Áncasar, era aquel rincón del mundo donde Angélica había vivido, pero que apenas conocía. Más allá de las puertas de su hogar, con sus olores a vainilla que asfixiaban y las sábanas de satín negro que adornaban su cama —herencia de un padre obsesionado con que ella vistiera vestidos blancos y transparentes—, poco sabía del pueblo que la vio nacer. Solo recordaba los pasillos fríos y lluviosos del Ministerio de la Prudencia, donde acompañaba a su madre en silencio, y las aulas altas de piedra café del Ministerio de la Castidad, donde aprendió sobre el Santo y el mundo.
Estas memorias fragmentadas de Áncasar se hicieron patentes al compartir sus dudas con Shenkai, sobre si en verdad ese era el cementerio de Áncasar, y no de otro pueblo. Ello dejó con serias dudas a Shenkai, sobre si ella realmente conocía el sitio de donde decía que venía, mientras acababan de buscar la tumba esquiva de Amairani:
—Angélica, ¿segura que eres de aquí? —la incertidumbre de Shenkai era palpable mientras se levantaba del prado de geranios.
Ella, aún adormilada por la siesta, respondió sin moverse: —Nací aquí, en Áncasar.
—Entonces sabrías que hay dos cementerios —Shenkai señaló hacia el norte—. El de las ánimas para los elegidos del Santo, y el de las sombras, para la gente común, como yo.
Angélica, con dudas y desasosiego, rechazó la mano que Shenkai le ofrecía para levantarse:
—¿Dos cementerios? Siempre creí que todos terminábamos igual en la muerte.
—Eso es solo para los privilegiados, como las blancas como tú —intervino Khazuo con molestia—. La desigualdad del mundo no nos perdona ni en la muerte.
—Llámame estúpida e infantil, pero pensé que al menos en la muerte todos acabábamos en el mismo lugar —susurró Angélica, sentándose sobre los geranios.
—Me temo que no —Shenkai habló con un tono sombrío—. En el cementerio de las sombras, si no pagas, te descartan. Así de simple.
La certeza en las palabras de Shenkai dejó a Angélica sin dudas sobre su conocimiento. La pregunta que quedaba era palpable: ¿cómo es que Shenkai sabía tanto? Al darse cuenta de que, si quería continuar junto a él en ese extraño viaje de la vida, necesitaba conocerlo mejor.
—Lamento mucho escuchar eso —dijo Angélica, sus ojos celestes nublados por la emoción, consciente que solo desde la pérdida es que Shenkai podría saber eso—. Nunca he perdido a alguien verdaderamente importante, pero imagino lo difícil que debe ser.
Su mano buscó el hombro de Shenkai en un gesto de consuelo. Él, dejando caer una lágrima, se resistió a mostrar más vulnerabilidad.
—Gracias— fue todo lo que dijo, intentando desviar la conversación—. ¿Cómo llegaste al cementerio de las sombras, en primer lugar?
Angélica tardó en levantarse, y el silencio que se extendió entre ellos era un telón para los pensamientos de Shenkai. La posibilidad de que Angélica, aún envuelta en misterio, no estuviera lista para abrirse a alguien como él, lo inquietaba. Los temores de ser utilizado o traicionado se reflejaban en su rostro, una imagen que Angélica no podía ignorar.
—Es una historia larga, un camino sinuoso tras escapar de un sanatorio, y dos camisas púrpuras del Ministerio de la Virtud —respondió Angélica, con un eco de tristeza en su voz—. Pero dime, Shenkai, veo algo en tu rostro, algo que te perturba aún.
—No es nada, estoy bien— mintió él, aunque su tono delataba lo contrario. Angélica sabía que no era momento de presionarlo, necesitaba su ayuda para llegar al otro cementerio, así que dejó el tema en paz.
—¿El Ministerio te persiguió? Pensé que solo se ensañaban con los de abajo—, preguntó el, tratando de cambiar de tema.
—Atacan a cualquiera que les estorbe— confesó Angélica, con una sombra de duda cruzando su mirada—. Cualquier desvío de las reglas del Santo es suficiente para provocar su ira.
Para Shenkai, el simple hecho de que ella compartiera sus penurias era suficiente, así que no quizo seguir preguntando sobre el pasado de la chica. —El nombre que buscamos, ¿estás segura que es el correcto?—, inquirió, tratando al menos, de darle un sentido a la de momento, nueva e infructuosa búsqueda.
—Si, estoy convencida que así se llamaba mi amiga, bueno, así se llama, eso es lo que quiero confirmar, si aún está con vida —Angélica habló con una calma que contrastaba con la intensidad de sus palabras—. Puede sonar increíble, pero hay mucho de mi vida que no recuerdo. La golpiza fue severa, y espero que lo poco que sé me ayude a recuperarme.
—Pues, espero que puedas mejorarte— dijo Shenkai, intentando un abrazo que no llegó a completarse. Atraído por la creciente familiaridad con Angélica, buscaba la cercanía de alguien que le ofreciera amor. Angélica, por su parte, aún luchaba con la desconfianza hacia los hombres en su vida.
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El camino fuera del cementerio era largo y lleno de baches, haciendo su marcha aún más ardua. El silencio entre ellos, desde el intento de acercamiento de Shenkai, solo acentuaba la dificultad del trayecto. Pero Angélica sentía que estaban cerca de algo civilizado al ver una luz blanca brillante a lo lejos, iluminando un peñasco visible desde el camino.
—Esa es Áncasar, la ciudad principal— explicó Shenkai, su voz ronca por el cansancio—. Debemos cruzarla entera para llegar al cementerio de las sombras.
—¿La ciudad principal?— Angélica miró con expectación.
—Sí, la ciudad principal. Áncasar está compuesta por varios bloques de ciudades y casas alrededor de Dolores y la Expiación, los dos riscos que nos sostienen— continuó él, dudando de la memoria de Angélica —¿De verdad no recuerdas nada?.
—Nada —Angélica exhaló un suspiro de desolación—. Estoy segura de que recordaría algo tan distintivo como mi hogar situado sobre un risco.
La curiosidad aún la consumía, su sentido de la orientación siempre había sido difuso. —Dime, Shenkai, si venimos del mercado hacia el cementerio, ¿cómo es que no vimos el risco de ida?.
Las dudas de Shenkai se disiparon con la inocencia en la voz de Angélica. Estaba convencido de que ella realmente no era capaz de recordar. —El mercado está al sur, cerca del cementerio, en una planicie. Es el hogar de granjeros y ganaderos como yo. Los abnegados y los blancos solo aparecen el séptimo click para abastecerse.
Angélica comenzaba a comprender que la discriminación iba más allá de la crítica a la forma del cuerpo o el color de la piel; como ella lo había vivido, era también un distanciamiento cruel y un agrupamiento forzado. No podía entender cómo alguien podía justificar tales prejuicios.
—¿Viven todos ahí, amontonados, sin poder alejarse o acercarse más a la ciudad? —preguntó, sus ojos reflejando una tristeza profunda.
—Así es —confirmó Shenkai con pesar—. Aquellos que se aventuran tan lejos como yo, suelen ser asesinados por los apóstoles en la entrada de la ciudad.
—Entonces, ¿por qué no temes acompañarme? —Angélica colocó su mano sobre la de Shenkai, buscando consolar cualquier miedo que él pudiera compartir. —No será posible que aquí maten por algo así— preguntaba una voz clara y delicada en su interior, su consciencia.
Una voz interna le respondió con claridad y firmeza, —Claro que si, no seamos estúpidas. Si a nosotras casi nos matan por defenderlos, ¿crees que a él no lo matarían por menos?— recordándole los peligros que había enfrentado antes por defenderse.
—Estando contigo, estoy a salvo —dijo Shenkai con resignación—. En el peor de los casos, pensarán que soy tu esclavo o tu sirviente. Pero no me molestarán si creen que estoy al servicio de un blanco.
Las palabras resonaron en Angélica, despertando una congoja que la tristeza no podía describir. ¿Cómo podía la gente asumir tan fácilmente que ella debía dominar a Shenkai, solo por sus diferencias visibles? La idea de que nadie respetaba a Shenkai por su valor como persona, sino como un objeto al servicio de un blanco, la llenaba de consternación. Angélica se prometió a sí misma nunca tratar a alguien como una mera bestia, respetada solo por su lealtad a un dueño.
Un vestigio de aquel líquido viscoso de días atrás intentó emerger. Angélica lo contuvo, aunque sin éxito completo, derramando unas gotas sobre las rocas del camino.
—¿Te sientes mal? —preguntó Shenkai, ofreciendo su brazo en apoyo.
—Estoy bien, solo son las dudas que revuelven mi estómago —confesó ella, apoyándose en un árbol para recuperar fuerzas.
—¿No confías en mí? —la incertidumbre de Shenkai era evidente.
—No es eso —Angélica se apresuró a aclarar—. Solo fue que lla idea de ser vistos como objetos me repugno tanto que pensé que el vómito sería más profuso. Me revuelve el estómago pensar que eso pueda ser verdad, y no quería ensuciarte con ella.
—Lamentablemente, es la realidad, y pronto la verás con tus propios ojos —dijo él con severidad—. Estamos cerca de la entrada a Áncasar; debes estar preparada y seria.
Angélica asintió levemente, asegurándole a Shenkai que estaba lista para enfrentar lo que venía.
La entrada a Áncasar sorprendió a Angélica. Rodeada por altos muros de piedra, recordaba los días en el Instituto de la Castidad, las sombras de sus antiguos compañeros, y las cruces blancas de los abnegados que les enseñaban. Recordó el día lluvioso cuando le prohibieron hablar con Amairani.
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—Dejarás de hablar con Amairani, ¿entendido? —la voz áspera del abnegado infundía miedo.
—Pueden decir lo que quieran, pero yo confío en ella —respondió Angélica, desafiante.
—Insolente mocosa —el abnegado estaba furioso—. Si fueras alguien más, por menos ya te habría roto ese hocico altanero que tienes. No entiendo aún como gente tan valiosa en el Reino pueda interesarles el destino de alguien como tú.
Angélica pensó en Amairani, temiendo que el abnegado se desquitara con ella.
—No sé de qué hablas, si mi abuela no nos quiere —gritó Angélica, desafiante, dejando claro al abnegado que estaba dispuesta a recibir cualquier golpe en lugar de su amiga—. No permitiré que te lleves a Amairani, conozco bien lo que hacen esos hombres de púrpura con los inocentes.
Angélica abrazó a Amairani, sintiendo la calidez de sus ojos grises y el temblor de miedo que recorría su cuerpo. Una mano firme apretó su antebrazo, dejando marcas violetas. La cruz blanca del abnegado se burlaba de ella mientras la separaba de su amiga.
—Olvida eso, no puedes ser amiga de inferiores —dijo el abnegado, arrastrándola lejos.
Angélica luchó con todas sus fuerzas, pero no pudo evitar que uno de los hombres de púrpura golpeara a Amairani, dejándola inconsciente. En un acto de desesperación, mordió al abnegado, arrancando pedazos de su piel.
—¡Déjala en paz! —gritó, mezclando su grito con sollozos, mientras intentaba proteger a su amiga.
El otro hombre de púrpura, con un bigote tupido, hizo una señal para que el abnegado se alejara. Angélica no estaba segura de salir con vida, pero confiaba en salvar a Amairani.
—¡Déjala! —continuó gritando, intentando en vano repeler a los hombres.
El de cabello engominado ya se llevaba a Amairani sobre sus hombros.
—Cálmate, pequeña —dijo el hombre de bigote, presentándose como Antonio y asegurando que estaban allí para proteger a su amiga.
—¿Proteger? —Angélica dudaba, recordando cómo todos le habían dicho que esos hombres solo causaban miedo y dolor.
—Sé lo que dicen de nosotros —respondió Antonio con un suspiro—. Pero aún hay funcionarios buenos, y queremos salvar a Amairani de su peligroso padre.
Angélica recordaba las conversaciones con Amairani, la alegría al hablar de su padre y las promesas que este le hizo a ella de un futuro feliz.
—¿Su padre? Conozco lo suficiente a Amairani y a su padre para asegurar que ella lo ama —afirmó Angélica, con una resolución que desafiaba la situación, señalando hacia Eduardo—. Mientes, ¿qué es lo que realmente quieren con mi amiga?
La voz de Angélica se elevó, transformándose en un grito de acusación. Eduardo intentó silenciarla con un siseo, mientras explicaba con calma forzada:
—No conociste a su verdadero padre, ¿verdad? —dijo con una sonrisa burlona—. El verdadero padre de Amairani es un hombre oscuro, probablemente solo viste a un sirviente.
Angélica, confundida, recordaba a Elest, el padre de Amairani, siempre vestido con ropas claras y cálidas. —No, Elest siempre fue amable y vestía con colores vivos. No era como lo describen.
—Pequeña, mejor calla y no indagues más —advirtió Antonio con una mirada sombría—. No querrás conocer el pasado oscuro de tu amiga, ni el de tu propia familia.
Paralizada, Angélica observó cómo los hombres se llevaban a su amiga por la puerta. La habitación parecía cerrarse sobre ella, evocando recuerdos de cartas llenas de odio que su padre decía provenían de su abuela, Ereda.
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—¡Angélica, por favor reacciona! —la voz urgente de Shenkai la sacó de su trance— ¡Es casi nuestro turno con la guardia!
—Lo siento, Shenkai —respondió ella, recuperando su compostura—. Me perdí en mis pensamientos.
—Reacciona, porque si te paralizas frente a los abnegados, terminarás con un bastón sobre nuestras cabezas —la preocupación era evidente en Shenkai.
—Estaremos bien, no sé cómo, pero lo estaremos —Angélica lo tranquilizó, tocando su mejilla—. No hay que temer a los bastones, he enfrentado peores cosas.
—Chica— trató de responder Shenkai, aunque pronto cambió su respuesta, al mirar el enojo de Angélica por seguirla llamándola así —Angélica, en serio dudo que no recuerdes nada, considero que solo eres idiota ¿en serio no sabes lo que hacen esos bastones?
—Ya te dije que no recuerdo —respondió ella, con un tono helado—. Deja de dudar de mí, o te dejaré aquí solo.
—¿Harías eso? —Shenkai estaba asustado.
—Odio que me insulten, que denigren que no puedo pensar al menos.—Angélica estaba al borde de las lágrimas—. Sígueme insultando, sigue dudando de mí, y me iré, no quiero que me hagan más daño.
—Lo siento —susurró él—. No estoy acostumbrado a que alguien quiera ser mi amigo sin segundas intenciones.
—Entonces, decide si confías en mí o no —Angélica estaba cansada de las dudas.
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Antes de que Shenkai pudiera responder, Angélica fue testigo del origen del terror de Shenkai. Un abnegado, frustrado por no obtener respuestas de una anciana tartamuda, apuntó su bastón hacia ella. De la boquilla surgieron esquirlas de metal ardiente, marcando el rostro de la mujer con heridas profundas. Al pasar junto a ella para registrarse en la entrada de Áncasar, Angélica observó con horror las cicatrices que desfiguraban el rostro de la anciana.
—Diles que eres un tiānguó shǐzhě, con esa voz melodiosa que te enseñé —la voz serena de su padre resonó en su memoria. A pesar de su resistencia a escucharlo, sabía que no tenía mejor consejo que seguir en presencia de los abnegados sanguinarios.
—¿Qué los trae a Áncasar? —preguntó un apóstol de cabello oscuro con mechones canosos. El abnegado con el bastón los apuntaba amenazadoramente. Shenkai, paralizado por el miedo, no podía apartar la vista del cuerpo sin vida de la anciana.
—Soy una tiānguó shǐzhě —declaró Angélica con firmeza, recordando las lecciones de su padre—. Y él es mi esclavo acompañante. Por favor, bajen sus armas, lo están asustando.
Shenkai no pudo evitar admirar la capacidad de Angélica para ocultar sus emociones y manipular a los demás. Su habilidad para hablar idiomas extranjeros le planteaba nuevas dudas, pero sabía que debía reprimir sus sospechas por ahora.
—¿Un emisario celestial? —el apóstol expresó su escepticismo—. ¿Qué hace alguien de su importancia en estas tierras olvidadas?
Angélica recordó las duras lecciones de su padre, las lágrimas y los golpes que acompañaron el aprendizaje de esa lengua prohibida. Siempre dudó, cual sería la finalidad de sus lecciones, si es que tenían algún sentido, considerando que en el Reino del Santo, hablar celestial, siquiera entenderlo, era un crimen atroz, capaz de acusarte de traición al Santo y sus enseñanzas. Ahora, esas palabras podrían salvarla de un destino similar al de la anciana.
—Dile que vienes a buscarme, que tienes un mensaje importante para los Harrund —la voz de su padre le aconsejó. Sin una historia mejor que ofrecer, Angélica siguió el relato en perfecto celestial:
—Traigo una misiva secreta para Gardiel Harrund, que debe ser entregada en persona.
El apóstol, titubeante por la noticia, respondió en el mismo idioma: —Lamento informarle, señora, que Gardiel Harrund ha fallecido.
Este, realizó una reverencia, una muestra común de duelo en la Tierra del Santo, inclinando la cabeza y llevando sus manos hacia el crucifijo que colgaba de su pecho, deseando un buen viaje del alma al Cielo. De pronto, Angélica recordó, antes de que el apóstol se ofreciera a guiarlas de vuelta al puerto de Amarilis —su supuesto punto de partida si su relato era veraz—, una mujer de baja estatura y rizos castaños en la ciudad, la cual era portadora de aquellas odiosas cartas de Ereda Harrund a su hogar.
—¿Será posible entonces comunicarme con la lengua franca de los Harrund en la ciudad? —La voz firme de Angélica tomó por sorpresa a Shenkai, aunque no a los demás presentes—. El mensaje que porto proviene de Paso Victoria y es imperativo que los Harrund sean informados.
Las palabras —Paso Victoria— resonaron en su memoria, pronunciadas alguna vez por Amairani. Sin entender su significado, ya que carecía de contexto, las pronunció en esa oración, esperando lo mejor. La providencia pareciera la ayudó, ya que, intuyó por los ademanes del apóstol que no se equivocó al deducir al menos, que se refería a un lugar remoto.
—Entendido, señora —admitió el apóstol, aunque con cierta incertidumbre—. Si su mensaje fuera de tal importancia, madame Harrund nos habría prevenido para escoltarla desde el puerto y asegurar su bienestar.
—Muéstrale tu marca, la que llevas en el antebrazo —la voz de su padre resonó en su mente. Angélica, con una consciencia fragmentada y llena de sollozos contenidos, rememoró el día en que su padre marcó su brazo derecho con un hierro candente de tres lanzas. Siempre se preguntó por qué disfrutaba causándole tanto dolor.
—Soy la confidente personal de Ereda Harrund —declaró con firmeza, revelando sigilosamente la marca Harrund en su antebrazo, símbolo de su cercanía no solo con la familia sino con la matriarca—. Todo lo que ella dice se mantiene en el más estricto secreto. Confío en su discreción.
Angélica sentía el peso de una pequeña bolsa con monedas de oro robadas del Monasterio del Santo, donde despertó antes de huir.
—Espero que este modesto obsequio asegure el éxito de nuestra misión —dijo confiada, pasando un maravedí al apóstol.
El hombre, asombrado por la cantidad de oro, creyó en sus palabras. Solo alguien muy cercano a los Harrund llevaría tal fortuna.
—Que el cielo guíe su camino —respondió el apóstol—. Me gustaría impartirle la bendición del Santo, aunque dudo que crea en ella.
—De hecho, creo en las enseñanzas del Santo; nací cerca de Áncasar —replicó ella, buscando ganarse la confianza del anciano.
—Entonces será un honor bendecirla, por el Altísimo, su obra y su misión —pronunció el apóstol, trazando con sus dedos la espada del Santo sobre el rostro de Angélica y luego sobre un sorprendido Shenkai, ordenando al abnegado, aún dudoso dado que no había entendido tampoco la conversación, retirar sus armas y permitir el paso de las dos enigmáticas figuras.
—Espero que nuestros caminos se crucen de nuevo —dijo Angélica en lengua sacra—. Que el Santo lo bendiga y le conceda un buen día —se despidió, alejándose con paso firme y decidido, llevando a Shenkai consigo. Casi tropiezan en las escaleras, insondables y profundas, que conectaban la muralla con el resto de la ciudad, cuando Shenkai, aún distraído por los eventos recientes, pisó sin querer el pie de Angélica. Ella, sin embargo, soltó una carcajada, aliviada por el incidente y por el simple hecho de seguir con vida.
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Al adentrarse en la ciudad, lejos de aquellos hombres de la puerta, Angélica no pudo ocultar su asombro: el centro de Áncasar era un entramado de túneles en la roca, filigranas talladas y arcos y puentes delicados que mantenían todo cohesionado. Parecía un sueño fantástico, como los que imaginarían los habitantes del Reino del Santo sobre el cielo con el Salvador, especialmente porque las rocas y filigranas estaban surcadas por vetas de oro puro, visibles a simple vista.
Pero la realidad se impuso cruelmente, recordándole que aquello no era el cielo. Más bien, parecía la antesala del infierno, dada la crueldad que se desplegaba en las calles: un caballero en armadura de hierro blanco resplandeciente, con guantes de seda y una cruz del Santo de oro en el pecho, azotaba con un látigo la espalda de jóvenes de piel oscura como Shenkai, dejando su carne al descubierto y formando charcos de sangre que manchaban las relucientes botas del caballero y las sandalias de Angélica al pasar por aquel escenario dantesco.
Angélica sintió un escalofrío al presenciar tal horror. Gritos desgarradores llenaban el aire, ignorados por una multitud indiferente que continuaba con su rutina como si nada ocurriera. La desolación y el miedo la invadieron, dudando de la existencia de tanta apatía e individualismo en el mundo.
—¿Ya olvidaste que a nosotras tampoco nos escucharon? —una voz interna, clara y dulce, respondió a sus dudas—. Nadie vio, ni siquiera cuando ocurrió frente al prelado de la Iglesia, cómo papá abusaba de nuestro cuerpo a su antojo. No esperes que el mundo vea las injusticias si no lo hicieron con nosotras.
—Creí que era diferente —confesó Angélica, con pesar—. Debemos aceptar, por más horrendo que sea, que somos mujeres y que nadie nos presta atención. Nadie escuchaba a mamá cuando lloraba por sus delirios, todos la consideraban débil. En el instituto, los abnegados tampoco prestaban mucha atención a nuestras compañeras.
—Tal vez sea así, pero ¿por qué pensaste que con esos chicos sería diferente?
—Me negaba a creer que Shenkai tuviera razón, que aquí los que son diferentes a los abnegados son poco menos que esclavos —Angélica confesó, mirando brevemente a Shenkai. La preocupación era evidente en su rostro, el terror palpable en sus labios temblorosos.
—Shenkai, ¿estás bien? —preguntó Angélica con dulzura, atrayendo su rostro hacia el suyo—. Mírame, estás a salvo, eso es lo importante ahora.
Las manos de Shenkai temblaban al tomar las de ella. Aunque antes se había resistido, ahora ella no rechazó el abrazo de él. El calor del abrazo le brindaba consuelo mientras confesaba al oído de Angélica: —No soporto que esos monstruos, con su maldita superioridad física, nos traten así. Esos chicos, por hambre, tomaron esas esquirlas de oro de Áncasar, y ahora, un Guardia está a punto de matarlos por ello.
El tono de Shenkai era apenas audible, pero las lágrimas que recorrían la espalda de Angélica hablaban claramente de su dolor.
—Ignóralo, Shenkai—, susurraba Angélica con voz tenue, —sé que no debemos, y que es difícil. Pero es la única manera de mantener la cordura y, sobre todo, la única forma de salir de aquí sin cometer una locura que nos cueste la vida. Aunque quieras intervenir, ahora mismo estamos desarmados y sin recursos para enfrentarlo—.
Las palabras de Angélica calaban hondo, no solo por revelar su incapacidad mutua de defenderse, sino también por la cruda realidad: estaban impotentes, y dos balas más en sus cuerpos no alterarían el ciclo de violencia que dominaba el mundo.
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—¿Cómo osas mancillar nuestra fe?— bramó el Guardia del Vicario con voz profunda y agresiva. Aunque un casco resplandeciente ocultaba su rostro por completo, Angélica no dudaba que, bajo esa armadura, se escondía un semblante oscuro y despectivo.
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—Y el Santo, en su amor y misericordia, nos amó tanto que nos creó a su imagen y semejanza—, proclamaba uno de los abnegados en clase, recitando las sagradas escrituras. —Niños, ¿alguien puede decirme cuál es la imagen del Santo?—.
Varias manos se alzaron, ansiosas por responder y ganarse el favor de la figura en túnica gris con la espada dorada del Santo en su pecho. El abnegado, bajando la mirada hacia donde estaba Angélica, la eligió para contestar: —Usted, señorita Harrund, ¿sabe la respuesta?—.
Pocas cosas irritaban más a Angélica que el recordatorio de su apellido compartido con seres tan crueles como su padre y su abuela. Aborrecía la idea de que, sin importar cuánto bien hiciera, el nombre Harrund siempre evocaría no a ella, sino a las nefastas acciones de sus ancestros.
—Sí, pero por favor, abnegado, llámame solo Angélica, sin el Harrund—, replicó con firmeza y voz baja. Desafiar a un abnegado era peligroso, muchos eran coléricos y desinteresados en escuchar a los jóvenes. Sin embargo, el abnegado que impartía la clase parecía indiferente a su protesta. —Entonces, díganos, ¿cuál es la figura del Vicario?—
—La de un hombre alto, con barba y mechones grises en su cabello, de piel pálida y ojos claros—, respondió Angélica, evocando las imágenes que adornaban las iglesias del Santo. En su interior, deseaba cuestionar quién había decidido que el Santo debía lucir así. Podría haber sido de cualquier color, y tras siglos, la verdad se habría perdido en el tiempo.
—Correcto, señorita Harrund, correcto—, aprobó el abnegado con arrogancia, apartando la mirada de Angélica para dirigirse a la clase. —Entonces, queridos niños, ¿cuál es nuestro propósito?, mantener contento al Santo, preservando su imagen y semejanza en la tierra, para que él continúe amándonos—.
—¿Y eso qué significa?— inquirió Amairani, con sus ojos grises llenos de expectación, al lado de Angélica.
—Significa que nosotros, creados por el Santo, no debemos mezclarnos ni hablar con los inferiores, como usted— sentenció el abnegado con dureza. —Estamos destinados a procrear solo con nuestros iguales, como dictan las escrituras. El mundo debe estar poblado únicamente por hombres blancos y de ojos claros como nosotros—.
Los ojos de Amairani se entristecieron, y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas. Angélica la consoló, tomando su mano y secando sus lágrimas, mientras le susurraba en celestial, con ternura y calma: —No le prestes atención, son solo tonterías. Siempre serás mi amiga. Y si yo fuera chico, te invitaría a salir—.
Una sonrisa fugaz iluminó el rostro de Amairani, pero se desvaneció rápidamente, reemplazada por una mueca de horror, al sentir como la vara de encino dejaba una marca ardiente en el antebrazo de Angélica. —Ya le he advertido, señorita Harrund—, espetó el apóstol con desprecio, —aunque su familia permita que esta criatura asista a nuestras lecciones sagradas, usted no debe relacionarse con ella—. Los murmullos de desaprobación y rencor de los compañeros resonaban en el aire, y Mildred, su acérrima enemiga, la fulminaba con una mirada incendiaria. Angélica no podía comprender cómo palabras tan vacías y crueles podían ser aceptadas y transformadas en actos de violencia.
—No, no somos monstruos—, se consolaba Angélica internamente, —tenemos emociones, somos seres sensibles y dignos de amor. Amairani me lo ha demostrado—. Las palabras, pensadas para sí misma, escaparon de sus labios en un susurro audible. La ira del abnegado era palpable.
—Nunca entenderé qué ve en un ser como ella—, dijo el abnegado con frialdad, acercándose tanto que Angélica podía sentir su aliento. —Los celestiales como ella no sienten, no piensan. No sé por qué insiste en lo contrario. Son tan simples que no comprenden nuestra lengua sagrada—.
—Eso no es cierto, ellos entienden, incluso son más astutos que mis compañeros. Al menos Amairani sabe sumar y restar, no necesita implorar al Santo por respuestas simples—, replicó Angélica con firmeza. Su coraje era evidente, impulsado por la necesidad de defender a quien siempre había estado a su lado.
—Imposible—, se burló el abnegado, dirigiéndose a Amairani. —¿Es verdad lo que ella dice, bestia?—.
Angélica aguardaba con esperanza una respuesta de Amairani, pero el miedo la paralizó. Las advertencias de Elest, su cuidador, resonaban en su mente: —No llames la atención. Es peligroso que te relaciones con esa chica. Mantén un perfil bajo, nadie debe saber que hablas o entiendes el sacro—. El temor a las consecuencias selló sus labios en un gemido silencioso. Amairani lamentaba no poder apoyar a Angélica, quien siempre la había defendido.
—Se lo dije, señorita Harrund—, proclamó el abnegado con arrogancia, escupiendo en el rostro de Angélica. —Espero que la humillación de hoy le recuerde quiénes son sus iguales y quiénes no merecen ni siquiera estar a su servicio—.
Angélica se limpió el rostro con ayuda de Amairani. A pesar de la situación, no podía albergar rencor hacia su amiga, consciente de los miedos y resentimientos que ambas compartían hacia las autoridades del Santo.
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Angélica sentía repulsión por lo que estaba a punto de hacer. Aborrecía tener que emular las acciones de sus ancestros, pero la memoria de su pasado le recordaba que no había otra salida. Murmuró una disculpa a Shenkai, cuyo oído aún estaba pegado a ella. Shenkai no comprendía lo que estaba por suceder, hasta que la mano firme y dolorosa de Angélica empujó su cabeza hacia sus sandalias.
—No profano nuestra fe—, declaró con severidad, —simplemente le recordaba a mi esclavo que detesto los azotes, especialmente cuando ensucian mi vestimenta. La próxima vez, sea más cuidadoso, una prenda de seda no es algo que pueda reemplazar fácilmente—.
Shenkai, atónito a los pies de Angélica, trataba de convercerse una y otra vez que la ternura de la niña que había conocido en el mercado, la que había curado sus heridas, era su verdadera esencia de Angélica. La faceta que mostraba ahora era solo una máscara para protegerlos del Guardia.
—¿Cómo se atreve a hablar así, insolente niña?— rugió el Guardia, atrayendo la mirada de sus compañeros que bebían cerveza de monasterio. —Ustedes, como el resto de la plebe, deben respeto a la Guardia del Vicario—.
Angélica recordó las carcajadas de su padre y la euforia en las cartas de Ereda cada vez que narraban cómo los Jinetes Negros del Banco del Santo Hierro habían derrotado a la Guardia del Vicario en repetidas ocasiones. Y cómo Henrietta Harrund, con un solo ejército celestial, había aplastado a esos mismos Jinetes hace más de un siglo. —Somos superiores, incluso entre los mejores—, solía escribir Ereda con firmeza. Esas palabras ahora le servirían de algo.
—De hecho, son ustedes quienes deben respeto a mi persona y a lo que represento—, interrumpió Angélica con frialdad. Su mano, tensa como las garras de un águila, sujetaba el cabello de Shenkai, quien reprimía las lágrimas. La presión que ejercía era el reflejo de sus propios temores mientras se enfrentaba a esos tiranos.
Una carcajada resonó del Guardia y sus compañeros que se acercaban. Era el momento en que Angélica debía mostrar la misma ferocidad que Ereda para salir ilesa. —Quizás necesite recordarles cómo han sido humillados en batalla por los Jinetes Negros. A mi familia, en cambio, le bastó un solo intento para silenciar a esos necios del Banco del Santo Hierro—.
Las palabras de Angélica causaron desconcierto entre la Guardia del Vicario; todos conocían la historia de humillación que ella relataba. La idea de que los mercenarios contratados por los Harrund habían ganado fácilmente esa batalla era una afrenta para ellos.
—Es imposible que seas una Harrund—, dudó uno de los Guardias. —El último Harrund de Áncasar fue asesinado hace unas semanas.
—Ereda Harrund tiene muchos nietos, no solo Gardiel—, replicó Angélica con frialdad, sacando un par de maravedíes de su bolsa. Sabía que esas monedas valían más que el salario que esos hombres recibían de Solara. —Tomen esto, porque un esclavo débil como este no me basta. Necesito su ayuda y discreción para un asunto urgente en el cementerio—. Al levantar a Shenkai, cuyo rostro reflejaba miedo por la transformación que veía en Angélica, sus palabras ganaron credibilidad.
La sorpresa se pintó en los rostros de los guardias al ver las monedas de oro en las manos de la joven. Uno de ellos recordó a los demás que los Harrund siempre habían sido de tez clara, cabello castaño y ojos azules, justo como la chica que ahora compraba su lealtad. Aunque algunos dudaban de sus palabras, el brillo del oro les convencía lo suficiente como para aceptar el trato.
—Dos de nosotros debemos quedarnos, sin excepción, incluso si es para servir a una Harrund—, declaró el capitán de la Guardia, quien momentos antes los había amenazado con un odio visceral y ahora se reducía a menos que un sirviente para Angélica. —El oro de los filetes de Áncasar es sagrado y debe ser protegido. Solo el Vicario o los cardenales tienen derecho a él—, añadió con incertidumbre, preguntándose cómo reaccionaría Angélica, consciente de la fama de indiferencia y severidad que rodeaba a los Harrund.
—Como prefiera, de todos modos no requiero de tantos hombres para mi propósito—, respondió Angélica, con una frialdad cortante. Mantendría ese tono distante y desprovisto de emoción al hablar con el capitán durante el resto del trayecto, probablemente como una muestra de su desprecio y resentimiento hacia él.
Shenkai estaba inundado de dudas y temores, un miedo que le recorría el cuerpo, provocando un temblor sutil mientras su sangre hervía en sus venas. No lograba comprender cómo aquella chica, que momentos antes parecía tan ingenua y desconocedora de Áncasar, del mundo en general, podía manejar conocimientos tan poderosos como para dominar a la temible Guardia del Vicario. Lo que más lo aterraba era pensar qué más podría ocultar bajo su aparente dulzura y fraternidad.
—Una última cosa, capitán. Mi aversión a la sangre cerca de mí es genuina. ¿Quién se encargará de limpiar este desorden?— preguntó Angélica. Sus ojos celestes y severos miraron con desdén al capitán mientras este, con sus propios guantes de seda, se apresuraba a limpiar las manchas de sangre que habían salpicado los pies de la joven.
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Mirando las altas hileras de pinos que marcaban la entrada al cementerio de las sombras, Angélica sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. Desde que habían atravesado el centro de Áncasar, con sus casas talladas en roca y tiendas colgantes en las calles, había experimentado dos sensaciones encontradas. Por un lado, un miedo latente a ser descubierta como la asesina de Gardiel. Por otro, la incertidumbre de por qué, aunque teóricamente estaba cerca de casa, no recordaba ninguno de esos pasillos o recovecos. Con el capitán de la Guardia y sus hombres cerca, Angélica lamentó que Shenkai no conociera la lengua celestial para disculparse con él y expresar todo lo que sentía en ese momento. Ahora entendía la lógica detrás de que su padre la obligara a aprender dicha lengua: nadie en la Tierra del Santo la conocía, lo que la convertía en el idioma perfecto para comunicarse en secreto en situaciones hostiles o ambiguas.
—Buscamos alguna tumba, capitán, que lleve el nombre de Amairani—, declaró Angélica con autoridad, señalando los múltiples nichos que se alineaban en el lugar. —O, en su defecto, alguna referencia a mi apellido, ya que no sé si ella cambió su nombre—.
—Entendido, señora—, respondió el capitán en tono neutro, mientras ordenaba a sus hombres comenzar la búsqueda. Un bastón escupefuego impactó en la espalda de Shenkai, recordándole que, aunque no supiera si estaba actuando o no, seguía en ese instante siendo el esclavo de Angélica.
—Gracias, capitán—, sentenció ella, observando a Shenkai desaparecer entre las sombras del cementerio. —A veces es difícil encontrar esclavos bien entrenados—.
—Concuerdo con usted. Aunque admito que su familia hace un excelente trabajo buscándolos por todo el mundo—, añadió el capitán, retirando el visor de su casco. Angélica no pudo evitar sentir repulsión ante esas palabras. El capitán era un hombre atractivo, con barba recortada y facciones delicadas. Trató de no sentirse atraída hacia él, debía mantener estoica el papel y su postura.
—Cada vez es más difícil. El mundo se muestra reacio a negociar con nosotros—, contestó Angélica, recordando las quejas de Ereda sobre la dificultad de comprar esclavos, especialmente porque eran cada vez más escasos y costosos.
Angélica se cuestionaba, con dureza, por qué solo en momentos de dolor o barbarie podía recordar su pasado. —¿Acaso solo funcionamos con violencia?— se preguntó, esperando una negativa de su consciencia. Pero solo recibió un eco distante de su padre:
—No te martirices. Recordarás lo que necesites cuando lo requieras—, sentenció él. Marcaba un camino que a Angélica no le preocupaba, sino le martirizaba. —Entonces, no soy más que una perra entrenada—, pronunció ella con desdén.
—No te compararía así, conejita. Eres la esperanza de los Harrund, aquella que nos llevará a la gloria—, puntualizó su padre, mostrando un atisbo de orgullo. Aunque de niña anhelaba el amor y la aprobación de su padre, de adulta le resultaban repugnantes, pues simbolizaban su parecido con él.
—¿Por qué no puedo recordar nada más? ¿Por qué solo puedo recordar tus perversiones, tus abusos, y no lo demás de mi infancia?— preguntó Angélica, ignorando las alabanzas de su padre. La voz de este, como su consciencia, también guardó silencio ante esas verdades.
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—Es normal, señora, es normal. El mundo está tenso—, comenzó el capitán, —especialmente con esos necios inferiores armándose para la guerra en su tierra, y aquí, un insolente como Jitian propagando ideas de igualdad que sabemos nunca serán realidad—. Las palabras del capitán trajeron a Angélica de vuelta a la cruda realidad de su búsqueda, mientras el sol se ponía al final del click.
Aunque Angélica desconocía quién era Jitian o los detalles de su movimiento, intuyó que se trataba de un esfuerzo por la emancipación. Recordaba lecciones del pasado donde movimientos similares habían surgido y todos terminaron de la misma manera: con sus líderes eviscerados en la Plaza del Santo.
—Pero la historia siempre les ha enseñado su lugar, ¿verdad?— replicó Angélica con dureza, forzando una sonrisa hacia el capitán. —Confío en que la Guardia del Vicario podrá acabar con ese tonto rápidamente, ¿no es así?—.
—Me gustaría asegurarle que sí, señora, pero esta vez no estoy tan seguro—, admitió el capitán, su voz teñida de preocupación, lo cual era un rayo de esperanza para Angélica.
—¿De verdad? Pensé que Jitian sería como los movimientos anteriores, con poco impacto y rápidamente ignorados—, dijo Angélica, inyectando ironía en sus palabras. Era una buena actriz, y el capitán parecía creer cada palabra.
—La diferencia esta vez es la sequía que ha asolado el Reino, dándole poder a Jitian. Muchos creen que el Santo nos ha abandonado y ahora apoya a él y a la emancipación—, explicó el capitán.
Angélica soltó una carcajada. A veces olvidaba cuán arraigadas estaban las creencias en la omnipotencia del Santo, hasta el punto de que nadie cuestionaba su existencia o las palabras de las sagradas escrituras. —El Santo nunca se pondrá de su lado. Las escrituras son claras: solo ama a sus semejantes—.
El capitán se unió a la risa de Angélica, complacido de que compartiera sus convicciones. —Es un alivio escucharla, señora. Solo debo tener fe y la historia se encargará de ellos, como siempre lo ha hecho—.
—Eso espero, capitán, eso espero—, concluyó Angélica. Pero en lo más profundo de su ser, ella y su consciencia deseaban que si Jitian realmente creía en la emancipación, fuera él quien triunfara en Solara. Así, al menos, sabría que no tendría que presenciar más escenas tan desoladoras como las que había visto.
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