Un man indescifrable y hermético, de ceño fruncido, mirada sombría y ojos profundos fue uno de los últimos en llegar a la unidad.
Muy alto, siempre caminando con la espalda recta y el pecho inflado exuberante de confianza, flaco, pero con músculos marcados, blanco y pálido como la muerte, cabello negro brillante y liso que siempre llevaba sin recoger, y una boca deliciosamente rosada casi transparente.
Siempre pasaba de largo caminando con su pinta metalera rayando lo vampírico. Su perro, un Husky siberiano llevaba las mismas facciones amenazantes que su dueño y unos ojos azules casi blancos como el hielo que mantenían a raya a cualquiera que se le quisiera acercar.
Ni siquiera volteaba a saludar, sus botas resonaban el suelo como el andar de un militar. Fuerte, seguro y casi copiado un paso del otro. En segundos desaparecía entre la noche y no se volvía a ver hasta la madrugada.
Como solo lo veíamos en las noches, rápidamente se ganó la fama de ser un Vampiro y todos hacían chistes con que no se reflejaba en los espejos, que no tenía sombra y además, que lo mejor era no mirarlo directo a los ojos, ni siquiera escucharlo, porque ya saben cómo son los vampiros, te pueden hipnotizar y someterte a su voluntad con una facilidad fascinante.
«¡Qué más quisiera yo que ese man me sometiera a su voluntad!» pensaba para mis adentros. Cada vez que lo veía me dejaba con el corazón a mil, la entrepierna hecha mares y una necesidad básica de llegar a mi casa y masturbarme pensando en él que rayaba casi la obsesión.
Y es que yo ya había tenido mis novios y mis amoríos, pero lo que me provocaba este man era algo indescriptible. Tragada como nunca en mi vida.
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