Pavalé era un hombre de gustos sencillos y claros. Aunque algunos de sus contemporáneos opinaban que sus preferencias eran moldeadas por las circunstancias y oportunidades de su entorno, él no compartía esa visión. Le encantaba despertar cada mañana al sonido agudo y penetrante del cacareo de su gallo Fortaleza, cuyas plumas rojas alargadas brillaban como rubíes. No era aficionado al cuidado de animales —esa tarea la dejaba a su esposa y a sus numerosas sobrinas—, en parte porque no soportaba el olor fétido de los excrementos ni el polvo fino y blanquecino de las plumas que lo hacían estornudar sin cesar. Sin embargo, tenía un vínculo especial con ese gallo delgado y orgulloso que, cada mañana, justo antes del amanecer, cuando el cielo se tiñe de rojo, saludaba a Pavalé con un suave roce de su pico desde lo más alto del gallinero.
Como era ya más que una costumbre, una tradición, Pavalé le ofrecía a Fortaleza varias semillas amarillas y regordetas, mientras observaba con orgullo cómo su gallo adoptaba poses de macho dominante. Aunque no podía verlo desde la milpa, sabía por las constantes quejas de su esposa que Fortaleza era un conquistador nato y un maestro en el arte de la pelea. Había tenido que ignorar muchas veces durante la cena los lamentos de su mujer, que le mostraba los arañazos que el gallo le había infligido en brazos y piernas en su afán de dominio.
Después de alentar la valentía de su animal, Pavalé recogía sus herramientas habituales para la milpa: una pala, unas tijeras de metal robustas —halladas un día mientras araba la tierra con esmero para la siembra del maíz— y una bolsa de mimbre tejido donde su esposa guardaba su sombrero de palma tradicional, descolorido por el sol hasta adquirir un tono cobrizo, y su única comida del día hasta el regreso a casa: una mezcla peculiar de masa de maíz con hojas verdes y chile picante.
El nombre de esta mezcla, Aguachile, podría sugerir algo más líquido, pero en realidad era una masa densa y vigorizante, diseñada más para aportar vitaminas que para satisfacer el paladar. Además, el ardor del chile en sus labios le mantenía alerta en la milpa, algo esencial bajo el intenso calor del mediodía: nunca se sabe qué sorpresas pueden esconderse en un terreno tan vasto y sombreado como el suyo.
Para Pavalé, los días en Agonía transcurrían con una cadencia familiar: erradicar hierbas invasoras como los crisantemos coloridos que codiciaban su maíz, ventilar la tierra para preservar la vida de sus plantas en un suelo salitroso y propenso a endurecerse como piedra, y proteger su cultivo no solo de los cuervos negros que, por alguna razón, ya no temían a sus espantapájaros, sino de igual manera de los espíritus de la tierra, que quisieran comerse su esencia sin dar nada a cambio. Sin embargo, para él, estas labores no eran una carga; al contrario, se deleitaba con el verdor único de su milpa, especialmente durante la floración, cuando las hojas de maíz se enrollaban sobre sí mismas, revelando en su centro el grano robusto y dorado que había dado renombre a su familia.
En Agonía, la mayoría evitaba el cultivo o el pastoreo, considerándolos demasiado exigentes y poco lucrativos. Preferían congregarse alrededor del cacique Ansamari, con la hoz en mano y una esperanza menguante, para buscar en los márgenes de los Ríos Hermanos el silfio, una planta esquiva a la domesticación. Alta y de tallo grueso, con hojas amarillas del tamaño de una palma y un aroma repulsivo, capaz de desmayar hasta el hombre más fuerte a casi diez estadios de distancia, el silfio había llevado a sus cazadores, los abraseros, a usar máscaras herméticas y oscuras que les distinguían en la lejanía.
Estas máscaras dificultaban tanto la respiración que, tras una jornada de trabajo, los abraseros emitían bufidos y tosían arrítmicamente, como las brasas de un fogón irregular. Con el tiempo, sus rostros se desfiguraban por el calor intenso dentro de esos artilugios: las narices se ensanchaban y los bordes de sus caras se marcaban con líneas oscuras, testimonio de la lucha contra el sol. Pero para ellos, el sufrimiento valía la pena: el tesoro era arrancar un silfio y extraer sus raíces, de las cuales se obtenía una sustancia blanquecina y pegajosa. Tras diez días de curado y agitación constante, se transformaba en un sólido amarillo resplandeciente: la rizia, un tabaco valorado en Solara y Eurica por su supuesta capacidad de acallar el dolor, y proporcionar sensaciones más allá del placer mundano.
Para Pavalé, sin embargo, esas eran meras excusas de los abnegados y cardenales del Reino para justificar su indulgencia. Las autoridades, llegadas tras la primera de las Grandes Cruzadas, solo buscaban su propia felicidad, sin importar las consecuencias. No solo las físicas para los abraseros, cuyos pulmones colapsaban tras tres ciclos de la iluminación, sino también la adicción que la rizia provocaba en sus consumidores.
Cada día, mientras Pavalé inspeccionaba su milpa, los recuerdos de su hermano Solei lo asaltaban como esquirlas de un bastón escupefuego. Solei había caído por intentar robar rizia, y su cuerpo, consumido hasta quedar en huesos, revelaba las partes más oscuras de su ser. La última imagen que Pavalé tenía de él era dolorosa: acercándose indecentemente a su propia hija, arrebatándole unos cuántos maravedíes. Estos recuerdos, que preferiría olvidar, eran una cruz de castigo por la tragedia que había azotado a su familia.
Pavalé sabía que no era momento para desmoronarse por el pasado, ni para derramar más lágrimas por su hermano y su sobrina. —En el próximo ciclo de la iluminación, les llevaremos claveles a su cripta—, se consolaba. El cielo sobre la milpa de Pavalé comenzaba a cambiar, anunciando la llegada del mediodía. Una luz peculiar se filtraba a través de las nubes, una luz que no era del sol, sino de algo más antiguo y misterioso. Era el Gran Atractor, una cruz de luz amarilla que ascendía junto al sol, pero que a diferencia de este, no permanecía estática. Su presencia marcaba el apogeo de las energías celestiales y la libertad de los espíritus terrenales.
Visible solo durante unas semanas antes de la Misa de las Bendiciones y hasta la Marcha del Silencio, desaparecía casi todo el ciclo de la iluminación, cediendo su lugar a las coronas de los difuntos que se unían al Santo en el firmamento. A pesar de su breve aparición, su llegada era celebrada en todo el Reino y Eurica, anunciando con carnavales y alegría las lluvias e inundaciones que nutrían a los Ríos Hermanos, esenciales para la subsistencia del pueblo.
Este ciclo, sin embargo, la realidad era distinta: el Gran Atractor brillaba con un calor inusitado. Mientras su maíz resistía valientemente, Pavalé contemplaba la tierra agrietada y se preguntaba si este sería el nuevo orden de las cosas, especialmente al ver que donde los abrasadores habían extraído el silfio, la tierra quedaba yerma y blanquecina. —Es la venganza de los espíritus, resentidos por lo que les hemos arrebatado—, reflexionaba, temiendo que el sol continuara mermando el ya débil caudal de los Ríos Hermanos, dejando a su familia y a sus queridas plantas a merced de una muerte lenta bajo el sol abrasador.
—Mientras honremos a los espíritus, ellos nos protegerán—. La voz de Pavalé era inquebrantable, un susurro que lo erguía como un roble centenario en medio de la vasta extensión de su milpa. Las huellas del tiempo marcaban su piel, como surcos en la tierra labrada por generaciones. Sus ojos, cansados pero llenos de determinación, recordaban lo arduo del trabajo en el campo, pero también, su conexión trascendental con aquel espíritu, que él sabía danzaba eternamente entre las hojas resplandecientes de la naturaleza.
El Gran Atractor, ese antiguo faro de esperanza, guiaba sus pasos. Sus destellos amarillos parpadeaban, quemándole por ocasiones la espalda, recordándole la misma pregunta que se había hecho durante tanto tiempo: —¿Acaso Oromë vivirá allá arriba?—, ¿O el Gran Atractor solo es una ilusión, creada por los mismos espíritus elusivos?—. Sin importar su pregunta, Pavalé no se detenía: sabía que, como había hecho siempre, debía sentarse en el corazón de su milpa, junto a la figura etérea de Oromë, la esposa del Santo. Vestida con sedas plateadas y joyas de vidrio, Oromë simbolizaba la fusión de las antiguas deidades paganas, como el espíritu del maíz y la deidad del silfio, con la fe monoteísta de los conquistadores sacros. El Santo, venerado por salvar a la humanidad del mal supremo, sonreía al unirse con la representación de la vida terrenal, llamada así por el sonido que el viento producía al acariciar las hojas y troncos robustos del maíz y el silfio en la antigua Agonía: Oromë.
Pavalé llevaba consigo, oculto en sus bolsillos —pues su esposa y muchas de sus sobrinas veían con herejía lo que hacía en la milpa, ya que Oromë no era reconocida por Solara ni por el Vicario del Santo—, una pequeña ofrenda que entregaba diariamente a la diosa: un trozo de chocolate espeso y grasoso, típico del sur del Reino, con sutiles notas de naranja y limón. Aunque modesta —apenas más grande que dos de sus dedos juntos—, la ofrenda era un gesto sincero y esforzado, pues conseguir ese manjar no era tarea fácil, disponible solo cuando las caravanas de los Torquemada y los Kurp visitaban Agonía, especulando con la rizia y pagando a los abraseros una fracción de su valor real en Solara.
Cada vez que Pavalé depositaba su regalo a los pies de Oromë, con sus ojos azules como el cielo despejado, sentía que estos brillaban de contento. Era reconfortante para su alma saber que, incluso en lo divino, alguien compartía sus placeres, como aquel dulce tan característico. El ritual para honrar a la diosa era simple pero significativo: Pavalé tomaba una caracola oscura, resplandeciente como el abismo y adornada con finos hilos dorados, y la soplaba tres veces, produciendo un sonido suave y profundo, un eco lejano, como el llamado de una voz dulce perdida en el tiempo. Mientras el sonido de la caracola resonaba en el maizal, Pavalé recitaba la historia de que aquella voz eran los últimos ecos de la vida del Santo, quien se perdió en el Cerro de las Plegarias buscando a su amada Oromë, cuando ella ascendió a los cielos, dejando su esencia mística en la tierra y coronando la montaña con una de las vistas más hermosas del mundo: la esencia de la diosa, reflejada en las flores violáceas que solo crecen allí.
Los días de Pavalé a menudo parecían detenerse en ese momento, como si el tiempo se suspendiera y la realidad se transformara. Disfrutaba sentir la cercanía de Oromë, cuya presencia atraía fortuna hacia él y su familia. En raras pero memorables ocasiones, Pavalé juraba haber escuchado la voz de la diosa, tenue como el canto de los extintos ruiseñores, susurrándole al oído en momentos de miedo o tristeza. Ese día, aunque no pudiera oírla, sabía que tenía algo importante que compartir, algo que debía confiar a la naturaleza y su maizal, esperando un buen augurio.
—Querida Oromë, pronto será el cumpleaños de las doce rosas de mi hija, ¿sabes?— decía Pavalé, con voz grave y pausada, quitándose el sombrero de paja en señal de respeto mientras se sentaba junto a su altar. —No podría estar más feliz, mi niña se ha convertido en una mujercita. Pero…—. Su relato se interrumpió, sus ojos se humedecieron y su semblante se ensombreció por un instante de tristeza fugaz —No estoy seguro de que sea lo mejor, o lo que más deseo. Quisiera que siempre fuera mi pequeña, jugando en la casa y en mis brazos. En especial…—
—¿Temes lo que pueda sucederle en el matrimonio?— inquirió la voz angelical, familiar para Pavalé. La sensación de la seda de Oromë rozando sus hombros y el brillo de su vestido iluminando su mirada le reconfortaba.
—Sí, me preocupa que al mostrarla al mundo como mujercita, pueda pasarle cualquier cosa— confesó Pavalé, en un susurro lleno de confianza. Jugaba con su sombrero en el suelo, trazando círculos en la tierra, buscando el coraje para continuar —Mis sobrinas han sufrido golpes, humillaciones y abandono tras casarse. El Santo es testigo del pasado. Pero no sé si podría perdonarme si me equivoco con mi hija, si la condeno a algo igual—.
Pavalé recordaba con dolor aquella mañana tormentosa, cuando Janíva, su sobrina mayor, llegó a su hogar, empapada por la lluvia. Su labio roto sangraba, y un moretón oscuro manchaba su rostro con tonos verdosos. Las marcas de alambre en su abdomen y espalda eran símbolos de un dolor inenarrable, un testimonio mudo de la sumisión enseñada por el Santo y el Reino. Sus ojos, cargados de tristeza y melancolía, reflejaban un deseo desesperado de poner fin a su sufrimiento.
Janíva pasó tres días en cama, recuperándose de sus heridas, antes de poder señalar a su marido como el causante de su dolor. Pavalé, sin embargo, lo había intuido desde el primer momento. Vio cómo Janíva, y más tarde otras sobrinas, renunciaban con ira a sus matrimonios, dejando las marcas de sus anillos como cicatrices en sus dedos. Pavalé no encontró palabras de consuelo, pero sus gestos hablaron por él: una taza de chocolate caliente y una manta pesada devolvieron la esperanza a los ojos de Janíva, una esperanza que no se desvanecería, sabiendo que su tío siempre estaría a su lado.
Ese día, frente a la estatua de Oromë, Pavalé juró al cosmos que no permitiría que ninguna mujer, especialmente las que amaba, sufriera un destino como el de Janíva. Y como si Oromë hubiera escuchado sus plegarias, el cielo se tornó de un azul grisáceo oscuro, raramente visto en nuestro mundo. Pavalé sintió la mano de la diosa en su hombro, ofreciéndole consuelo, mientras recordaba la imagen de su hoz manchada de sangre, el grito agudo que aún resonaba en sus oídos: había vengado a Janíva, redimiendo todas las afrentas.
Con cada sobrina que llegaba a su casa huyendo del sufrimiento, Pavalé repetía su acto de redención. Ocho cabezas enterradas en su tierra, ocultas para evitar sospechas. Pero más allá de evitar una novena tragedia —la de su propia hija—, sabía que no podría perdonarse si la entregaba en matrimonio a un monstruo. El suave tacto de las hojas de maíz, con sus vellos translúcidos que desprendían aromas a humedad y tierra, reconfortaba su corazón, alejándolo de pensamientos sombríos.
—Confía en mí, Pavalé, el destino reserva gloria para tu hija. No te preocupes, eso no sucederá, te doy mi palabra— prometía la diosa con la serenidad del río en calma. Una sonrisa satisfecha y lágrimas de alegría recorrían las mejillas surcadas de Pavalé, reconfortado por la certeza de la felicidad futura de su hija. Al menos, eso era lo que creía en ese momento, bajo la mirada imponente de Oromë, que ascendía a los cielos, dejándolo solo con su maíz, su conciencia y una urraca de azul eléctrico que disfrutaba del chocolate ofrecido a la diosa.
—Gracias— murmuraba él, levantándose del lugar que había ocupado en el maizal.
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Pavalé sentía un nudo en el estómago. No era por el olor de las flores recién cortadas —aunque para él, no podían igualar el aroma de la humedad y frescura de su maíz. Sin embargo, las flores deslumbraban tanto la nariz de los presentes como la vista—, sino por esa sensación, única e inequívoca, de la duda. —¿Habría Oromë dicho la verdad?—, se cuestionaba una y otra vez, como un tornamesa rayado. Odiaba ser tan insistente, especialmente cuando la propia esposa del Santo había descendido de los cielos para decírselo junto a su regazo. Sin embargo, Pavalé estaba seguro de que, por la felicidad de su única hija, sería capaz de realizar cualquier cosa, incluso contradecir a lo divino del campo.
—Papá, ya te dije que no van así — dijo la voz dulce de Zibi, sacándolo de su ensimismamiento. Para Pavalé, y para muchos que la conocían, su voz recordaba el caudal de los Ríos Hermanos: diáfana y hermosa.
—Hasta donde recuerdo, las doce rosas van acomodadas en hilera — contestó Pavalé, sonriendo. Aunque sus arrugas no le daban tregua, su rostro parecía mucho más joven cada vez que hablaba con su hija. De hecho, parecía que su único bigote, roído sobre sus labios, recuperaba la antigua densidad y negrura que había enamorado a su mujer.
—¡No! Ya te había dicho que las quería en círculo, como las coronas de las ánimas — replicó Zibi, acomodando de nuevo el trabajo que Pavalé había hecho. Por lo general, no dejaría que ninguna de sus sobrinas hiciera algo así, pero con Zibi, ninguna de las reglas habituales de su temperamento aplicaba.
Pavalé admitió, con la tristeza provocándole un leve temblor en las manos, que le preocupaba el hecho de que Zibi aún no superara la muerte de su prima. Sabía lo cercanas que eran. De hecho, recordaba que la mayor parte del tiempo hablaban entre risas y susurros en un idioma que solo compartían ellas. Sin embargo, esperaba que el tiempo y el peso de la realidad permitieran a Zibi darse cuenta del daño que se hacía a sí misma al mantener esa herida abierta.
—Zibi, pequeña, ¿aún la extrañas, verdad? — preguntó Pavalé, posando una de sus manos sobre los hombros de su hija. Aunque esta se negó a contestar, sabía que sus palabras eran verdad. Pavalé notó un leve estremecimiento recorriendo la piel de Zibi, haciéndola crepitar. Aunque no podía ver sus ojos, sabía que algo estaba pasando: sus manos detuvieron su frenético acomodo de las rosas, quedándose con una, impertérrita, anudada entre sus dedos.
—¡No pienso olvidar a Dahji, no importa cuánto tú o mamá me lo repitan! — contestó finalmente Zibi, con la voz trémula. Pavalé notó claramente los hilos de agua salada recorriendo sus mejillas. Aunque le parecía una vista hermosa, la piel de su pequeña formando místicamente el recorrido de los Ríos Hermanos, aquellas aguas a las que había estado atada desde su nacimiento, prefirió callar ese pensamiento. —Si está en mis manos, mi hija no sufrirá dolor — se repitió a sí mismo, con el ánimo de consolar a su hija.
—Nunca te dije eso — contestó Pavalé, con una voz delicada y sonora que guardaba casi exclusivamente para su hija. —No podemos olvidar lo que nos hace humanos, como la amistad o el amor. Si no, seremos como los abnegados y otras bestias frívolas de Solara. Pero sabes, es malo que tu vida ya no avance por vivir en el pasado, mi cielo —.
Pavalé se acercó más a su hija, dándole un leve beso con la punta de sus labios sobre su cabello. Aunque creyó notar que a su hija le agradaba el gesto, su respuesta le decía lo contrario:
—¡Dahji era la única que me comprendía! — sentenció ella, con las lágrimas nuevamente fluyendo, cortando sus palabras —¡No tendría que haber pasado nada de esto si me hubieras escuchado y la hubieras protegido!—.
Esas palabras se convirtieron de forma pronta en cuchillos dentro de la mente de Pavalé. Aunque odiaba admitirlo, su hija tenía razón: muchas veces, bajo el único árbol de olivos dulces que tenían en el centro de su casa, la encontró llorando, con las manos pegadas a las rodillas. La imagen de su Zibi, rodeada de lágrimas, con su rostro atisbado por el desconcierto, aún lo inundaba. Sus oídos se impregnaban con las palabras, historias de horror, de lo que su hermano Solei amenazaba con hacerle a su sobrina cada vez que esta no quería ayudarle a conseguir maravedíes.
El peso del recuerdo, de todas las veces en que juró ante una Zibi destruida por las dudas, —el miedo— de lo que podría pasar, que su hermano Solei jamás haría algo así, destruyó el semblante de Pavalé, haciéndolo temblar. Solo el agarre de sus rápidas manos al quicio de la mesa le impidió caer desmayado en ese momento. Ecos fortuitos pero potentes resonaban, recordándole de hecho, la faena con la que remataba esas ahora promesas huecas a su hija: —De hecho, siento que a veces Dahji es un poco sobre emotiva. Ha de haber malentendido las palabras de su padre—.
—En aquel entonces no sabíamos de su adicción a la rizia — trató de consolarse, pero en vano, sabiendo que ninguna justificación jamás sería suficiente. De hecho, la propia Zibi, enojada por el silencio de su padre, con la piel de un rojo quemado por la ira, habría de recordárselo en su propia cara: —¡Salvaste a Janíva, a todas las demás, pero no a la única que yo quería!—.
La imagen de su hija, enfurecida, alejándose de la mesa de los preparativos, con un Pavalé incapaz de poder darle alguna respuesta o consuelo, sería uno de los momentos más dolorosos que punzarían por siempre en la vida de Pavalé.
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La ceremonia de las doce rosas era una de esas muchas cosas que, aunque el ritual fuera el mismo, difería notablemente en significado entre el norte y el sur del Reino. Para los cardenales, habituados al norte y que rara vez salían de Solara, engalanados con sus finas ropas bermellas y cadenas de oro resplandecientes, marcaba el momento en que una de las herederas de sus nobles y ancestrales casas estaba disponible para formar una alianza, ya fuera entre ellos mismos o con algún elemento subversivo del Reino que pudiera salirse de control. Sin embargo, en el sur, especialmente en pueblos como Clavaria o Agonía, marcaba, aunque con potentes simbolismos, el primer momento en la vida de una chica en que esta empezaba a menstruar: el momento en que podía ser madre y, ante los temores de muchos padres, ser tomada a la fuerza por cualquiera.
Pavalé recordaba, ya muy escondido en los ayeres, partes del ritual que acontecieron con sus ocho hermanas. En especial, recordaba cómo la ceremonia fue, en el caso de las primeras cinco, mezclada con la misa por su propia boda, a manos del primer hombre mayor que ofreció la mayor cantidad de vacas por su virginal mano. Recordó cómo su padre cogía cada una de las doce rosas, dispuestas en el centro de la sala, haciendo un halago o una promesa a su joven hija.
En aquel momento, no obstante, con los violines destrozando el silencio y el piano martillando con sus notas las fibras más sensibles de su corazón, Pavalé reconocía que, aunque brutal, austero y bastante atado a la vieja usanza de sus años más mozos, hubiera preferido una ceremonia de las doce rosas como las que tuvieron sus hermanas para su hija, a la que tenía frente a sí en esos momentos.
Pavalé cogió la primera de las doce rosas, la que usualmente se usaba como una plegaria por el pasado hacia el Santo. Decidió romper la tradición, colocando rosas blancas en forma de círculo en el centro del salón, vestido con sus mejores galas. La corbata de cordón le apretaba el cuello, y las botas le hacían punzar los pies; ambas eran bastante más pequeñas que su actual cuerpo, usadas por última vez en su propia boda. La carestía, en especial, una cierta insensibilidad que trataba de desarrollar, lo hacían aún así vestir esas incómodas prendas. Pavalé sintió el tacto frío de la rosa en la palma de su mano: ya no estaba seguro de nada, si era la brisa insidiosa del atardecer o simplemente los océanos que derramaba por los ojos los que habían humedecido la flor y su cuerpo.
Aunque trató de oler su resplandeciente aroma, no fue capaz de captar nada. La nariz hacía tiempo se le había cerrado, desde la trágica noticia. Y, aunque varias de las espinas pincharon sus dedos, abriendo sendas heridas, su piel ya tampoco reaccionaba: era un artilugio vacío, un hombre que había perdido las razones de vivir. Volteó para colocar la primera de las rosas sobre el impecable féretro de madera rosa y pequeños detalles en hilos de plata.
—Nos prometimos no mirar — se recordaba a sí mismo. Pero las emociones del momento obligaban a sus pasos a andar, a sus manos a actuar. Removió la carcasa de la parte superior para ver los restos de Zibi, su pequeña.
Era incapaz de reconocer su rostro, la que había sido el hechizo de su sonrisa, la majestad de su vista. No podía identificar dónde había estado su cálido pecho, su cuello donde colgaba aquel dije con la forma de Fortaleza. Se acercó, depositando la primera de las rosas ante ese cascarón derruido y sin soplo de alma: —Tú, yo, el Santo, Oromë en persona, sabemos que esto no tendría que haber terminado así. Mi pequeña Zibi—.
Pavalé no fue capaz de continuar con su oración. Recordaba la piel, del color y olor de la canela de su pequeña, cada vez que se acercaba en forma cálida para darle un abrazo por la espalda. Su pelo ondeando gallardo mientras recorría el campo con él a cuestas, persiguiendo pequeños duendes u otras criaturas de su imaginario. En especial, recordó sus preciosos ojos, blanquecinos como el agua clara, con sus facciones finas y su rostro en forma de corazón, en esa última vez que no fue capaz de disculparse, cuando, con ira, vio alejarse a su hija para jamás volverla a ver de regreso.
Pavalé, aunque reacio a querer mostrar debilidad ante sus invitados, era incapaz de contener el dolor que sentía en esos momentos. Un grito desgarrador cortó el cielo y detuvo la música; parecía, en breves instantes, que fue escuchado por el propio Santo, al tornarse oscuras las nubes del cielo.
Pavalé observó, por el rabillo del ojo, cómo se acercaban aquellos vestidos brillantes y sedosos, que recordaba de sus días en la milpa. Vio los destellos de luz inundar el espacio y el tiempo. No sabía si solo él los percibía o si todo el mundo podía verlo. Ya, en esas alturas, le daba igual si lo tachaban de loco o de profeta. Se apartó del borde del féretro, con las lágrimas manchando su camisa inmaculada: la mano dulce de Oromë, con la mirada hacia el suelo y lamentando la pérdida, le ofrecía la siguiente de las rosas.
Pavalé estaba seguro de que había muchas cosas que quería gritarle a su deidad en esos momentos. La principal resonaba como un rescoldo en su corazón, achicándolo como si lo hubieran expuesto al calcinante sol: —¿Por qué me mentiste? Me aseguraste que mi Zibi tendría la gloria eterna. ¡Esto no es la gloria eterna!—. La ira se impregnaba, cerrando sus puños y marcando sus nudillos hasta dejarlos rojos por la sangre atrapada. Y, aunque no pronunció palabra, Oromë pareció entenderlo todo, ofreciéndole consuelo con un pensamiento débil que Pavalé perfectamente identificó como que no era suyo, haciéndose cada vez más fuerte en su mente: —Lo sentimos. Sé que fue horrible, pero fue la forma más rápida que pude encontrar. No te imaginas los horrores del futuro, horrores a los que no la quise condenar—.
Algo dentro de Pavalé se rompió completamente. Ahora contemplaba, mientras sostenía la segunda rosa en sus dedos enjutos, que toda la fe, todo el tiempo que había invertido, había sido en vano. Aunque no dudaba de su existencia, nunca más sería capaz de creer que Oromë creía en él y su familia, los protegía a él y su familia.
—Una diosa jamás mataría a los suyos, ¿sabes?— le respondió Pavalé, altivo e insolente, decidido al menos, en la decepción, a honrar la memoria de su hija y no dejarse coadyuvar por aquella figura etérea, a la que tanto dio, pidiendo solo una cosa a cambio. Oromë no contestó ni dirigió su mirada celeste hacia Pavalé. Ascendió, desapareciendo entre la bruma del cielo oscurecido, dejando a Pavalé con las dudas y rencores pasados.
Sin embargo, cuando se acercó de nueva cuenta al féretro de su hija, decidió a entregar la segunda rosa —la del presente, la que firmaba el amor del padre por su pequeña—, un destello de luz heló sus ojos. Una sensación electrizante recorrió su médula, llenando de nubes su vista.
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—Papá, ¿por qué todos me dicen que les recuerdo al río?— preguntaba Zibi, con su tradicional mirada cálida y afectiva. Aunque sus iris y pupilas eran completamente blancos, a Pavalé le parecían más expresivos que los ojos más coloridos del mundo.
—Porque un día, como las leyendas antiguas, vine a este río con tu madre. Ella agonizaba, el parto se complicó y ni la partera ni el apóstol del pueblo tenían respuestas. Así que, como último acto, nos sentamos ella y yo, mojándonos los pies, mirando la perfecta vista de los rayos del sol reflejados en el río—. La voz de Pavalé estaba impregnada con la fuerza del recuerdo, y pasaron por frente suyo aquellas imágenes de cuando prometía a su esposa que todo estaría bien. El mismo inundó su cuerpo, haciéndolo temblar: Pavalé decidió ocultarlo, sujetándose duro a las arenas negras a la orilla del río.
—Ummmm — respondió Zibi, dubitativa, mientras jugaba con los pequeños chorros de agua entre sus manos —Aún así, eso no me explica nada. Yo soy canela como los árboles, me veo a mí misma más como un olivo dulce. ¿Por qué todos me comparan con el río?
—Porque, mientras tu mamá y yo veíamos los preciosos rayos subir al cielo, nos prometimos a nosotros mismos que nuestra pequeña habría de fluir como el río, que no nos preocuparíamos de nada. Y así fue, ese mismo día, mientras nos dormíamos acurrucados por el ir y venir del agua, naciste, fluyendo con las aguas del río — aclaró Pavalé, sujetando los cabellos de su pequeña y haciendo trenzas delicadas en el mismo. Ese olor frutal, tan característico de Zibi, llenó su nariz, trayéndole un momento de gran paz. Recordó, en realidad, la promesa que hizo a Oromë esa mañana antes de llevar a su esposa al río, donde la diosa le prometió que su hija nacería y llevaría con ella por siempre la figura del río, en especial, la de su cauce recio y decidido a cambiar el mundo.
No se atrevió a contar eso último a su pequeña, sobre la salvación de la diosa. Ya conocía que, aunque de poca edad, Zibi mostraba cierto desdén hacia Oromë, jurando que varias veces se le había aparecido, mostrándole escenas de destrucción y violencia. Aunque Pavalé no fue capaz de creer en esas palabras, prefería no tocar ese tema con su pequeña.
—Papá, me gustaría creer más que fluyo como las hojas con la brisa. Así me dejaría llevar por el viento, a donde me lleve — aclaró Zibi, volteando a ver de frente a su padre. Unas risitas nerviosas, acompañadas de pequeños brincos, le hacían notar claramente a Pavalé que su hija aún no había confesado todo lo que sentía.
—En serio, ¡qué bien! ¿A dónde quisieras, Zibi, que te llevara el viento? — preguntó su padre, cálido, dando un abrazo débil a su pequeña. Los rayos del incipiente ocaso resplandecían en los bordes de su cabello, dándoles un tono azabache único.
—Hacia un lugar donde seamos felices. Tú, yo, mamá, Dahji y, en especial — Zibi se detuvo por algunos instantes, mientras su rostro se ruborizaba, mordiéndose los labios de manera nerviosa. Pavalé trató de relajarla, con éxito, colocando sus manos conciliadoras y cálidas sobre sus hombros. —El sobrino más pequeño de los Kurp. Vino en la caravana, me dijo que soy hermosa como el río… paseamos, y no sé, mi estómago da vueltas sin control.
Aunque a Pavalé debía admitir que le hacía la menor de las gracias que su hija se hubiera enamorado de la familia que ocasionaba tanta destrucción en Agonía y el Reino con la rizia, no era capaz de contradecir las emociones de su hija. En especial, esa oración decidida, libre, que ella le había expresado, sobre la oportunidad de dejar todo atrás para ser felices.
—Te prometo que iremos de la mano hacia ese lugar de felicidad eterna. Y allí podrás ser feliz por siempre, tan fluida como un río o tan libre como un árbol al viento —. Las palabras de su papá confortaron profundamente a Zibi: había tenido sus dudas sobre si contarle a su papá sus recientes emociones, por miedo a lo que diría que todo su amor fuera recibido por un Kurp. Sin embargo, la forma en que reaccionó la alentó a seguir contando sobre la cita que había tenido el día anterior con el pequeño Kurp y sobre el pequeño camino de flores amarillas que le había hecho para honrarla.
Su padre solo sonrió, complacido por la felicidad de su pequeña. Y, con la candidez de la alegría impregnando sus palabras, concluyó su juramento ante el cosmos y los ojos brillantes de Zibi: —Iremos todos juntos hacia la felicidad, por un camino de flores—.
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Sujetando el cuello de su hija, aquellos restos mortales que en sus recuerdos aún eran pequeños y le miraban con toda la emoción de vivir, la esencia misma de Pavalé se rompió por completo. La visión de la promesa que le hizo frente al río, atraída por la presencia etérea de Oromë, de guiarla hacia la alegría, se manifestó nuevamente en sus labios, mientras la canela y el azabache de su pequeña se posaban al borde del féretro, ansiosas por escucharlo: —Tengo, por mi honor y mi alma, una última cuestión que saldar en esta tierra. Pero te prometo, pequeña, que cumpliré mi palabra e iré contigo, guiándote por ese camino de flores, ¿te parece?—.
A Pavalé le pareció ver una sonrisa, el espíritu de su hija posado en el féretro, observando cómo su papá colocaba la segunda de las rosas sobre su cuerpo inerte. Su mano, transparente y traslúcida, se posó sobre la de su padre, dándole la fuerza suficiente para terminar.
Una última rosa, fue la que se atrevió Pavalé a sostener con sus manos. La tercera rosa, conforme al rito tradicional de las doce rosas, simbolizaba el futuro que el padre deseaba para su hija. Pavalé volteó a ver a los numerosos presentes, con lágrimas destrozando su rostro, y la sonrisa cálida y segura de su pequeña que lo acompañaba.
—Esta tercera rosa era por el hermoso futuro que esperaba que tuvieras, según lo que escogieras. Recuerdo, Zibi, que te dije que no importaba si te veías como un río o un árbol, siempre y cuando fueras feliz con ello— dijo Pavalé, con la voz firme y fuerte, sorprendiendo a los presentes. La mayoría de los asistentes a la ceremonia —incluido el propio Ansamari— pensaron que Pavalé no sería capaz, debido al dolor, de colocar ni siquiera la primera rosa. Sin embargo, al menos a los ojos de su esposa, había una motivación oculta en las palabras de su marido: esa misma ira ciega y dura que lo había llevado a enterrar sus ocho secretos carnales en su milpa.
Pavalé alzó la rosa al aire, dejándola a la vista de los presentes, mientras continuaba. —Ese futuro me fue negado, el verte sonreír todos los días de tu vida. Así que ahora, uso esta última rosa para prometerte, sin importar nada, que Úrsula Vor del Leyen y su estirpe pagarán por lo que te hicieron—. Pavalé colocó la última rosa sobre el cuerpo de su hija. Los últimos vestigios de su aroma impregnaron el ambiente, atrayendo la curiosidad de los presentes.
Pavalé se acomodó el saco, pasando su mano un poco nerviosa sobre los bordes de sus solapas. Aunque las lágrimas aún fluían dificultando sus palabras, sabía, con la mano de su hija apoyándolo, que aún tenía una sacra misión que cumplir: —No sé ustedes, pero a mí me da igual si Jitian en verdad tuvo el valor para hacer lo que hizo en Solara. Ya me harté de su lentitud, su ineptitud, sus aparentes palabras huecas sin verdadera acción. ¡Tomemos las riendas, compañeros míos, incendiemos Solara y todo este Reino de mierda!—.
Las palabras de Pavalé resonaron con ecos duros y profundos en los presentes. No solo en las mentes de los miles de abraseros, que cada vez veían sus ganancias destruidas entre la desaparición del silfio y la avaricia de los Kurp. Sino también en las mentes de los más pequeños, que habían visto a sus padres, a sus hermanos, ser golpeados y tratados con desprecio por aquellos abnegados del Ministerio de la Pobreza. —¡Somos mejores que Solara! — resonaban en sus oídos, en sus corazones. Decidida, la multitud se congregó frente al faro de Pavalé, la esperanza de un padre en busca de retribución por su hija.
—Destruyamos todo y dejémoslo así. ¡No necesitamos un líder mágico para guiarnos; podemos hacerlo nosotros solos, como siempre lo hemos hecho! — gritó, desde su pecho, Pavalé, expulsando sus más recientes y profundos deseos. Quería desgarrar al Vicario en persona, fundir su trono de oro y dejarlo derretido, eternamente pegado a los suelos de la Catedral Celestial. En especial, en ese momento más que nunca, deseaba hacerle pagar a los Vor del Leyen, cobrando vida por vida.
Las palabras sobraron para expresar la unión que ahora sentía Agonía con los ideales anárquicos de Pavalé.
Un nuevo líder había surgido. Una nueva revolución estaba en alza cuando Pavalé, con ademanes finos y el rostro enjuto, con los ojos enrojecidos por las lágrimas que ya no salían por haberse agotado, cerraba por última vez el féretro de su hija, sellando los recuerdos de ella y colocándola al principio de su camino de flores, bajo la tierra de aquel cementerio.
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