no puedo evitar soltar una risita—. Sí, sé que no es nuevo, pero por fin se digna a hablar con personas de este edificio, habló con mi padre.
—Entonces ¿cuál es el problema?
—Es mucho mayor que yo, mucho mayor que las dos —me dice haciendo una mueca con la boca mientras caminamos hacia el ascensor.
—¿Cuántos años tiene? ¿Setenta? —Le pregunto un poco molesta.
—Treinta y seis.
—¿Cuántos años son de diferencia? ¿Dieciséis? —le pregunto.
—Habla por ti misma, tienes veinte. En cambio, yo veintidós, solo son catorce —ella dice guiñándome un ojo.
—¿Y cuál es el problema? —le insisto.
—El límite de mi padre para los chicos es de veinticinco —bufa—. Me sigue tratando como a una bebé.
—Quizás lo seas —le digo en burla.
—¡Oye! —Finge estar ofendida por mi comentario—. Aparte, si él te ve, quedará flechado, tu eres más guapa con tu perfecto cabello rojo, tus grandes ojos azules, tu blanca piel y tu cuerpo de envidia, ¡estás demasiado delgada y aun así tienes tetas y culo!" —no puedo evitar reír ante las sandeces que dice.
—Oh, vamos. Tu igual eres preciosa, Lauren —la animo.
Lauren, a decir verdad, es una chica hermosa. Mide un metro con sesenta, tiene ojos color avellana y el cabello de un hermoso rubio dorado, los rizos caen hasta por debajo de los hombros a media espalda, tiene una hermosa sonrisa y su nariz es pequeña y fina. No tiene los senos grandes, pero si lo aceptable para su estatura. Sin contar su gran trasero.
Las puertas del elevador se abrieron, después de que Lauren me hizo prometer en llamarla, ambas salimos del edificio en caminos diferentes; tenía que ir al gimnasio.
Más tarde, unas pisadas se escuchaban tras de mí, estaba obsesionada y sabía que era por nada, las calles estaban llenas de personas caminando de un lugar a otro. Miré el viejo gimnasio de papá, el cual dejó hace seis meses, cuando su enfermedad comenzó a vencerlo.
Al llegar, con manos temblorosas abrí la puerta, de esta salió polvo que me hizo toser un poco y entré dejando la puerta abierta.
Todos los recuerdos llegaban a mi mente.
Mi padre entrenándome.
Mi padre riendo.
Mi padre entrenando a los niños pequeños.
Mi padre bailando conmigo mientras limpiábamos el gimnasio los fines de semana en pijama.
La vez que echó a aquellos chicos que me dijeron cabeza de zanahoria.
Todos los recuerdos con mi padre están aquí, no pensaba venderlo.
—Gran gimnasio, ¿no? —suelto un chillido asustada al escuchar una ronca voz y me giro sorprendida para ver al apuesto hombre de cabello rizado, sus ojos verdes mirando con un brillo el lugar mientras mantiene una gran sonrisa de lado, un hoyuelo marcándose en su mejilla.
¿Ese es Ryder Larken?267Please respect copyright.PENANAkd3205J2uN