Las cervezas frías reposaban sobre la barra marcada por el tiempo, mientras Úrsula contemplaba las inscripciones en un idioma desconocido, profundizando la tristeza de su alma. Habían pasado horas desde que ella y Xana entraron al Mano de Oso, y el cantinero, con su voz sombría y rostro grasiento, solo había dicho tras recibir un maravedí de oro —Sí, recuerdo a esa figura extraña. Según el Sol, debería regresar hoy al atardecer—.
La incertidumbre roía a Úrsula, preguntándose si el cantinero hablaba verdad o si solo les vendía bebidas para mantenerlas ocupadas en su establecimiento.
—Úrsula, ¿estás bien?— preguntó Xana, su voz dulce y casi inaudible. Su mano se posó reconfortante sobre el hombro de Úrsula, quien claramente estaba desanimada.
—No, nada bien—, admitió Úrsula, tomando otro sorbo de su cerveza, cuyo sabor amargo y fuerte jengibre le resultaba desagradable. —¿Estás segura que eso fue todo lo que dijo el cantinero?—.
—Sí, estoy segura—, respondió Xana, intentando acercarse más a ella. Un sexto sentido le decía que había algo más preocupando a Úrsula, algo que había notado en su comportamiento al entrar en la taberna. —Y sé que hay algo más que te preocupa. Puedes confiar en mí, no diré nada y prometo escucharte sin juzgar—.
Esas palabras dieron un atisbo de esperanza a Úrsula. Sabía que su instinto, que la había llevado a salvar a Xana, era la guía misteriosa del Santo.
—Es verdad, no me preocupa que Aryund no venga esta noche—, confesó Úrsula, terminándose la cerveza. A petición de Úrsula, Xana pidió otra bebida, cualquier cosa menos esa cerveza de jengibre. —Lo que me entristece es que es la primera vez en un día tan especial que no estoy en Solara, en mi Banco, ni con mi familia—.
Xana intentó aligerar el momento, buscando entender mejor a Úrsula. —La cerveza de jengibre es terrible, te entiendo—, dijo con una sonrisa, tratando de animar a Úrsula. —Sobre lo otro, no sé qué día especial es hoy, pero puedo asegurarte que mientras lleves a tus seres queridos en tu corazón, nunca estarán lejos—. La mano de Xana tocó suavemente el pecho de Úrsula, evocando en ella un mar de recuerdos.
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La Misa de las Bendiciones era uno de los días más solemnes en Solara y el Reino, solo superado por la Marcha del Silencio. Un par de días antes del final del ciclo de la iluminación, cuando los anillos de fuego amarillo aparecen en el cielo rodeando la corona de vida del Santo, comienza una celebración única. En la fe sacra, fervientemente creída por personas como Úrsula, se piensa que este fenómeno celeste simboliza el momento en que los difuntos del ciclo pasan por el Camino de la Pureza y, siendo juzgados dignos por la corte celestial junto al Trono del Santo, se unen a los puros en el Reino de los Cielos del Altísimo.
Cuando las luces celestiales se despliegan en el firmamento, comienza la gran festividad que dura varios días. Las iglesias del Santo se visten de mantos púrpuras con bordes dorados, y sus interiores brillan con luces vivaces. En Solara, la estatua del Santo que vigila la ciudad desde la cima del Cerro de las Plegarias, enciende su espada de fuego al concluir el segundo día tras la aparición de los anillos cósmicos. Es en esta noche especial cuando las familias se congregan en la Plaza del Santo para iniciar su peregrinación, ya sea hacia los camposantos o hacia la venerada estatua, compartiendo un picnic generoso en compañía de sus seres queridos.
El cielo azul se extiende sobre la multitud. Úrsula, ataviada con su impecable uniforme del Banco del Santo Hierro —un saco azul oscuro, falda larga, tacones bajos y medias color crema—, resalta entre la gente. El blanco puro de su camisa hace sobresalir el moño azul en su cuello y sus labios rojos y brillantes, enmarcan un rostro adornado con maquillaje meticuloso. En su mano derecha, lleva una cesta repleta de dulces de pan y azúcar coloreada, pegada a su pecho como un tesoro. Y en la izquierda, siempre la acompaña la más reciente de sus nietas, Alustar, una niña delgada y alta con cabellos cobrizos y ojos curiosos, siempre lista para indagar sobre los misterios más insólitos.
La tristeza se cernía sobre Úrsula mientras, bajo la tenue luz de las velas que apenas iluminaban Mano del Oso, relataba a Xana aquellos momentos que atesoraba: los paseos con la pequeña Alustar por el sendero de guijarros que serpenteaba hasta la estatua del Santo. Añoraba las preguntas infantiles de su nieta, su voz aguda y vivaz resonando entre los árboles: —¿Por qué nacimos aquí?—, —¿Quién nos hizo así?—, —¡Ah, mira abuela, una ardilla! ¿Por qué solo come bellotas?—, mientras saltaba de piedra en piedra, convirtiendo el camino en un juego.
A pesar de que las tradiciones dictaban que Úrsula debía pasar ese día con los accionistas de su Banco, cerrando las cuentas anuales en las oficinas centrales, confesó en un susurro que nunca soportó la compañía prolongada de personas como su tía Carul o su sobrino Atlastar. Prefería dejarlos solos, amargados y confundidos, intentando descifrar su contabilidad en uno de los despachos del banco, con sus paredes de madera blanca y butacas color humo. Además, era la única ocasión durante todo el ciclo de la iluminación, en que su hija Sunniva la visitaba desde Trinitaria, donde hace más de veinte años que se había mudado con su marido, Vicur Kurp.
—Un minuto, pero si estás emparentada con él, ¿por qué no le pides el dinero de vuelta?— preguntó Xana, su franqueza evidente en su expresión. Aunque sabía que esa opción probablemente significaría perder a Úrsula, y tal vez su promesa, se consolaba con la idea de que al menos podría regresar a su hogar, que tanto extrañaba.
—Un secreto, mi querida Xana, todos en Solara estamos emparentados de alguna manera—, confesó Úrsula, ofreciendo un sorbo de su bebida a Xana. El licor era fuerte, su aroma alcohólico palpable incluso antes de acercarlo a los labios. —Eso no significa que siquiera nos hablemos. Por ejemplo, soy prima tercera, o cuarta, de Aryund, y aún así, no sabes cuánto lo detesto—.
—Pero una cosa es ser pariente lejano, yo ni siquiera recuerdo a mis tías—abuelas—, dijo Xana, su voz cálida contrastando con la mueca de disgusto que le provocó el sabor del alcohol. —Y otra muy distinta es que esté casado con tu hija, que sus hijos sean tus nietos. Si estuviéramos tan emparentadas, yo no podría negarte nada, no me veo capaz de dañar a mi familia—.
—Esa es la gran diferencia entre los ricos y los pobres del reino—, sentenció Úrsula, tomando valor con un trago de su bebida. —Los pobres tienen límites, están dispuestos a ayudar, a amar. En cambio, entre los ricos, todo es farsa, risas con doble intención, puñaladas por la espalda. Créeme, hasta mi propia hija intentó traicionarme. La única razón por la que aún le hablo es porque adoro a Alustar, que a pesar de todo, Vicur la ha criado lejos de la corrupción de los ricos, y ella sigue siendo pura, como la niña que es—.
—Lo siento—, se disculpó Xana, abrazando a Úrsula. —Pensé que el dinero podía comprar amor, así como compra la vida—. Sus palabras, incisivas, golpearon el corazón de Úrsula, mientras continuaban recordando, junto a Xana, lo que más amaba de la noche de las Bendiciones.
—Mi parte favorita del día de las Bendiciones siempre fue al llegar a la cima del Cerro de las Plegarias— confesaba Úrsula con un dejo de dolor, mientras le pedía a Xana que le ordenara otra bebida al cantinero, igual a la que acababa de terminar. —No solo por la vista espectacular, que tienes que ver conmigo alguna vez, con las llamas rojas tiñendo el suelo y los resplandores tenues amarillos de nuestros ancestros despidiéndose del cielo, sino porque allí, a los pies del Santo, entre el pasto y esas florecillas violetas que solo crecen ahí y en el Cerro Celestial, me sentía como una familia más, regalando dulces entre la multitud reunida junto a Alustar—.
—Me dejas con dudas— admitió Xana, pidiendo un trago con menos alcohol. El sabor del licor de Úrsula aún le dejaba un recuerdo desagradable. —Pensé que amabas ser la directora de tu Banco. No imaginé que desearas ser solo una abuela más—.
—Es extraño, lo sé, pero más que ser una abuela cualquiera, es la sensación de ese instante lo que me encanta— explicó Úrsula, tomando entre sus dedos el vaso frío que el cantinero acababa de servir. Dudaba si seguir bebiendo, pues el alcohol ya empezaba a nublar su vista. —Sentir la alegría, cómo algo tan simple como un dulce puede iluminar tanto a niños como a adultos. Los rostros llenos de confianza, las carcajadas de Alustar jugando con otros niños, esos son los recuerdos que atesoro y que hoy extraño. Si no fuera por un secreto que, a estas alturas, dudo que exista, al menos tendría el consuelo de estar acompañada—.
—Estás acompañada— aseguró Xana, posando su mano rojiza y temblorosa sobre la de Úrsula, deteniéndola de seguir bebiendo. —Sé que no soy tu familia, pero quiero que sepas que estaré aquí para lo que necesites—.
Un beso rápido en la mejilla reconfortó a Úrsula, quien observó a Xana dedicarle una sonrisa con sus labios rojos. La duda sobre cómo podía ser Xana tan dulce, a pesar de las marcas que el pasado había dejado en su alma y cuerpo, crecía en su interior.
Úrsula esbozó una sonrisa. Incapaz de verbalizar su agradecimiento por la compañía de Xana, su gesto expresaba más que mil palabras. —Y, aparte de muchos dulces y juegos, ¿qué más te gustaba de la Misa de las Bendiciones?— inquirió Xana, mirando su copa con curiosidad, intentando adivinar su contenido.
Úrsula continuó narrando, con algunos sorbos adicionales de alcohol de por medio, cómo al día siguiente, en la Catedral del Trono Celestial, el Vicario reunía a los siete cardenales del Reino para ungirlos con agua bendita, deseándoles suerte al inicio del nuevo ciclo. Con cierto desdén, Úrsula comentó: —La única bendición que acepté de corazón fue la que me daba mi nieta al salir de la Catedral, mientras nos dirigíamos a las estancias de nuestro Banco—.
—¿Y, cómo es tu Banco? —preguntó Xana con una voz dulce y elevada—. He oído que es uno de tus refugios favoritos, pero aún no sé cómo es. ¿Acaso hay estatuas de dragón en la entrada? ¿O quizás armaduras que hablan?
La inocencia en la pregunta de Xana arrancó una risa silenciosa a Úrsula, quien en esos momentos veía en ella el reflejo de su nieta.
—No, realmente no entiendo por qué todos imaginan dragones en el Reino —respondió Úrsula, aún con una sonrisa en los labios—. Si vinieras de visita, te encontrarías con un lugar austero. Soy amante del orden, la limpieza y los tonos claros y definidos. Por eso, el Banco se compone de ventanales largos y prístinos, suelos de mármol cremoso y vestíbulos amplios y elevados de madera ocre o gris. Las decoraciones son escasas; nunca me han gustado las plantas, excepto por una pequeña de hojas ovaladas y alargadas con manchas amarillas que adorna el borde de mi escritorio.
—¿Fue un regalo de tu hija? —indagó Xana, buscando distraer a Úrsula de la melancolía que la empujaba hacia la bebida.
—No, fue Margret, mi brazo derecho en el Banco. A pesar de ser una cascarrabias cuya piel parece papel por el constante roce con él, ha sido una de mis más fieles aliadas a lo largo de los años —admitió Úrsula, dejando su copa a un lado y clavando su mirada en los ojos ambarinos de Xana—. Uno de mis recuerdos más preciados de la Misa de las Bendiciones, es cuando brindábamos con champagne junto a mis empleados en una mesa larga del vestíbulo, bajo la calma de nuestras puertas cerradas y el delicado eco de los violines.
—Imagino que a los accionistas no les hacía mucha gracia —comentó Xana.
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—¿Agradarles? Lo aborrecían —las carcajadas de Úrsula emergían con esfuerzo. Xana se regocijaba al verla animarse—. Recuerdo que Carul, siempre tan impecable, rechazó de tal manera a un Jinete Negro que le ofrecía rosas, que en su apresurada retirada acabó cubierta de cócteles por accidente.
Xana se unió a la risa de Úrsula al oír el desenlace de la anécdota.
—Siempre me burlaba de ella cada vez que se enfundaba en aquel horrendo atuendo de lana rosa.
—Jajaja, parece que el cielo tiene sus maneras de impartir justicia.
—El Santo siempre proveerá y nos guiará, incluso en las menores retribuciones —afirmó Úrsula, mostrando una pequeña cruz de madera entre sus collares—. Sé que puede ser difícil creer en el Santo después de lo que te hicieron los Harrund, pero estoy convencida de que el Altísimo tiene un propósito para todo, para las personas que pone o retira de nuestro camino.
—¿Como el Kam? —sugirió Xana, percibiendo la incertidumbre en la mirada de Úrsula. Con el agua de sus vasos, trazó en la barra desgastada el símbolo heredado de generación en generación, que finalmente había llegado a ella de niña: dos peces persiguiéndose en un círculo eterno.
—Parecen condenados a ese juego perpetuo —observó Úrsula, siguiendo con su dedo el contorno circular de los peces.
—El Kam es más que nuestras acciones; es la intención detrás de ellas y si nos conducen por un buen o mal camino. Las enseñanzas de Hart—zú nos dicen que todo está interconectado, que un solo error afecta a todos, así como cualquier acto de bondad que realicemos —explicó Xana, su voz temblorosa por la emoción de compartir su fe—. A veces el efecto es inmediato, como con Carul, y otras veces, se manifiesta tras generaciones.
Úrsula meditó si, en vez de que el Santo hubiera retirado su favor del Banco, podría ser el Kam, fruto de las malas acciones de sus ancestros, lo que la había conducido a su situación actual. Aunque dolida, sabía que no podía alterar el pasado y que, incluso si pudiera, no lo haría. Estaba cautivada por todo lo que esa joven esbelta, con trenzas desaliñadas, podía enseñarle sobre el mundo.
Úrsula se dio cuenta de que, para sacar a su Banco del estancamiento y al Reino del Santo de la complacencia que lo había sumido en la decadencia, era esencial dejar de considerarse únicos y verse como parte de algo mayor. Sin embargo, dudaba que el Vicario, o incluso su propia tía o abuela, estuvieran dispuestos a escuchar las ideas de Jitian para cerrar ese círculo.
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Los ojos de Úrsula, rebosantes de inquietud y curiosidad, anhelaban seguir descubriendo más del mundo de Xana. La joven, por su parte, estaba ansiosa por compartir todo su conocimiento con Úrsula. Pero la realidad era que el cuerpo de Úrsula ya no era joven, y siempre había tolerado mal el alcohol. A pesar de su esfuerzo por mantenerse despierta, motivada por el respeto e interés que Xana le inspiraba, pronto cayó en un sueño profundo, su rostro encontrando paz sobre la barra del bar por primera vez en mucho tiempo, un cambio que Xana notó casi de inmediato.
Xana dudaba si despertar a Úrsula para abandonar Mano del Oso era prudente. Al menos allí, por un maravedí, el cantinero les ofrecía protección en caso de que la situación se volviera violenta. En las calles, con la visibilidad menguante bajo el cielo crepuscular, acechaban peligros para ambas mientras buscaban una posada. Así que Xana decidió quedarse, contemplando el fondo de la cantina, su reflejo distorsionado en el vidrio sucio que cubría la pared llena de botellas.
—¿Le ofrezco algo más, señora? —preguntó el cantinero, acercándose a Xana. El poco alcohol que había compartido con Úrsula ya empezaba a afectar su estómago.
—No, gracias. Solo, por favor, asegúrese de que estemos seguras mientras mi compañera despierta —respondió ella, deslizando discretamente el maravedí hacia el cantinero para que los demás no lo notaran.
Un leve asentimiento selló el acuerdo. —Y, si no es molestia, tráigame una jarra de agua. Aún siento el ardor de la bebida en la garganta —añadió.
Xana no sabía si habían pasado horas o solo minutos desde que Úrsula se sumió en el sueño y ella comenzó a beber agua fría. Se preguntaba por qué no podía rendirse al sueño también, cuando recordó, entre otras cosas, el riesgo latente de ser robadas si ambas dormían, y la misión de Úrsula. Pensó que, dada la hora del atardecer, el extraño sujeto que esperaban ya no aparecería. Esa era su creencia hasta que vio, reflejado en el vidrio de la cantina, el destello de un anillo de oro: su portador, envuelto en una larga capa de piel de oso negro.
Aunque Úrsula no había sido explícita en la descripción del individuo que buscaban, Xana intuyó, por el porte narcisista y las joyas y abrigos ostentosos, que debía ser Iranís Aryund. Trató de disimular lo mejor posible, observando a través del reflejo del espejo dónde se sentaba la enigmática figura. Para su desdén, se ubicó en las sombras del bar, fuera del alcance de la vista desde la barra. Una segunda figura, ataviada en una armadura negra con la imagen de una torre grabada en el pecho, llevaba un largo mandoble en su cinturón oscuro. La presencia siniestra parecía seguir a Aryund como una sombra asesina.
Otros cuchillos, más pequeños, brillaban con la luz tenue de las velas de Mano del Oso, colgando del cinturón del guardia desconocido. Las posibilidades de acercarse a Aryund y descubrir sus secretos se reducían para Xana.
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Iranís Aryund debía reconocer que le repugnaba la idea de cruzar frecuentemente el Mar Lóbrego para visitar un lugar que consideraba tan atrasado y carente de interés, habitado por seres cuyo aspecto denotaba su barbarie. No obstante, la posibilidad de descubrir el secreto de Sardú, señor de Ixqidar, lo mantenía expectante y ansioso por escuchar a la desaliñada figura que tenía delante en Mano del Oso.
—Aryund, amor, sé que deseas oír de mí el secreto de Sardú —dijo la figura con voz débil y afectuosa. A Aryund le irritaba sobremanera que aquel ser de piel amarillenta y cabello graso le llamara amor, como si realmente existiera tal unión entre ellos. Sin embargo, era necesario mantener las apariencias para que su plan funcionara.
—Por favor, querida, dime que tienes algo de valor para mí —respondió él, con una ansiedad que intentaba ocultar bajo un tono amable. Incluso se atrevió a posar su mano sobre la de ella, fingiendo confianza.
—No, amor, no he hallado nada. De hecho, tengo noticias terribles, por eso te pedí que vinieras —confesó ella, intentando contener los sollozos. Xana, que había escuchado el llanto, se alejó discretamente de la barra donde Úrsula dormía y se acercó a una mesa junto a Aryund. Aunque no pudo situarse tan cerca como hubiera querido debido al bullicio de Mano del Oso, logró escuchar los susurros de la conversación.
—¿Qué quieres decir? —la voz de Aryund revelaba una preocupación genuina, no por el bienestar de las dos mujeres involucradas en su juego, sino por el miedo a que su plan hubiera sido descubierto.
—Un hombre armado, como los que suelen acompañarte, llegó recientemente al harem de Sardú y se llevó a nuestra hija sin que los guardias intervinieran —las lágrimas inundaron las mejillas de la afligida madre, impidiéndole continuar.
La ira se apoderó de Iranís Aryund: —¡Cómo es posible, estúpida, que perdieras a esa niña! ¡Te dije que tu única tarea era mantenerla a salvo y llevarla a la cama de Sardú! ¿Acaso no entiendes algo tan simple? —. Su intento de pasar desapercibido se desvaneció con los gritos que lanzó contra la mujer llorosa.
Lo que siguió definió a Aryund en la mente de Xana y le permitió comprender, al menos en parte, el desprecio que Úrsula sentía por él: Iranís extrajo de su cinturón un pequeño látigo con púas y golpeó sin piedad a la mujer desconsolada, hasta que la sangre manó de su rostro y pecho. La mujer no se defendió; Xana conocía bien la sensación de impotencia, el miedo paralizante y la esperanza de que no responder a la violencia podría poner fin al sufrimiento más rápidamente.
Aunque los presentes miraron a Aryund con odio, nadie se atrevió a decir nada ni a intervenir. Xana recordó que esa era la reacción común ante la violencia en el Imperio Celestial: la normalizaban, como si fuera tan natural como la lluvia o el sol, especialmente cuando estaba dirigida hacia un esclavo.
—Al menos dime, bestia inmunda, que sabes quien se llevó a ese escoldo que llamamos hija— pronunció Iranís, con odio y lentitud en sus palabras. Parecía que el miedo, a que su plan haya sido descubierto, le dificultaba el pensamiento y el habla
—Sólo vi, tres lanzas en triángulo grabadas en la armadura roja de ese hombre— dijo ella, con pesadumbre. Esperaba un trato más amable y esperanzador, al menos un simple deseo de volver a ver, a la niña que ambos engendraron, y que el, probablemente en mentiras, había proclamado como la niña más hermosa del mundo.
Iranís Aryund retrocedió, impactado por el significado de esas palabras. No solo su secreto había sido revelado, sino que ahora estaba en manos de Herga Harrund, su peor enemiga. Un temblor se apoderó de su mano derecha; no era el miedo al Vicario lo que lo consumía, sino el chantaje eterno y el terror que lo perseguiría por el resto de su vida si Herga utilizaba esa información contra él en Solara. Vio cómo su ambición de gobernar Solara y el mundo se desvanecía en la oscuridad.
—Amor, por favor, dime que recuperarás a nuestra hija —suplicó ella, arrodillándose ante Aryund. Esperaba que su humillación y súplica descarada conmovieran, aunque fuera por un instante, el corazón de aquel hombre y le hicieran ver que estaba sacrificando a su propia sangre.
—Este es el último error que puedo perdonarte, miserable escoria —respondió él, con la frialdad y el cálculo que lo caracterizaban. Extrajo de su cinturón negro un bastón de metal lacado, cuyo brillo competía con las velas del lugar. Uno de sus extremos, adornado con un mango de oro en forma de águila invicta, contrastaba con el otro extremo, oscuro y amenazador, apuntando hacia el rostro de la mujer.
Xana, por experiencias pasadas, anticipó lo que sucedería. Un chorro de esquirlas de hierro incandescentes atravesó el rostro de la madre suplicante, que buscaba la ayuda del padre de su hija para salvarla de un secuestro. La sangre se esparció por el suelo de Mano del Oso, manchando los pies de Aryund y de varios espectadores. Las heridas en el rostro de la mujer dejaban al descubierto su carne, mutilada por el disparo directo. Iranís, con su egocentrismo habitual, se levantó con gestos de repulsión al ver que la sangre había manchado sus zapatos pulidos.
Se acercó a la barra con una bolsa de oro en la mano. El sonido distintivo del oro al chocar contra objetos resonó en Mano del Oso cuando Aryund arrojó la bolsa al rostro del cantinero, ordenándole: —Limpia este desastre. Odio cuando las cosas salen tan mal.
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El ambiente en Mano del Oso se tornó sombrío ante la escena de destrucción. Aunque Xana observó algunos gestos torpes de venganza, como jóvenes que simulaban estrangular a Aryund, el miedo los paralizaba, manteniéndolos en sus lugares. Muchos se marcharon casi de inmediato, temiendo ser las próximas víctimas de la ira de ese hombre.
Xana debía decidir qué hacer. No podía huir como los demás; no dejaría a Úrsula sola con esa bestia, ni se arriesgaría a despertarla y que, en su confusión, diera un paso en falso que alertara a Aryund. Recordó, con un dolor que deseaba borrar de su alma, una conversación pasada:
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—Espero que comprendas, sucio animal, que a los hombres no les agrada que les hables —la voz de su ama era severa, una mujer de cabello rizado y vestidos de seda clara—. No buscan conversación con iguales, mucho menos con seres inferiores como tú.
El dolor penetraba profundamente en el alma de la pequeña Xana. Estaba exhausta de oír constantemente: —Eres un animal, estúpida, lenta, inútil. No eres más que una bestia de carga—. Su espíritu, abatido, comenzaba a aceptar esas palabras como verdades.
—Somos especiales, somos las elegidas de nuestra familia —intentaba convencerse a sí misma, aunque sin éxito. A pesar de su corto tiempo al servicio de esa ama cruel, la multitud de golpes recibidos había sido suficiente para quebrantar su voluntad y hacerle creer en esas mentiras.
—Tú lo único que debes hacer, es ser un receptáculo de sus deseos. Recibe todo lo que ellos quieran tirarte, sin importar lo que sea, con una sonrisa en la boca —continuó la madame, manipulando una fusta entre sus dedos—. Lo cierto es, que todos, por más inteligentes o astutos que se digan, satisfechos hablan. Disertan, de hecho. Y tu, debes escuchar lo que digan, grabártelo en tu cabeza hueca, y repetírmelo cuando terminen.
Un sonido agudo y severo cortó el aire. La marca perfecta de la fusta se imprimió cerca de la vulva de Xana, doblándola de dolor —Espero que ahora entiendas tu único lugar en el mundo, despreciable criatura.
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Recordar aquel pasado no era nada agradable para Xana. Menos aún saber que, por una última noche, tendría que poner en práctica lo aprendido con aquella madame, no solo para mantenerse a salvo ella y Úrsula, sino también para obtener información crucial que pudiera llevar a la caída de Aryund. Aunque no lo conocía personalmente, ya lo despreciaba lo suficiente como para desear su derrota por sus propios medios, sin la influencia de las historias de Úrsula.
—Puedo intentar alegrarle el día, distinguido caballero —dijo Xana con la voz más dulce que pudo, acercándose a Iranís Aryund. La sorpresa en su rostro indicaba que no esperaba tal interacción.
—¿A qué te refieres? —preguntó él, con seriedad—. No me interesan las charlatanas que leen el futuro ni las promesas vacías sobre recuperar a esa niña. Eso es lo de menos —afirmó con énfasis. Sin embargo, el tono de su voz reveló a Xana que debía descubrir la identidad de esa niña, que parecía infundir tanto temor en un hombre como Aryund.
—No soy de esas mujeres. De hecho, casi no me gusta hablar, prefiero, que sepan lo que hago físicamente— contestó Xana, bajándose la túnica de uno de sus hombros, más que sensual, en plena provocación. Su seno alcanzaba a ser visible al rabillo de Aryund
Cuando la mano de Aryund, impestuosa, tomó el seno de Xana, tratando de devorarlo, supo ella, con toda la desolación del mundo, que la madame siempre había guardado razón. Por más temible que se viera el hombre, siempre sucumbía ante algo tan vanal.
—Dos maravedíes, servicio completo— sentenciaba Xana, tratando de convencer a Aryund que solo era una prostituta cualquiera. Tomó, aprovechando la cercanía, el miembro de Aryund entre sus manos, tocando con la yema de sus dedos, su punta peluda y callosa. Sintió, como una corona de triunfo cerniéndose sobre ella, un pequeño estremecimiento de placer en Aryund, mientras su miembro se contraía varias veces sin control: sabía que no se negaría a estar con ella, a contarle lo que sabía.
—Hasta un escudo, hecho— firmaba Aryund, quién, sin mayores pausas, tomó impestuosamente a Xana entre sus brazos, arrebatándole su túnica en un hábil movimiento de manos. Se dirigió a las habitaciones de invitados de Mano del Oso, con una desprovista Xana acompañándolo.
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Úrsula despertó, desconcertada. Se encontraba cubierta por una manta, la misma manta gris que había capturado la ilusión de Xana esa mañana en el mercado, y que había adquirido a pesar de las dudas de Úrsula. Dudaba que en un lugar tan cálido como Ixqidar, la temperatura pudiera descender lo suficiente como para justificar el uso de abrigos. Pero estaba equivocada. Al intentar deshacerse de la manta, un viento frío la golpeó, intentando calar hasta sus huesos.
—Xana, creo que tenías razón esta mañana, aquí en las montañas puede hacer un frío atroz —comentó Úrsula, esperando no despertar a Xana. Imaginaba que, al igual que ella, su compañera había caído dormida sobre la barra.
Sin embargo, la sorpresa de Úrsula fue mayúscula al descubrir que Xana no estaba por ningún lado. Temió que la hubiera abandonado, especialmente cuando ella llevaba todo su oro. —No, sabemos que Xana no haría algo así. Es muy dulce, como una niña pequeña, su bondad no le permitiría traicionarnos —reflexionó, mientras observaba, a unas butacas de distancia, la túnica blanca que solía cubrir a Xana tirada en el suelo.
Úrsula temió lo peor, incluso después de notar que la bolsa de oro seguía oculta bajo la túnica. —¿Habrán secuestrado a Xana? ¿Intentó defenderme y la mataron? —Una idea aterradora se formó en su mente, quedándose en ésta, helando sus huesos cuando cayó en cuenta, que donde quiera que estuviera, Xana estaba desnuda debajo de su túnica —Violación—, exclamó su consciencia. No podía describir, mucho menos imaginar, que tenían que pensar aquellos hombres tan bajos, que solo podían obtener satisfacción forzando a alguien más. En especial, como alguien tan podrido como para atreverse a eso, podría hacer con Xana.
La angustia se apoderó de Úrsula, y el remordimiento comenzó a carcomerla por dentro: —Fue mi culpa, por quedarme dormida —se reprochó—. Podríamos haber ayudado si hubiéramos estado despiertas. Aunque en el fondo sabía que, a pesar de ser calculadora y diestra con las finanzas, carecía de habilidades físicas para enfrentarse a alguien en combate.
Una mano fría de metal se posó sobre su hombro. Úrsula reconocería ese metal negro y brillante en cualquier parte del mundo: era el hierro de Autorium, cuya extracción costaba tantas vidas de mineros y que, por su alto precio y durabilidad, se utilizaba exclusivamente para las armaduras de los Jinetes Negros de su Banco.
—Así que Carul te envió para acabar conmigo —dijo Úrsula, resignada a su destino—. Si ella quería silenciarme, podría haberlo dicho y nos ahorrábamos este problema. Pero antes de que me mates, responde, ¿por qué hacerle daño a Xana?
La desolación era palpable en Úrsula, quien apretaba la túnica blanca de Xana entre sus manos, lamentando su ausencia. El Jinete Negro respondió con la voz más neutra posible:
—No he venido a matarla, señora. De hecho, estoy aquí por órdenes de Margret. Le preocupa no solo su desaparición, sino también que sus parientes intenten apoderarse abruptamente de su Banco y eliminar su influencia.
El Jinete Negro se sentó en la butaca junto a Úrsula, y con un gesto, pidió una bebida al cantinero. Este, confundido, le pasó una botella de cerveza de jengibre, esperando satisfacer al inusual cliente.
Úrsula reconoció, más allá de las palabras, la voz del Jinete Negro. —Sí, es él —confirmó para sí misma, recordando el día en que Margret le presentó a su sobrino, Aegar, recién nombrado soldado comendador de los Jinetes Negros.
—Aegar, es un placer escucharte —dijo Úrsula con una calma forzada—. ¿Cómo has dado con mi paradero?
—Magret escuchó, por casualidad, una conversación oscura entre su tía Carul e Iranís Aryund en el Salón Azul —confesó Aegar—. Aunque no entendió mucho por el contexto, supo que Aryund planeaba venir aquí, a Ixqidar, para encargarse personalmente de un secreto suyo y de la molesta sombra que representa, señora.
Aegar tomó un sorbo de su bebida, levantando la visera de su casco. Úrsula pudo ver las facciones endurecidas por los años en el rostro que recordaba como el de un muchacho flaco y enfermizo, marcado por cicatrices de varicela que había sobrevivido gracias al Santo.
—No puede ser —respondió Úrsula, con un dolor que le llegaba al alma. Aunque ya había sido traicionada por su familia, no esperaba que Carul y los demás accionistas se rebajaran tanto como para venderla al mejor postor a cambio de poder. En ese momento, cualquier respeto que Úrsula tuviera por esas personas desapareció: eran escoria que eliminaría de su Banco al regresar a Solara.
—Tristemente sí, señora —continuó Aegar, bebiendo de nuevo—. Así que mi tía no encontró mejor plan que sugerir que yo escoltara a Aryund, cuando Carul preguntó ante los demás empleados del Banco quién sería lo suficientemente confiable como para proteger a un emisario especial del Banco en tierras extranjeras. Terminé protegiendo a esa escoria, pero al mismo tiempo, intentando descubrir qué esconde.
—¿Has tenido éxito? —preguntó Úrsula, con firmeza. Una duda surgió en su corazón, impulsándola a preguntar de nuevo antes de recibir respuesta—. ¿Margret está segura y a salvo?
—En cuanto a la primera pregunta, no, apenas iba a obtener algo de información cuando Aryund mató a la mujer con la que hablaba aquí en Mano del Oso —relató él, señalando hacia el fondo de la cantina donde el cadáver aún yacía marcado por las esquirlas de un bastón escupefuego. Úrsula ocultó el horror que le provocaba esa escena—. Y en cuanto a su segunda pregunta, sí, mi tía está bien y a salvo. Los accionistas la necesitan para desentrañar los secretos de su administración, así que la tratan como a una reina.
Úrsula recordó lo astuta que era Margret y el profundo desprecio que sentía por los demás Vor del Leyen, especialmente por Carul. Se imaginó a Margret disfrutando mientras veía sufrir a Carul, incapaz de descifrar ni un balance general.
—Entonces debe estar disfrutando mucho —la voz de Úrsula recuperó algo de su jovialidad—. Oye, por cierto, ¿has visto a Xana?
La incertidumbre se apoderó de Aegar, quien no conocía a nadie con ese nombre. Sin embargo, recordó a la joven de piel rojiza que había visto cerca de Úrsula, protegiéndola momentos antes.
—¿Una chica de piel rojiza, cierto? —preguntó Aegar. Al ver la afirmación de Úrsula, supo que debía contarle lo sucedido anteriormente—. Pues, déjeme decirle primero, señora, que Xana es bastante inteligente —Aegar tomó un trago profundo de su bebida, terminándola, buscando valor para continuar—. Y valiente. Con un par de movimientos astutos, tenía a Aryund completamente en sus manos.
—¿Qué hizo Xana? —preguntó Úrsula, con una mezcla de ansiedad e incertidumbre.
—Lo llevó a la cama, donde podría sacarle todo lo que quisiera —respondió Aegar, confirmando las sospechas de Úrsula. El terror se apoderó de ella, reflejado en su rostro y sus manos temblorosas, al imaginar las atrocidades que Aryund podría cometer con una joven tan aparentemente frágil como Xana.
—No se preocupe, señora, todo estará bien —intentó Aegar consolar a Úrsula, aunque sus manos aún temblaban—. No conocía las intenciones completas de la chica, pero desde que la vi cubrirla con la manta supe que estaba de su lado, así que no dudé en ayudarla. Le pasé discretamente unas pastillas de adormidera. Sería muy fácil para ella dormir a Aryund después de que terminara de hablar.
—¿Y ya las usó? ¿Me aseguras que es todo lo que sabes de mi Xana? —La desesperación se apoderaba de Úrsula mientras agarraba las solapas de la armadura de Aegar, buscando una confesión completa.
—Sí, señora, tuvo éxito. De hecho, se está bañando arriba, en las habitaciones de los huéspedes. No creo que tarde en bajar —Una pequeña sonrisa iluminó el rostro de Aegar, reflejando su alegría por el éxito de Xana, y Úrsula también se permitió sentir un atisbo de alivio.
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Úrsula no tenía dudas de que solo alguien tan maravilloso como el Santo podría haber puesto en su camino a una joven tan dulce y valiente como Xana. La alegría de saberla a salvo y la posibilidad de vencer a Aryund con la información que Xana había obtenido eran un consuelo para su alma. Ansiaba regresar a Solara para recuperar el Banco del Santo Hierro y recompensar a Xana por todo. En lo más profundo de su ser, esperaba que, al final, pudiera ganarse al menos la amistad sincera de Xana, quien ya tanto había hecho por ella, sin pedir nada a cambio.
Poco después, Xana apareció en la barra, justo cuando Aegar y Úrsula compartían un par de cervezas. El cantinero, aunque no entendía una palabra de lo que sucedía, se alegraba de que los únicos clientes que le quedaban después del alboroto causado por Aryund siguieran bebiendo con tanto entusiasmo. Xana, sin preocuparse por su desnudez ni por las marcas de látigo secas que adornaban su cuerpo, se mostraba por primera vez feliz y segura de sí misma.
Úrsula observó, más allá de la sonrisa de Xana, las marcas rojizas recientes en su espalda baja. No había duda de que Aryund, en su crueldad, había lastimado a Xana para poder excitarse. Las lágrimas de Úrsula fluían, culpándose por el dolor de Xana, por haber fallado en su promesa de protegerla.
—¿Qué te aflige, Úrsula? —preguntó Xana, tocando con delicadeza las mejillas de Úrsula—. Creí que te alegraría saber que tuve éxito.
—Lo siento —dijo Úrsula, con voz entrecortada—. No cumplí mi promesa de evitarte más dolor.
—No te preocupes, he soportado peores cosas. Parecía que lo hacía sin convicción —respondió Xana, intentando consolar a Úrsula, quien aún estaba sumida en la tristeza.
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Úrsula, evitando mirar directamente a los ojos amarillos de Xana—. Sé que te dolió, que fue tortuoso, porque las marcas abrieron tu piel. No deberías haber pasado por eso, especialmente no por alguien como yo, a quien apenas conoces.
—Te conozco más de lo que crees —aseguró Xana con voz suave—. Sé que diriges el Banco del Santo Hierro, que amas los dulces de pan, que eres una abuela amorosa y que, bajo tu fachada de eficiencia, hay un corazón bondadoso que anhela cambiar el mundo.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —preguntó Úrsula, con la voz quebrada, aún evitando la mirada de Xana—. A veces dudo si soy diferente a los Harrund o los Aryund que actúan en las sombras.
Xana se estremeció al escuchar el apellido Harrund, pero se mantuvo firme—. Los Aryund y los Harrund tienen un destino oscuro según el Kam, el peor designio conforme todo lo que creo: están tan corrompidos que morirán sin poder reencarnar, sin la posibilidad de seguir evolucionando su alma. Su esencia es tan tóxica que es mejor desintegrarla para crear nueva vida. Tú no eres como ellos —afirmó Xana, secando las lágrimas de Úrsula—. Me mostraste algo valioso: fuiste la primera persona que me vio por lo que soy y me trató como tal. Eso es lo que realmente importa.
Úrsula finalmente levantó la mirada hacia Xana, sin palabras. —Los golpes, los látigos, el desprecio, el silencio... son armas que pueden destruir el alma de una niña. Pero ahora sé que valgo algo, gracias a lo que viste en mí —continuó Xana con una convicción nueva para Úrsula.
—Solo hice lo correcto —murmuró Úrsula—. Contigo vi que Jitian era justo y que la emancipación es necesaria. Nunca podré agradecerte suficiente por todo lo que has hecho por mí, pequeña niña rojiza de los zú.
—Para mí no fue nada —dijo Xana, sentándose entre el Jinete Negro y Úrsula—. Aunque no entendí todo lo que Aryund dijo, estoy segura de que con lo que sabes, será información valiosa —añadió, pidiendo al cantinero en suave celestial otra ronda de bebidas.
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