A menudo, nuestras palabras no alcanzan a cumplir con las expectativas, ya sea porque se quedan cortas o exceden lo imaginado por quienes nos escuchan, por los lugares y aventuras que describimos. Se esperaría que el lenguaje no logre capturar completamente las delicadas sutilezas de la realidad, dejando así un margen para el asombro cuando finalmente la observemos con nuestros propios ojos. Para Xana, esa sensación envuelve todos sus sentidos al encontrarse de pie, sosteniéndose del brazo de Úrsula, ante el Cerro de las Plegarias y, en particular, frente a las majestuosas puertas del Banco del Santo Hierro, descrito con tanto detalle por Úrsula durante su tiempo juntas en Ixqidar.
Le resultaba extraño —y sabía que necesitaría tiempo para acostumbrarse— ver a Úrsula tan elegantemente maquillada y vistiendo el uniforme del Banco del Santo Hierro. Hasta ahora, sus recuerdos de Úrsula siempre la mostraban con ropas desgastadas o vestidos deshilachados. Pero eso había quedado atrás; al menos así se lo había prometido Úrsula a Xana, cuando ambas descendieron del barco pesquero que las llevó de regreso a través del Mar Lóbrego.
Xana tenía que reconocer que estaba tan maravillada por lo que se erguía ante ella como preocupada. Aunque no se atrevía a expresarlo abiertamente a Úrsula —pues le había tomado cariño y no deseaba herirla—, en su corazón residían dudas profundas sobre si Úrsula, ahora inmersa de nuevo en la política de aquel reino de ensueño, seguiría siendo la persona que conoció en Ixqidar: la misma mujer sabia con corazón tierno, caprichos infantiles y un amor insaciable por descubrir todo lo que la rodeaba.
Xana albergaba la esperanza, contenida en un suspiro en su pecho, de que Úrsula, una vez de regreso en su reino, no la olvidara. Anhelaba los momentos compartidos, aquellos en los que degustaban diminutos vegetales morados al calor de una fogata, intercambiando relatos de sus vidas. O las veces en que, durante los períodos de sombría melancolía de Úrsula, Xana inventaba historias de mantícoras y esfinges, criaturas que, según las leyendas de su madre, alguna vez habitaron las vastas tierras de Hart-zú. Recordaba, mientras Úrsula colocaba su mano sobre la suya, animándola a entrar, como esta se reía sin contención al escuchar sus historias, tratando de imaginar a una mantícora persiguiendo su cola tras beber cerveza, engañada por un astuto gato.
—Hoy te ves radiante, ¿lo sabías? —le susurró Úrsula con cercanía. Y era verdad: a pesar de que la delgadez extrema aún marcaba su figura —y las cicatrices en sus muslos y antebrazos permanecían—, el vestido seleccionado para la ocasión, corto y de terciopelo rojo, resaltaba a la perfección los rasgos más distintivos de Xana: sus encantadores ojos ambarinos, únicos en Solara, y sus finas trenzas, ahora impecablemente arregladas y perfumadas, que enmarcaban su rostro de piel rojiza tan distintiva.
—Me veo como siempre —respondió Xana, con dulzura y serenidad—. Me siento como siempre.
—Mi querida niña, créeme que no —replicó Úrsula, mirándola fijamente—. Cada día te veo más feliz y confiada, y eso me llena de alegría.
La sonrisa generosa de Úrsula, ahora más destacada por el labial rojo brillante que adornaba sus labios, infundía calidez en el alma de Xana. Mientras atravesaban juntas las puertas del Banco del Santo Hierro, Xana reflexionaba sobre aquellas palabras celestiales que había escuchado: que uno no elige a su familia o amigos, sino que el Cielo los dispone en nuestro camino para que aprendamos de ellos.
Al adentrarse, la primera figura que las recibió fue la de una Margret visiblemente preocupada y con signos de envejecimiento. —Por fin llegas, Úrsula— pronunció con una voz que, aunque apagada y severa, no ocultaba su alivio—. ¿Acaso pensabas extender tus vacaciones otro mes?
Úrsula soltó una carcajada. Aunque las palabras de Margret destilaban ironía, ella prefirió tomarlas con humor. —De haber sido por mí, habría tardado otro año en regresar, pero me temo que para entonces ya habrían prendido fuego a este lugar—.
El semblante severo y las arrugas marcadas en el rostro de Margret eran un claro indicativo de su estado de ánimo: no estaba dispuesta a tolerar las bromas de Úrsula en ese momento.
—A veces realmente no sé qué hacer contigo—, replicó Margret, instando a Úrsula —y por ende a Xana, aún aferrada a su brazo— a apresurar el paso hacia el ascensor del vestíbulo—. Hay asuntos urgentes que atender y tú aquí, perdiendo el tiempo. Antes que nada, ¿cómo está Aegar?, ¿fue de ayuda?
Xana recordaba con gratitud al Jinete Negro que le había proporcionado las pastillas de adormidera. En la oscuridad de la noche, con un ser tan despreciable como Aryund, no sabía qué habría hecho sin aquel remedio tan eficaz para inducir el sueño, mezclado en el whisky que Aryund vertía sobre su cuerpo como si fuera un grifo abierto. El recuerdo de las manos de Aryund, invadiendo su intimidad, retorciendo sus zonas más vulnerables, todavía tenía el poder de perturbar a Xana.
—Sí, fue de gran ayuda— respondió Xana, con una sonrisa forzada—. Espero que se recupere pronto y pueda unirse a nosotras.
Las palabras de Xana provocaron una reacción sorpresiva en Margret, quien elevó una ceja en señal de incredulidad. Sin embargo, en lugar de confrontar a Xana, dirigió su mirada interrogante hacia Úrsula en busca de explicaciones:
—¿A qué te refieres con ‘en lo que se recupera’? Úrsula, me habías asegurado que tu misión no requería de violencia— cuestionó Margret, la preocupación filtrándose en su tono a pesar de sus esfuerzos por ocultarla. Aunque intentaba mantener la compostura de una administradora, Xana sabía que, como cualquier ser humano, Margret estaba preocupada por el bienestar de su gente—. Y otra cosa, Úrsula, no tenía idea de que ahora disfrutabas de los placeres excéntricos al estilo de Harrund o el Vicario.
La mirada desdeñosa de Margret hacia Xana, al pronunciar aquellas palabras, se disipó ante la firmeza de Úrsula, cuyo gesto de desaprobación —y, según Xana, de cierta ira— se dirigía hacia su mano derecha. Las palabras de Úrsula no hicieron más que confirmar lo que sus posturas ya revelaban: —Xana no es una mascota ni una extravagancia, Margret. Es mi socia y exijo que se le trate como tal desde ahora—.
Era indiscutible que, cuando Úrsula se imponía con la fuerza de su carácter, no había en el Reino, al menos para Xana, otra mujer que pudiera igualarla. Margret percibió la sinceridad en la firmeza de su socia y no volvió a mencionar el asunto. Aunque no estaba segura de lo que Úrsula pensaría, para Xana era evidente que Margret aún se preocupaba por el bienestar de su sobrino.
—Aegar está en buenas manos, los médicos de Sardú se están ocupando de él, y las heridas resultaron ser superficiales— dijo Xana, con la melodía más dulce que pudo encontrar en su voz, intentando ofrecer consuelo a Margret al posar sus manos sobre las de ella. No estaba segura de haber tenido éxito, pero continuó narrando —Él nos salvó de maneras que no podrías imaginar, tanto de Aryund como de los asesinos que vinieron después. No estaríamos aquí de no ser por su valentía—.
Xana medio esperaba que la tristeza se apoderara de ella, pero en lugar de eso, observó un fenómeno curioso que más tarde vería repetirse entre los sacros que conocía: cada vez que recibían malas noticias, extraían un pequeño relicario con forma de espada y adornado con cuentas de sus vestiduras. Y así como Margret lo hacía frente a ella en ese momento, inclinaban la cabeza, ofreciendo oraciones al Altísimo.
—Si me aseguran que está bien, confiaré en sus palabras— afirmó Margret, con neutralidad—. Aunque no sobreviva, ya ha honrado grandemente a nuestra estirpe—.
En aquellos momentos, Xana no podía comprender la frialdad con la que los sacros a menudo trataban a los suyos, dejando sus destinos en las manos de su Santo o, peor aún, dándolos por perdidos, pronunciando palabras de consuelo como “sirvió bien a su familia”. Un impulso casi inconsciente la empujaba a acercarse a Margret, a abrazarla, y susurrarle al oído que estaba bien expresarse, llorar, liberar sus pensamientos, tal como lo había hecho con Úrsula cuando esta le reveló la traición de Sunniva.
Pero Úrsula la detuvo con un pellizco firme en el brazo que las unía. Aunque en su interior sabía que no era lo adecuado, Xana se contuvo, confiando en la sabiduría de Úrsula en el trato con Margret.
—Además de Aegar, hay otros asuntos pendientes— anunció Margret, cerrando las rejas metálicas del antiguo ascensor. Xana sintió miedo, rodeada de aquella estructura de metal y poleas chirriantes, tan ajena a ella: en Hart-zú, lo más avanzado en tecnología era un buey arrastrando un arado.
—Shhh, tranquila— susurraba Úrsula, en un intento por calmar a Xana. —No hay peligro— le aseguraba, dando suaves golpecitos en su mano, buscando transmitirle serenidad.
El estruendo de la máquina en marcha abrumaba a Xana, dificultando su concentración. Sin embargo, para las otras dos mujeres, el ruido no parecía ser un obstáculo para continuar su conversación con total normalidad.
—Supongo que ya están al tanto del revuelo en el Reino; los revolucionarios finalmente atacaron— comentaba Margret, sin apartar la mirada de Úrsula. Xana suponía que la familiaridad con el elevador era lo que hacía que ambas ignorasen la majestuosa vista que se desplegaba ante ellas mientras ascendían, los destellos del cielo rojo reflejándose en los cristales del Banco. —Y vaya que lo hicieron con estrépito, incendiando el Salón Azul—.
El desconcierto se apoderó de Úrsula, evidente no solo por soltarse del brazo de Xana, sino por el desmoronamiento inmediato de su postura. Xana conocía la predilección de Úrsula por el Salón Azul en Solara, uno de los pocos lugares donde podía perderse en la contemplación de las meseras preparando aquellos pocillos de té rojo que tanto deleitaban su paladar. Ante la perplejidad de Margret, quien siempre había admirado la fortaleza de Úrsula, Xana se acercó y la abrazó con ternura y firmeza. La sensación de desamparo parecía disiparse en Úrsula, quién recobraba la compostura, al sentir el tacto de esa chica.
—¿Cómo fue posible?, ¿Hubo alguna advertencia?, ¿Ha fallecido alguien de nuestro círculo?— preguntó Úrsula con rapidez e incisividad, especialmente con la última cuestión. El renombre del Salón Azul atraía a la alta sociedad en las tardes, incluyendo a su propia familia de accionistas. Aunque Úrsula sabía que nunca estaría preparada para perdonarles, deseaba ser quien dictara el destino de sus parientes.
—No, nada en absoluto— confesó Margret, sorprendida de que Úrsula, normalmente distante, no rechazara el abrazo ya prolongado que le compartía su acompañante. A pesar de la marca que la identificaba como esclava, Úrsula no la trataba como tal. —Concéntrate en lo esencial, ¡por los cielos!— se instaba Margret, consciente de que, más allá del enigma que envolvía a ambas mujeres, necesitaba la perspicacia táctica de Úrsula en esos momentos. —Aparecieron una noche en el Salón Azul, dieron rienda suelta a sus pasiones más oscuras y luego lo incendiaron. Se rumorea que la heredera Harrund pereció entre las llamas esa noche. Es extraño, se esperaba entre los invitados ese día a los Aryund y Carul, pero no a los Harrund—.
—¿Podría ser un error en el apellido? Son parecidos y en momentos de tensión es fácil confundirse— reflexionaba Úrsula, interrumpiendo las cavilaciones de Margret. —Además, si las reuniones entre Carul e Iranís ya habían concluido, ¿qué sentido tenía volver a encontrarse ese diazul?—.
Margret, al liberar las rejas del ascensor, contestó con un tono sombrío: —Lo he pensado, pero la historia es siempre la misma, sin importar a quién preguntes: esa noche pereció un Harrund. Y aunque Kai Demir, el más enterado de los encuentros Aryund, guarda silencio sobre los detalles, sospecho que esa última reunión está relacionada con la insistencia de tu tía por mandar a los Jinetes Negros al Valle de los Reyes—.
La incertidumbre se apoderaba de Úrsula mientras caminaban hacia su oficina. Ante la situación delicada del Banco y el apoyo, aunque frágil, de Aryund que Carul había conseguido según Aegar, se cuestionaba: —¿Por qué Carul insistiría en invadir esas tierras otra vez?—. La pregunta resonaba en su mente, rechazando la idea de que fuera mera estupidez de los accionistas intentar repetir errores antiguos.
—¿Qué dicen los Jinetes al respecto?— preguntó Úrsula, sujetando aún la mano de Xana, avanzando con paso decidido. —En particular, ¿cuál ha sido la postura del Vicario?—.
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—¿Qué demonios hacemos aquí?— exclamaba Úrsula, su voz resonando con desesperación. Era raro verla tan alterada, advirtiendo con vehemencia —Pronto vendrán por mí, soy demasiado valiosa y tú no podrás detener lo que se avecina—.
Xana, temblorosa, sabía que las palabras de Úrsula eran huecas. Aegar, el único capaz de defenderlas con su espada, yacía inerte, víctima de un dardo envenenado que le había robado la consciencia. Tras tres días en un cuarto oculto de Mano del Oso, su estado no mejoraba. Había sido él quien salvó a Úrsula de la sombra que las acechaba en el mercado, una figura oscura cuyo rencor no era hacia Úrsula, sino hacia Xana. Iranís Aryund, herido en su orgullo, no podía aceptar haber sido derrotado por alguien a quien consideraba inferior. Y ahora, Xana temía que Aryund pudiera consumar su venganza.
—Sé que buscas venganza, Aryund— gritó Xana, desafiante, mientras Úrsula contenía un grito, desconcertada por la disposición de Xana a sacrificarse por ambas —Si debes hacerlo, hazlo, pero deja que mi compañera se vaya en paz—.
La oferta de Xana llenó de terror a Úrsula. No podía permitirse perder a la joven de piel rojiza que había depositado su confianza en ella desde el principio, aquella que irradiaba empatía hacia todo ser viviente. Los recuerdos inundaron su mente: las veces que Xana la había resguardado del frío, compartido su escaso pan cuando Úrsula no podía más, y las sonrisas que le arrancaba a pesar de las atrocidades de Ixqidar. Esos instantes de alegría compartida, y el anhelo de perpetuarlos, le otorgaron a Úrsula la valentía necesaria para enfrentarse a la sombra que, desde un rincón del carruaje donde habían sido forzadas a subir, observaba impasible su tormento.
Al presenciar la resuelta intervención de Úrsula, Xana no dudó en unirse a la lucha. —Juntas, seguramente podremos enfrentar esto— pensaba, mientras luchaban por arrebatarle a la sombra una funda que pendía de su mano. Esperaban encontrar una espada, pero para su asombro, era un bastón.
La sorpresa de Úrsula fue monumental al distinguir, con la escasa luz que se filtraba a través de las cortinas del carruaje, el emblema grabado en la empuñadura del bastón. La reacción instintiva de Xana, el impulso de huir al reconocer aquel símbolo, confirmó sus temores: estaban en manos de un Harrund.
Dos preguntas se agolparon en la mente de Úrsula, tan inquietantes como un cielo preñado de tormenta: —¿Qué propósito tendría un Harrund con nosotras, cuando el Reino entero ya me ha dado por muerta?— y, más acuciante aún, —¿Qué Harrund sería el responsable de nuestro secuestro?—. Mientras Úrsula conocía bien las influencias de los Harrund en la ciudad, Xana se veía asaltada por un miedo visceral, el recuerdo de aquellos que habían marcado su piel y su alma. —¿Cómo me han encontrado, si ahora sirvo a otra señora?—. Y lo que más la atormentaba, lo que la hacía encogerse como una niña ante el estruendo de un trueno, buscando consuelo en el abrazo de Úrsula, era la pregunta que le roía el corazón: —¿Qué más desean de mí esas bestias?—.
El llanto de Xana, un río de miedos antiguos que fluían desde lo más profundo de su ser, conmovió a Úrsula. Intentó explicarle, aunque la emoción le quebraba la voz, que el Harrund que las había raptado no venía por ella, sino por la propia Úrsula. Conocía bien la indiferencia y la crueldad de los Harrund, dispuestos a acabar con ella sin miramientos, cobrar décadas de agravios que Úrsula había cometido hacia su familia.
Xana, percibiendo la oscuridad que se cernía sobre ellas, observó el cañón del bastón escupefuego apuntándoles. Úrsula, resignada a su suerte, murmuraba una plegaria para guiar su espíritu —Altísimo, concédeme un último pan en tu presencia, antes de ascender a tu Reino Celestial. Y por favor, cuida de mi pequeña Xana—. Pero Xana, desafiando el destino, estaba resuelta a sobrevivir. A pesar de las vanas esperanzas que Úrsula había intentado infundirle, sabía la verdad: los Harrund no dejarían testigos.
El caos se desató, un giro inesperado tanto para Úrsula como para la sombra Harrund. En un arrebato de adrenalina, Xana se lanzó hacia el bastón, derribándolo antes de que su portador pudiera disparar. Sin embargo, justo cuando Xana creía haber ganado, apuntando al rostro oculto del Harrund, un shock eléctrico la paralizó.
Xana siempre había aborrecido esas diabólicas máquinas de dos púas metálicas, capaces de hacer que su cuerpo se contorsionara involuntariamente. Le evocaban sus tiempos más humillantes, aquellos de una de sus pasadas amas, amante de las estolas amplias y las sedas claras, que utilizaba el aparato con desdén hasta colocar al rojo vivo la vulva de Xana, a veces por desobedecer en sus órdenes de mantener felices a los clientes, en otras ocasiones, por mero capricho. A pesar de sus esfuerzos por reprimir esos recuerdos, por mantener el control ante la parálisis que se apoderaba de sus músculos, sus dedos rígidos finalmente soltaron el bastón escupefuego que con tanto esfuerzo había conseguido.
Xana se desplomó, inconsciente, sobre el piso de la carreta. Úrsula, consumida por la desesperación y decidida a honrar al menos una vez la promesa hecha a esa joven, intentó lanzarse hacia el bastón caído. Pero la vista de Xana, aún convulsionando en el suelo, la paralizó, impidiéndole actuar a tiempo. La silueta Harrund, emergiendo de las sombras hacia la luz, recuperó el control, mientras otra figura, la misma que había incapacitado a Xana, le señalaba con su aparato de tormento, exigiéndole silencio.
Úrsula no podía asimilar que Herga Harrund hubiera optado por mancharse las manos en un acto tan directo y personal.
—Úrsula, Úrsula, ¿acaso te has vuelto blanda?— la voz ronca de Herga resonaba con desdén. —En Solara despreciabas incluso a tu propia sangre, y ahora, ¿pretendes que me crea que te importa esta basura?—. El desprecio con el que Herga señalaba a Xana con su bastón escupefuego encendía una furia interna en Úrsula.
—¿Qué demonios quieres, Herga?— espetó Úrsula, la ira tiñendo cada palabra. La determinación en su mirada no dejaba lugar a dudas de su genuino afecto por la joven que yacía a su lado.
—Siempre me sorprendes, Úrsula. Unos días de miseria y ya te encariñas con lo primero que encuentras—. La burla en la voz de Herga era palpable, pero Úrsula sabía que no se enfrentaba a esta, sino a Ereda. A diferencia de otras ocasiones, Ereda no llevaba sus características gafas. —Pero dejemos las trivialidades. Necesito tu ayuda; mis planes se han desmoronado—.
El solo pensamiento de colaborar con Ereda, carente de honor y lealtad, repugnaba a Úrsula. Sin embargo, no tenía otra opción si quería que tanto ella como Xana salieran con vida de aquel embrollo. —¿Qué planes? ¿Acaso buscas el mismo secreto que Aryund protege en este vertedero?— replicó Úrsula, su voz tan fría como recordaba Ereda cuando ella solía dirigía el Banco del Santo Hierro. —Porque te adelanto que desperdicié mis esfuerzos: no vale la pena—.
—Lo que Aryund oculta me importa menos que la suciedad bajo mis botas— confesó Ereda, bajando su arma. La revelación que siguió, capturó por completo la atención de Úrsula. —Estoy altamente enfurecida con ese idiota, malgastó su influencia en la revolución, llevándolos de error en error. Ya no puedo confiar en su incompetente hijo para manejar a esos sirvientes estúpidos como animales—.
Las palabras de Ereda helaron a Úrsula. No podía creer que una de las casas más leales al Reino, y aparentemente devota al Vicario, estuviera secretamente detrás del levantamiento. Aunque la sorpresa amenazaba con desbordarse, Úrsula mantuvo su expresión imperturbable, gracias a su experiencia como banquera.
—Lo que me cuentas, Ereda, no es más que un secreto a voces— respondió Úrsula, dejando a Ereda en un mar de incertidumbre. Ereda había esperado que su revelación sacudiera a Úrsula, pero la aparente familiaridad de esta con sus maquinaciones secretas no solo reforzó su decisión de elegirla como aliada, sino que también sembró dudas sobre el alcance de los Vor del Leyen en Solara. Úrsula, sin embargo, estaba jugando su propio juego, tejiendo palabras con la esperanza de que Ereda mordiera el anzuelo. —Alguien tenía que estar detrás de Jitian; y en especial, detrás de Iranís hijo, ambos solo son unos sártrapas zánganos que jamás habrían llegado tan lejos— dijo Úrsula, imitando el desdén característico de Ereda, buscando ganar ventaja. —Y debo decir que me alegra que al final, hayas sido tú la que mueva los hilos, y no Aryund padre. El Reino estará en mejores manos cuando triunfes—.
La actuación de Úrsula, al tomar las manos de Ereda en un gesto de camaradería, selló la creencia de esta última en la sinceridad de las palabras pronunciadas. —Mucho me temo que cometí un error básico al principio, al no recurrir a ti para supervisar a Jitian. Creí que, en su debilidad de sentirse inferior, el hijo de Iranís sería fácilmente manipulable, pero me equivoqué: ese joven no sabe ni lo que quiere—, confesó Ereda, su molestia profunda y casi iracunda era palpable. Úrsula, con un gesto reconfortante en el hombro de Ereda, interrumpió sus tribulaciones. —Debiste haber recurrido a profesionales, Ereda. Pensé que lo sabías. ¿Quién mejor que nosotros, que hemos dirigido multitudes por siglos, para liderar algo tan insignificante como una revolución?—
—Es verdad, tienes razón—, admitió Ereda. —Y eso es precisamente lo que quiero proponerte ahora, Úrsula: que seas tú quien tome las riendas del inepto Jitian—. Las palabras de Ereda, con su oferta, sonaban sinceras. Ella conocía bien cuando Herga y su hermana mentían mostraba las mismas señales, que por ahora no detectaba.
Sin embargo, un pequeño espasmo, proveniente del cuerpo de Xana, sacó a Úrsula de sus cavilaciones, de la que por momento, era una magnifica actuación. Úrsula, distraída, y a la vez alegre con una sonrisa discreta de par en par, con la imagen que el Santo le brindaba: Xana estaba bien y consciente, perdió detalle de lo que Ereda ofrecía y pedía a cambio de algo tan crucial. Asintió con frases frívolas a todo lo que Ereda decía, mientras, de la manera más discreta posible, le indicaba a Xana que se quedara quieta en el suelo, utilizando aquel idioma extraño de golpes leves, cortos y largos que Xana le había enseñado. Aunque le disgustaba golpear con la punta de su pie a Xana, aunque fuera suavemente, no tenía mejores opciones para mantenerla segura y quieta.
—¿Entonces, crees que podré usar tu Banco para financiar la revolución?—, preguntó Ereda, absorta en sus propias reflexiones y sin notar la comunicación secreta entre Úrsula y Xana.
—Si a cambio obtengo el control total de sus armas para usarlas a mi antojo, acepto con gusto—, respondió Úrsula, diciendo las palabras que Ereda quería escuchar. Ereda sabía que los Jinetes Negros de Úrsula habían perdido el esplendor que antes los había caracterizado, y creía, engañada, que al igual que sus otros antepasados, Úrsula estaba obsesionada hasta la médula con llegar al corazón inaccesible del Valle de los Reyes, por lo que necesitaría a esos revolucionarios como carne de cañón.
—Pues bien, partimos hoy mismo hacia Eurica en este carruaje. Y como pequeño festejo, te permitiré disfrutar del placer de acabar con esa esclava ya inservible—, dijo Ereda, lanzando las palabras con rapidez y sacando a Úrsula de su propio juego de mentiras al ver el bastón escupefuego apuntando de nuevo hacia Xana.
Úrsula continuó tranquilizando a Xana con el lenguaje de golpecillos, quien, aún tendida en el suelo de la carreta, confiaba ciegamente en que la Úrsula que conocía sería incapaz de matarla. Y así fue. Úrsula, en un destello de inspiración, salvó a Xana con palabras que resultaron cómicas para Ereda: —Quisiera ver su sangre derramarse, pero primero, detesto mancharme con la sangre de los inferiores. Y segundo, me dolería más buscar otra sirvienta tan eficiente como esta, que el placer que obtendría de su muerte—.
Ereda asintió con una sonrisa, convencida por completo de la falacia de Úrsula. El viaje de regreso a Eurica se tensó aún más. Úrsula, con el corazón apesadumbrado, tuvo que recordarle a Xana, en su lenguaje secreto, que mientras la ominosa figura de Ereda estuviera presente, debía retomar su papel de esclava. Úrsula anhelaba, más que nunca, los consoladores abrazos de Xana, esos que eran su refugio negado cada vez que las palabras de Ereda se oscurecían, o las fábulas de bestias mágicas que Xana susurraría para arrullarla en las noches de vigilia en alta mar. Pero nada de eso pudo ocurrir, no debía mostrar su afecto, su debilidad hacia Xana, frente a la bestialidad de Ereda.
Habiendo llegado a Eurica, Ereda se alejó, dejando el carruaje y su cochero a disposición de Úrsula. Esta, solo expresó un destino: Trinitaria. Allí, en contra de su esencia, buscaría la ayuda de su hija Sunniva para el retorno a Solara. No deseaba extender su estancia más allá de lo necesario entre los sirvientes Harrund, quienes podrían torcer cualquier confidencia hecha a Xana en su contra.
En el sinuoso regreso a Solara, ya en un automóvil facilitado por Sunniva, Xana contemplaba en voz alta las gélidas confesiones que Úrsula le había hecho en su idioma secreto a lo largo del extenso viaje desde el Mar Lóbrego: el secreto de Ereda y el voto de encabezar la revolución que ambas habían acordado. —Puede sonar insensato lo que hice, pero confía en mí, Xana, esos insurgentes, correctamente guiados, podrían emanciparnos de la tiranía de todas las casas cardenalicias. No puedo soportar la idea de que otra casa te amenace como lo hicieron los Harrund. Juntas, podríamos iniciar de nuevo, solo nosotras dos—, confesó Úrsula con fervor, sosteniendo las manos de Xana entre las suyas, cuando las cavilaciones de Xana, incesantes, atascaban los oídos de Úrsula con una sola idea funesta y verdadera: —Tal vez nos equivocamos. Solo teníamos que mover a Ereda lo suficiente como para que nos regresara a Eurica, pero no unirnos a ella—.
A Xana le seducía la idea de continuar al lado de Úrsula, como ella proponía, pero no podía sacudirse el deseo de que sería mejor que ambas ejecutaran el plan que había revelado a Úrsula hace pocos momentos: abandonar el Reino, no volver a pisar Solara y marcharse a Iliarda, la patria de Xana, donde podrían desvanecerse para siempre. La negativa rotunda que siguió de Úrsula marcó un punto de inflexión en su relación: a pesar de que sus actos demostraban amor y la consideraban parte de su clan, Úrsula parecía seguir viéndola como una mascota sumisa en las decisiones fundamentales, imponiendo su voluntad sin margen para el debate.
Con el corazón fracturado, Xana reconoció que las palabras que Úrsula le había confesado en un momento de ebriedad eran ciertas: —A los acaudalados solo nos impulsa el poder, nada más, es todo lo que anhelamos—. Una lágrima furtiva arrastró esos instantes, enterrándolos como recuerdos profundos en el cofre sellado donde Xana ocultaba todo lo que le había herido.
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Sin embargo, esa misma lágrima que ahora recorría furtiva la mejilla de Xana, revivió aquellos recuerdos cuando Margret, sin un ápice de compasión, pronunció: —Sabes que el Vicario aborrece a esos inferiores. No sé siquiera si los valora en algo más que un pedazo de carne, al esclavo que lo sigue a todos lados. De hecho, anunció que antes de que termine la semana, colgará en la Plaza del Santo a todos los que lo apoyen, sin importar si son inferiores o sacros como nosotros—. El puño de Margret, cerrado y enérgico, enfatizaba la crueldad que el Vicario planeaba sobre aquellos que solo buscaban la libertad.
Xana no podía dejar de pensar, mientras sus hombros se desplomaban y su semblante se apagaba, que su plan era el adecuado; no debieron haberse involucrado con los revolucionarios. Un par más de lágrimas cruzaron su rostro, tiñendo de rojo sus ojos amarillos. A diferencia de otras veces, donde Úrsula se mostraba más cercana, ofreciéndole su mano en apoyo, ahora se mostraba dura y distante, visiblemente molesta por el ruido que hacían las lágrimas de Xana, impidiéndole escuchar a Margret. O al menos, eso pareció ver Xana, en la mirada dura y fría que Úrsula le dirigió, ya en la privacidad de su oficina, señalando con dureza dónde podría sentarse, sin detenerse a mirar la tristeza que asomaba en ella.
—¿Y los Jinetes Negros?, ¿están con Carul? Necesito saber eso ya, pronto— decía Úrsula, con la voz elevada, moviendo impetuosamente sus brazos al cielo, como presa de la desesperación por las implicaciones de lo que se acababa de decir. Esta, tal vez regodeándose en el control que ahora parecía tener —alimentándose del mismo como un cazador disfruta del sufrimiento de sus presas—, tomó más tiempo del necesario en contestar, mientras, con parsimonia, se servía una taza de té del juego de porcelana colocado en una de las esquinas del amplio escritorio de madera.
Úrsula, sentada en un sillón amplio de cuero del otro lado de aquel escritorio, parecía lanzar toda la ponzoña que le permitía su alma a través de su mirada y rasgos duros, llenos de arrugas por la presión que ejercían sus músculos sobre la piel. Esa maldita espera a la que la sometía Margret la hacía aborrecerla, aunque debía callárselo: años de tratar con ella le habían dejado claro que, en esos momentos donde ella se regodeaba de la supuesta importancia que podía tener, solo se alargaba en la eternidad si Margret veía que surtían algún efecto visible en Úrsula.
—No, todos los comandantes están contigo. De hecho, tienen una última reunión en esta oficina con tu tía el día de hoy, antes del ocaso—. Las palabras de Margret finalmente cortaron la dura tensión que se había creado en la oficina. Aunque Úrsula había ablandado su semblante, más tranquilizada por el hecho de que, en el peor de los casos, contaba con el apoyo de sus Jinetes, ello parecía no haber cambiado la profunda desolación que sentía Xana: aún varias lágrimas surcaban su rostro, resbalando por los bordes de su mandíbula. Aunque trató de ser fuerte, de no mostrar lo que sentía, era evidente su fracaso en esos momentos, duramente señalados con dedos acusadores por Margret: —Por favor niña, deja de hacer ese ruido tan molesto, que no puedo concentrarme en lo que voy a decir—.
Pareciera que Úrsula iba a abrir sus labios, secundando la idea de Margret, cuando Xana, incapaz de resistirse más, finalmente dijo aquello que la tenía en esa congoja: —No debimos haber confiado en Ereda. Solo te usó, nos usó, para pagar los platos rotos del desastre que ya tenía tejido en este Reino—. La nariz de Xana brincaba con cada palabra, tratando de evitar, con algunas aspiraciones agudas, que el llanto contenido cortara sus palabras. Aún tenía algo importante que decir, antes de que Úrsula o las lágrimas amenazaran con volver a callarla, como en aquel automóvil: —Sabías que mi plan era mejor, ¿por qué no seguirlo? ¿Acaso ya en esta tierra de pacotilla solo deseas deshacerte de mí?—.
Úrsula respondió con prontitud y decisión, levantándose de un salto de su sillón: —Primero que nada, te di mi palabra como un Vor del Leyen, y aunque en Ixqidar pueda carecer de importancia, aquí en Solara es tan vinculante como un decreto del propio Vicario: cada parte de nuestro acuerdo se cumplirá, así que olvida tus temores infantiles de ser abandonada—.
Caminaba tensa, apoyando una mano en el borde del escritorio, buscando un sostén invisible. Xana sabía que, aunque Úrsula lo negara, sufría de la maldición que los celestiales llamaban yuèjìn —el salto adelante—, donde el cuerpo comienza a temblar inexorablemente por sí solo. Al principio, se manifestaba como un leve temblor espasmódico que dificultaba el caminar, visible solo en momentos de fuerte emoción, y con el tiempo, condenaba al afectado a una cama, retorciéndose hasta el último aliento.
A pesar del dolor que sentía en esos momentos, del desprecio que Úrsula parecía lanzarle con cada palabra —como si al cruzar las puertas del Banco, hubiera olvidado lo vivido juntas—, Xana sabía que no podía permitir que Úrsula, en ese estado, se lastimara intentando acercarse. Y menos aún podía arriesgarse a que Margret, la cazadora desarmada que se decía su segunda, presenciara tal debilidad.
Xana se levantó, con la visión empañada por las lágrimas, y se acercó a Úrsula, quien se había detenido en una esquina del escritorio, intentando disimular el temblor con pasos estoicos y firmes. Aunque Úrsula mostró un gesto de desdén —que a Xana, por el momento, no le importaba—, finalmente aceptó el brazo delgado y seguro que la guió de vuelta a su sillón de cuero.
—Margret, maldita sea, ¿cuántas veces te he dicho que no enceren los pisos de mi oficina?— protestó Úrsula, justificando sus pocos y trémulos pasos. Margret, creyendo verdadera la justificación de Úrsula, comentó con voz hueca que esos eran los nuevos deseos de Carul, de mantener todo el Banco encerado en todo momento, aunque Úrsula, en todas sus décadas de servicio, nunca había permitido ni en un solo click solar que se pusiera cera en el mármol del Banco: nunca quiso arriesgarse a que lo resbaladizo del piso pudiera delatar su enfermedad.
—Te estaba diciendo, que como la vez pasada te conté, tu plan tiene huecos de niñata infantil—, continuó Úrsula, ya apoyada en el sillón de cuero, retomando la conversación donde la había dejado—. Y en cambio, con los revolucionarios de nuestro lado, tendremos todo listo para nuestro propio camino. Así que niña, no hay nada que temer, y, por el amor del Santo, déjame tomar las decisiones a mí, que soy la que tiene la experiencia en esto—. La voz de Úrsula seguía siendo dura y trémula, pero, algo que desconcertó profundamente a Xana, acallando sus lágrimas, es que, en la visión que ocultaba el escritorio, Úrsula daba pequeños golpecitos sobre su pierna, con palabras más afines y dulces, como las que Xana recordaba: —Gracias, mi pequeña zú. Siempre me sorprendes con tu dulzura, no importa la atrocidad que el mundo te muestre—.
Xana fingió acercarse a Úrsula, diciendo la primera estupidez que se le vino a la cabeza, para justificar ante Margret su cercanía. Intuía, y no se equivocaba, que Úrsula quería comunicarle algo más con aquellos sutiles toques en su pierna: —Debí ser más directa que un pellizco frente a Margret. Aunque nos duela, finge que me conoces poco. No quiero darle armas para usarse en mi contra—.
Tras esas palabras, Úrsula alejó a Xana con un nuevo gesto de desdén, uno al que Xana ya no intentó oponerse.
La expresión de Margret, marcada por la consternación ante la revelación involuntaria de Xana —una que Úrsula hubiera preferido mantener en secreto, temiendo las indiscreciones de Margret bajo la influencia del alcohol— dejaba entrever, a través de sus cejas fruncidas y arrugas profundas, unos dientes astillados, reparados una y otra vez con empastes de oro superpuestos. A Xana le resultaba perturbadora esa lucha vanidosa de los ricos contra el declive natural de sus cuerpos. —¿Por qué les cuesta tanto aceptar que todos retornamos inexorablemente al polvo del que provenimos?— se cuestionaba, incrédula.
—No sabía que tú, que tú habías… —balbuceaba Margret, aún atónita, reticente a entrelazar las ideas que la esclava insinuaba. Por más descabelladas que fueran las ideas de Úrsula, ninguna se comparaba con la locura de aliarse con los descendientes de Henrietta, aquellos que habían precipitado la caída de Lucas Vor del Leyen. —¿Cómo te atreves a ensuciar la memoria de Lucas, de Mateus, de todos tus antecesores, al aliarte con una escoria como los Harrund?— exclamaba Margret, apuntando al retrato de Ana Sofía Vor del Leyen, la madre de Úrsula, con quien había compartido oficina y a quien aún recordaba con afecto, a pesar de los años transcurridos desde su muerte.
Úrsula no pudo más que reír, una carcajada liberadora que parecía purgar las tensiones no expresadas. Margret, con sus arrugas endurecidas y la mandíbula temblorosa, sostenida apenas por hilos de oro, parecía resplandecer bajo los rayos dorados que se filtraban por las ventanas de la oficina. No comprendía por qué Úrsula, ante una revelación de tal magnitud, se limitaba a reír, como si se burlara de su capacidad de comprensión.
—No era mi intención revelarte todo esto, Margret, pero debido a esta insensata jovencita, me veo obligada a hacerlo antes de tiempo— acusó Úrsula, señalando a Xana. Esta evitó su mirada y no replicó, asumiendo la culpa en silencio. —Ya te lo he dicho antes y lo reitero ahora, los escudos heráldicos de mis ancestros no me definen, pensé que lo entenderías después de tantos años repitiéndotelo, Margret— afirmó Úrsula con firmeza, enfrentando a su subordinada. Sus labios se tensaban, reflejo de un dolor contenido. Xana podía percibir, apenas, cómo el borde de la chaqueta azul de Úrsula temblaba: el yuèjìn estaba afectando uno de sus brazos. No podía intervenir para ayudarla, aunque lo deseara; debía respetar la voluntad de Úrsula y confiar en ella, como siempre lo había hecho.
—Los rencores del pasado murieron con ellos— continuó Úrsula, señalando el retrato de su madre sin girarse a mirarlo. —Los Harrund anhelan el poder, aspiran a colocar a uno de los suyos en el Trono Celestial. A mí me es indiferente si otro Vor del Leyen ocupa ese lugar; mi madre solía decir cuando se sentaba en él que el trono no era más que una silla insípida, que el verdadero poder siempre ha residido en quien preside el Banco del Santo Hierro—.
Margret, aunque todavía dubitativa, no podía negar la verdad en las palabras de Úrsula y suavizó su postura, relajando la mandíbula que antes tensaba. Ansiaba que Úrsula terminara de hablar, pero esta, en una suerte de revancha por la afrenta previa, optó por servirse una taza de té antes de proseguir. —Nos lo merecemos, nos lo merecemos— pensaba Margret, mientras la tensión crecía en su interior con cada minuto que pasaba, agitando su pecho con respiraciones aceleradas que intentaba disimular.
Xana se levantó para servir el té a Úrsula, anticipándose a su intención de acercarse al juego de porcelana. Sabía que, por el momento, era un gesto que no levantaría sospechas y que, de esta manera, Úrsula no correría el riesgo de que su yuèjìn provocara un derrame del pesado recipiente lleno de ese líquido rojo de potente aroma.
Tras degustar el primer sorbo de té, saboreando cada una de sus notas frutales y el aroma de las hojas exóticas, Úrsula continuó con voz serena y gestos resueltos: —Así que, al saber que inevitablemente los Harrund estarían detrás de un intento tan absurdo de tomar el control como la revolución igualitaria, solo tuve que esperar. Les ofrecí nuestra ayuda discreta, a través de la Cofradía, financiando su revolución para mantenerla oculta de la vista del Vicario—.
La Cofradía del Hierro, una institución vinculada al Banco del Santo Hierro, fue fundada personalmente por Mateus Vor del Leyen, inicialmente sin un propósito claro. Mateus la utilizaba como un depósito privado, separado de las vastas bóvedas del banco, donde podía disfrutar en soledad del oro acumulado por sus usuras. Era conocido entre la alta sociedad de Solara que Mateus se deleitaba lamiendo cada lingote que obtenía, saboreándolos. Se rumoreaba incluso que se daba baños esporádicos en una mezcla de aguas termales con oro líquido, aunque esto pertenece más al ámbito de la leyenda que a la realidad.
No obstante, fueron sus descendientes, Santiago el Mayor y Santiago el Menor, quienes le dieron forma como una entidad independiente, dedicada a encubrir los manejos poco éticos —y potencialmente traicioneros para el reino— del oro que fluía constantemente hacia el banco sin un destino claro. A través de la Cofradía, el Banco financió guerras por poderes en tierras extranjeras, enemigos e insensatos que repudiaban al Santo, especialmente en los reinos abandonados pero ricos en oro de Hart-zú, o inclusive, cruzando el Mar Lóbrego, en el Señorío de la Armonía de Yengchen, donde las luchas dinásticas convirtieron a la Cofradía en un negocio muy lucrativo. Aunque en la actualidad, la gloria de la Cofradía se había desvanecido —dilapidada, como toda la herencia de los Vor del Leyen, por linajes arrogantes y necios como el de Ana Sofía, que se estrellaron una y otra vez contra las Puertas del Ocaso en su camino hacia el Zigurat—, aún mantenía antiguas conexiones fuera del reino que podían utilizarse para recibir el oro de Herga Harrund y así, mantener a los revolucionarios indemnes.
—Mi intención, antes de que lo pienses, no es tomar el control de su revolución y traicionarla después. De hecho, no tengo fe en que esos esclavos duren mucho en el reino—. Un dedo firme y erguido de Úrsula instaba a Margret a mantenerse en silencio, mientras ella, acercándose unas galletas, disfrutaba de otro sorbo de su té —Solo busco que los Harrund dilapiden su fortuna. Obtener ganancias siendo el nexo entre ambos. Incluso les ayudaré discretamente, empleando a la insensata de mi tía y a Aryund para que consigan más aliados entre los cardenales del reino. Sé que al final, sus revolucionarios caerán; esos inferiores carecen del orden y la inteligencia para sostenerse. Ella caerá con ellos y, aprovechando la muerte de la heredera de Herga, podremos usar nuestra influencia renovada en el reino, como el único cardenal leal, para apoderarnos no solo del oro, sino también del negocio de Herga—.
Un escalofrío recorrió a Xana, quien lo disimuló cruzando una pierna sobre la otra, como si buscara acomodarse mejor en su silla. En su interior, esperaba y confiaba en que lo que Úrsula acababa de revelar a Margret fuera solo una estrategia calculada, y no sus verdaderos planes.La sola idea era detestable para Xana —de hecho, no sabía cómo reaccionaría si realmente sucediera— que alguien en quien había depositado su confianza, como Úrsula, terminara siendo otra esclavista como los Harrund. Una sombra de tristeza se cernió sobre ella, comprimiendo su pecho y provocando un par de toses fuertes, preludio de un llanto que sofocó en lo más profundo de su ser. Úrsula notó su angustia, pero Margret parecía ajena a todo, perdida en sus pensamientos, como si calculase en sus ojos desgastados por el tiempo el oro que acumularía bajo el mando de Úrsula.
—Entonces, ¿qué necesitas que haga, Úrsula?— preguntó Margret, con un brillo renovado de codicia en su voz. A pesar de que las promesas y los juramentos de venganza hechos junto a Ana Sofía aún pesaban en su conciencia, se convencía a sí misma de que unos cuantos kilos de oro sobre la tumba de su antigua jefa serían suficientes para silenciar cualquier pensamiento traidor que quisiera asomarse.
—Tu plan es audaz, pero prometedor. Solo dime, antes de cualquier cosa, ¿cuáles son los riesgos y qué ganaré si te ayudo?— Las palabras de Margret eran calculadas y frías. A Xana le sorprendía que alguien pudiera abandonar tan fácilmente sus ideales —que hasta hace poco defendía con vehemencia— por algo tan mundano como el oro. —Es solo un metal, sí, atractivo, pero al fin y al cabo, solo una roca— reflexionaba Xana, quien pronto aprendería que la mayoría de las personas no eran tan diferentes de Margret. A Úrsula, por otro lado, solo le sorprendía que el paso del tiempo hubiera hecho mella en Margret, revelando su avaricia antes que su astucia para negociar su recompensa.
—Lo que quieras— concedió Úrsula, sin interés en discutir por trivialidades, especialmente cuando aún requería de la ayuda de Margret. —Por ahora, necesito que reprogramas la reunión con los Jinetes Negros para mañana temprano, aquí en mi oficina. Y no le digas nada de esto a Carul—.
Margret se regodeaba con una mirada de satisfacción, mientras su imaginación se llenaba de escenarios perversos y macabros sobre cómo Úrsula haría sufrir a Carul antes de eliminarla de la existencia. Aunque quiso preguntar cómo acabaría con alguien a quien despreciaba tanto como a Carul, Úrsula la silenció con una frase: —Eso, por ahora, no es de tu incumbencia. Solo consígueme el diario que mi tía guarda en su casa; es lo único que me interesa de ella. El resto, haz con su chalé lo que quieras, incluso quédatelo si así lo deseas—.
La posibilidad de vivir una vida al nivel de Úrsula, de codearse con la élite del Reino sin la vergüenza de ser solo una empleada del Banco, iluminaba la mente de Margret. Sabía que pronto Úrsula le permitiría ocupar no solo la casa sino también el puesto de accionista que su tía dejaría vacante.
Con una sonrisa de satisfacción, Margret se retiró de la oficina de Úrsula, dejando a Xana a solas con ella.
—Sé que estás llena de dudas— comenzó Úrsula, dirigiéndose a Xana en un susurro apenas audible, una vez que Margret se hubo ido y estuvieron seguras de estar solas. —Pero no aquí, estas paredes tienen oídos. Te contaré tantas cosas… confío más en ti que en mí misma para mantenerlas en secreto—.
La esperanza renació en Xana al escuchar a la Úrsula que tanto conocía, disipando el temor de que el futuro que había imaginado no era más que una estrategia política, no el verdadero anhelo de Úrsula. Su piel recobró su brillo mientras reacomodaba las trenzas desordenadas por el llanto. Úrsula le extendió un pañuelo, oculto discretamente bajo el escritorio.
—Mi pequeña zú, no derrames más lágrimas— dijo Úrsula con calma, haciendo un gesto amplio hacia el lugar donde Margret había estado sentada, pasándole el pañuelo para secar los vestigios de su llanto. —La traición es la moneda de cambio en este reino. Pero mientras yo esté aquí, no tendrás que navegar esos turbulentos mares sola—. La promesa de Úrsula se selló con una pequeña galleta que le ofreció. Intentó servirle una taza de té, pero el yuèjìn tomó el control, derramando el té sobre el escritorio.
Xana se apresuró a ayudar a Úrsula, temiendo que el té caliente la hubiera quemado. Afortunadamente, Úrsula solo estaba sacudida por el susto, aunque el color de su piel se intensificó en algunas áreas. —Úrsula, por favor, déjame ayudarte— imploró Xana. —Eres fuerte, pero no hay necesidad de ocultar tu vulnerabilidad. Esta maldición complicará cada vez más tus movimientos. Permíteme cuidar de los detalles delicados por ti. No es una carga, es un gesto de cariño hacia alguien a quien valoro y no deseo ver sufrir, no te deseo por nada del mundo el final que aguarda a los portadores del yuèjìn —.
Úrsula no preguntó el significado de esa extraña palabra celestial que Xana usaba para describir su condición. Intuía que Xana, siempre atenta a las señales del cuerpo, había notado sus temblores desde hacía tiempo. Decidió confiar en la dulzura de su pequeña zú, en que podría guardar otro secreto más, el de su frustrante debilidad. —De acuerdo— aceptó Úrsula, con voz temblorosa, y en un abrazo compartido entre galletas y té frío, reafirmaron la solidez de su vínculo.
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