Confieso que hay muchas cosas que ignoro del mundo.
No entiendo cómo funcionan esas máquinas de metal, con las que aquellos hombres, representantes del Ministerio de la Pobreza, recorren los suelos. Ellos, siempre están calvos de sus nucas, ataviados con la misma túnica gris pálido, marcada con la espada del Santo en blanco inmaculado en el pecho. Traen una pequeña campana dorada en la mano izquierda, con la que anuncian su llegada: vienen a cobrar las limosnas al pueblo, en nombre del vicario del Santo en la Tierra. Lo que sí sé y estoy seguro —aunque decirlo en público, me costaría una única y última visita de aquellos monstruos de camisas púrpuras del Ministerio de la Virtud—— es que, si son dádivas para mantener nuestra Iglesia, no deberían ser obligatorias, ni con un monto mínimo. Lo que tengo más claro, es que no deberían ser exigidas con el miedo de morir si no se pagan, pues los 'abnegados', como mejor se les conoce a esos hombres del Ministerio de la Pobreza, no dudan en usar sus bastones para silenciar a quienes se oponen a dar sus pocos bienes para cubrir sus infladas y absurdas cuotas de ganancias que demanda Solara, la ciudad del Vicario.
Me intriga, el funcionamiento de esos bastones de madera que portan los abnegados. Solo he visto, una vez, cuando lo usaron en mi madre en el mercado, que su fondo es oscuro, y que de él brota fuego, chispas, y metal ardiente.
Sin embargo, tengo poco tiempo para pensar en ello, ya que recuerdo que la venganza es un lujo del cual no dispongo. La realidad es cruda, nuestra única burra que tenemos en el predio, se desfallece de hambre, intentando girar el molino de piedra por última vez, llenando el vacío en el establo con sus múltiples rebuznidos. Con una fe casi irracional, espero obtener algo de harina para vender, aunque la esperanza es tenue. Este año, la cosecha ha sido casi inexistente. Las lluvias, que desde siempre fueron copiosas y largas, durando hasta más de la mitad de un ciclo de la iluminación, han cesado sin dejar rastro. Nadie en el pueblo había construido —o pensado siquiera— de tener piletas, o siquiera cubetas por la necesidad de almacenar agua. Ahora, con la ceremonia de la ascensión acercándose y el fin del ciclo de la iluminación, el ardor del cielo ha secado cada planta, cada árbol, cada persona.
Lo peor, son nuestras plegarias alzadas diariamente, siendo ignoradas. Extendimos nuestras manos hacia el Santo en la Iglesia, pero ni él ni sus apóstoles en la tierra nos escucharon, hicieron oídos sordos a nuestro dolor. Si el pueblo muere de hambre, a ellos no les importa; siguen recibiendo suministros desde Solara. Recuerdo que algunos, los más fanáticos, en la desesperación, llegaron a inmolarse pidiendo perdón por nuestros pecados al Santo en la plaza pública, confiando que su sacrificio trajera el agua de vuelta. Otros, llegaron a creer ciertas las palabras de varios apóstoles sádicos, y se dejaron azotar desnudos en la plaza por ellos, creyendo que su dolor y expiación, llenara de alegría los oídos de nuestro salvador.
Las mentiras y calumnias que nos han vendido son indignantes. Lo repito, no sabré mucho del mundo, como muchos de nosotros aquí, no entiendo cómo una planta se alimenta del calor del cielo y el agua de la tierra, ni cómo un arcoiris de siete colores siempre señala a la estatua en la Iglesia del Santo. Pero de algo sí estoy seguro, ningún Salvador, ni Señor de los cielos, desearía el sufrimiento para sus hijos. No es justo que se nos diga que debemos sufrir y morir para complacerlo. Eso contradice totalmente los valores que nos han predicado, aquellos que el propio Santo siempre siguió: castidad, virtud, decencia, moderación, prudencia, pobreza y honradez.
—Shenkai, dime por el carajo que obtuviste algo de molino—, la voz ronca de mi padre interrumpe mis pensamientos.
—Solo un décimo de medida de harina—, respondo, mirando el escaso producto de nuestros últimos granos.
—Eso es una mierda, no obtendremos nada al venderlo— refunfuña mi padre. —Deberías haber escuchado al apóstol, y unirte como todos los demás de tu edad a la procesión que harán hoy, para apaciguar al Santo.
—Nunca lo haré, ya sabes lo que pienso de eso—, replico con convicción, no obstante mi voz es baja para no provocar su ira.
Ya sé que a mi padre le desagrada en extremo que profiera maldiciones o herejías contra la sacra palabra del Santo.
—¡Maldita sea, esa falta de fe estúpida es lo que ha llevado a la ruina este pueblo!— estalla mi padre, su rostro enrojecido por la furia. —Deberías de darle gracias al Santo por permitirnos vivir, después de que la escoria del Elegido intentara sumirnos en la oscuridad.
—Para convertirnos en sus esclavos personales, ¿no?— respondo con firmeza. —Si ese era el caso, preferiría poder escoger con cuál de los dos males vivir—, señalo al molino, insinuando que, a pesar de su misticismo y poder, el Santo no nos ha provisto de alimento ni sustento.
Siento, para no perder la costumbre, una mano huesudos y con callos pegar contra mi mejilla izquierda, haciéndome tambalear. La sangre brota de mi piel sensible, como si mi padre supiera exactamente dónde golpear para causar el mayor daño. —¡Una sola blasfemia más, bastardo, y buscarás otro techo donde seguir retorciendo la memoria de nuestro Salvador!— amenaza, mientras se frota los nudillos doloridos, rosados por el esfuerzo. —Apúrate, y a ver qué haces, porque si te dan menos de tres maraveídes por esa harina, no te molestes en volver—.
Con una última mirada, veo a mi padre alejarse, su sombrero de paja deshilachado inclinado hacia un lado. Me quedo mirando perplejo, aquel molino de piedra desgastada, donde las estrías ya son prácticamente inexistentes, y la burra, antes de un pelaje gris plateado, mantiene solo un par de pelos, ya ralos y grisáceos apagados. Su piel se funde con sus huesos mostrándola, en su debilidad más absoluta: tiene la mirada perdida, apagada, sin interés por si despertará mañana.
En ese instante, parece que nuestros pensamientos se entrelazan. Los ideales de la burra y los míos se alinean: irnos lejos, desaparecer, ser libres, por un último crepúsculo. Con la ira aún fluyendo por mis venas, el calor punzante de un golpe reciente aún sacudiendo mi cuerpo, tomo la decisión que cambiará el destino de todo.
—Nos vamos—, digo, intentando sonar decidido, aunque el miedo tiñe mi voz. Espero una respuesta de la burra, pero la realidad me golpea: estoy solo.
Tomo una pequeña bolsa de papel, donde guardo el poco polvo de harina que salió, fruto de mi esfuerzo, mientras trato de pensar en cómo usarlo sabiamente por el camino, si quiero volver a probar bocado. Al intentar guiar a la burra hacia la salida, se resiste, cayendo con un estruendo. Un sonido desgarrador, más que un rebuznido, es su última súplica. Corro a su lado y descubro su pata rota. En sus ojos veo no solo dolor, sino una resignación profunda. Las lágrimas recorren mis mejillas, haciendo arder mi herida y caen, tiñendo de marrón los cascos del animal.
Nunca he sido capaz de matar animales; esa siempre fue tarea de mi padre. No soporto sus gritos desesperados ni puedo aceptar que sus vidas valgan menos que la mía. Pero ahora, sé que lo correcto es poner fin al sufrimiento de la burra.
Mis últimas sensaciones en el granero son del hacha que mi padre siempre guardaba en una esquina, polvorienta, incrustada en el cuello del animal. Siento el peso del metal en mis manos, y el impacto de la hoja en la carne. Oigo el crujido de sus huesos, acompañado de un posterior silencio imperturbable. Veo el brillo del filo, manchado de notas rojas, y la sangre, liberando su espíritu, corriendo libre por la pila del molino. Espero, mas bien confío, que ahora esté en un mejor lugar, con prados más verdes. Acaricio su cabeza, recordando sus mechones plateados y esponjosos, cuando me acerco a su oído para susurrarle un adiós. Le agradezco lo compartido, y le pido perdón por lo que hice.
Me perdono a mí mismo, repitiendo casi sin fuerza, —te extrañaré—, sin saber si va destinado a este momento o a todo lo vivido aquí. El cielo y su calor fulgente, me golpea el rostro, un presagio para un futuro incierto.
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Cabellos castaños, algunos largos hasta la cintura y otros hasta el hombro, con bordes irregulares y puntas quebradas, como arrancados en una lucha, aparecen frente a mi mirada. Su piel es pálida, blanquecina, inusual en este lugar de tonos oscuros, que llegan casi hasta el negro. Los únicos blancos aquí, aparte de los abnegados, son los apóstoles, todos ellos venidos como caciques de Solara. La veo sola, buscando manzanas, no encerrada en lujos monásticos. Lleva la espada del Santo en su ropa, pero algo me esperanza, aunque no acierto a saber que es, sobre el hecho que no comparte sus ideales.
Dudo si acercarme o alejarme. Podría ser peligroso, tal vez tenga armas peligrosas consigo como los abnegados. Pero sus ojos azules me encuentran mientras dudo, volteando a verme de frente. Trato, pero no puedo desviar la mirada, ya que, aunque lucen descoloridos, parecen reflejar los tonos del cielo. No sé cómo, pero ella alcanzó a ver que la observaba, y se acercó a donde me escondía, debajo de unas lonas sucias y rotas detrás del largo puesto de frutas donde ella estaba. Se acerca, con una sonrisa melódica:
—No diré lo que vi si prometes silencio sobre mi presencia aquí, ¿de acuerdo?—.
Confundido, respondo con aspereza, —No has visto nada más que a un chico observando a una chica—.
Ella señala la hogaza en mi espalda, —Vi tu salida apresurada de la panadería, no parece que hayas pagado—.
Un sudor frío, casi imperceptible, recorre mi espalda. Ella podría denunciarme por robo, un crimen severamente castigado. Podría perder una mano, un brazo, si bien me va, porque no creo sobrevivir a la brutalidad de los agentes de la Virtud. Y en este pueblo, de prelados y apóstoles que humillan y pisan con el pie las cabezas de aquellos que no somos sus iguales, su palabra blanca pesará más que la mía.
Una voz interna me advierte que esto no era una buena idea. Ya he violado, teniendo bastante que resarcir, nuestra regla más sagrada al decidir sobre la vida de la burra, y ahora, impulsado por el hambre, he roto otra: tomar lo que no es mío. Aunque justifico el robo si el perjudicado es un apóstol o prelado, total, ellos no lo extrañarían, y en cambio, aquello podría cambiar el destino de muchos, en el fondo sé que aquel acto desenfrenado podría ser el fin de todo antes de que mi vida realmente comience.
Mis dudas se reflejan en mis ojos llorosos, y en el semblante de mi rostro. Su mano pálida, con una venda en la muñeca, se acerca a mi mejilla, sintiendo la herida poco cicatrizada que mi padre dejó tras limpiar una de mis lágrimas:
—No quería asustarte—, dice ella, su tono es melódico y pausado, recordándome al canto de un pájaro. —Solo quería evitar problemas si habías visto mi fuga del monasterio—.
Me siento confundido. ¿Por qué ella, que lo tiene todo, escaparía de una vida resuelta? Se arriesga no solo caminando sola por estas calles, sino también al ayudarme, cuando otros me entregarían sin dudar al Ministerio de la Verdad, y cobrarían la recompensa que ofrecen por cada “limpieza” que ayudes a dar en el nombre del Santo. Sospecho que su amabilidad es una estrategia para traicionarme, ya que, admito, con mi espíritu quemándose por decir esto, que si yo estuviera en su lugar, me quedaría en el monasterio, disfrutando una banal existencia.
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Me temo que mis ojos y mi cara hablan por sí mismos cuando pienso muy profundo. O quizá, será que me volví a perder viendo su rostro, mientras dubitaba de todo aquello. Me perdí viendo su nariz larga y delgada, con fosas pequeñas y anchas, así como aquellos labios, delgados y carnosos, que volvían a abrirse, mostrando unos dientes alineados y de color blanquecino.
—No soy fanática ni purista—, afirma con calma, sentándose a mi lado bajo la lona. —Creo que está bien hacer ciertas cosas para sobrevivir, ¿no te parece?—. Señala a mi mejilla. —Estás herido, parece reciente. Creo poder ayudarte, espero traer lo necesario en mis bolsillos—.
—Aléjate— respondo con firmeza. la emoción atragantándome. No puedo confiar en ella, no aquí, no ahora. No cuando cada sombra podría ser un enemigo, cada gesto amable una trampa. Ella retrocede, sus ojos azules llenos de una tristeza que no esperaba.
—¿Crees que una fanática te dejaría vivir después de lo que vi? ¿Que no cobraría la recompensa, abandonándote con las bestias de la Virtud?— no sé si pregunta o reclama, mientras su dedo se mantiene señalando la parte más dolorosa de mi herida. —Déjame ayudarte, o esa herida se infectará, ya se ve negra en los bordes—.
No contesto. Estoy petrificado, pensando en que sus últimas palabras tienen razón.
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Bajo la carpa de un puesto olvidado en el mercado, un chico y una chica compartían un momento de alegría. Él reía a carcajadas, después de que ella, con una mímica exagerada, lo imitó escondiendo su cabeza en el suelo al ver los medicamentos que ella sostenía. A pesar del dolor en su cabeza por el golpe, no podía negar la gratitud que sentía hacia ella.
—Oye, no fue tan exagerado —protestó él, con una sonrisa—. No creo que mi cara se haya puesto tan roja como una naranja exprimida.
—Claro que sí, solo que tú no pudiste verlo —respondió ella entre risas. Para él, con esa sonrisa que iluminaba su rostro de líneas suaves y puras, ella parecía la chica más hermosa que jamás había conocido.
—Ya basta —dijo él, rascándose la cabeza. Tenía que admitir que, a veces, mostrar debilidad, incluso en un gesto de confianza como el de ella, podía hacerlo sentir incómodo, reviviendo los recuerdos de su padre.
—¡Shenkai, por Dios, no entiendo por qué solo aprendes a ser valiente como un animal y no como un verdadero hombre! —Las palabras duras y frías de su padre invadieron su mente, empañando su felicidad. ¿Por qué, incluso en sus momentos más felices, la ansiedad tenía que irrumpir y arruinarlo todo?
El recuerdo del cinturón desgastado con el que su padre lo azotaba había cambiado su expresión de repente. Sus hombros caídos, su mirada distante y sus facciones tensas alertaron a la chica de que algo no estaba bien. —¿Fueron mis bromas?— se preguntaba, igualmente llena de dudas. A pesar de la falta de recuerdos, sabía en su corazón que nunca quiso lastimar al chico.
—¿Estás bien? —preguntó con voz temblorosa. Aunque reticente al contacto físico con un hombre, colocó su mano sobre la de él en un gesto reconfortante—. No quería lastimarte con mi broma, solo quería hacerte reír mientras pasaba el dolor de curar tu herida.
Shenkai reconoció, tanto para sí mismo como para ella, que no era su compañía lo que lo afligía, sino el pasado que insistía en herirlo en el momento menos oportuno. Ella, entendiendo esas penas, asintió, mostrando empatía.
—Es terrible cuando los peores momentos no te dejan en paz, ¿verdad? —dijo ella, su voz melodiosa llenando el aire—. Desearía que solo los buenos momentos se quedaran con nosotros.
—Lo sé, a veces también lo deseo —admitió Shenkai, sintiéndose más tranquilo después de compartir su dolor. Se sentó, abrazando sus rodillas. Los gestos cariñosos de la chica lo reconfortaban profundamente, especialmente cuando comenzó a acariciar su cabello—. Pero sin nuestras peores experiencias, dudo que seríamos quienes somos. ¿Qué clase de personas seríamos si no nos definieran los insultos, las caídas, las pérdidas?
Shenkai había compartido uno de sus pensamientos más íntimos, inspirado por la confianza que le transmitían los dedos de la chica acariciando su cabello. La sensación de aprecio, algo nuevo para él, lo llenaba y al mismo tiempo lo inquietaba: —¿Será esto realmente desinteresado? ¿Ella esperará algo a cambio?— se preguntaba, cuando la voz dulce de ella interrumpió sus dudas.
—Hay cosas que me han marcado, pero hay muchas que desearía que nunca hubieran ocurrido —confesó ella, una sombra cruzando sus ojos azules—. Por ejemplo, desearía no haber conocido a mi padre. ¿No hay nada que cambiarías, que desearías que nunca hubiera sucedido?—, preguntó ella, incrédula, mirando directamente a Shenkai —Pero si, admito, que no olvidaría nunca, porque no sé que sería mí si no la hubiera conocido, a la única niña que sé me quiso en el mundo, mi mejor amiga—.
Shenkai no quería entristecerla más, así que guardó silencio. Pero en su corazón, reconoció que sí, que desearía borrar para siempre lo que su familia significó para él. —¿Y ella, es la razón por la que escapaste del monasterio? —cambió de tema, buscando aliviar el ánimo de la chica y saciar su propia curiosidad.
—Sí —confesó ella, aferrándose brevemente al brazo de Shenkai como si fuera un salvavidas—. Puede que pienses que estoy loca, pero apenas recuerdo mi pasado, solo a mi padre y a ella. Quiero encontrarla, tal vez pueda ayudarme a entender quién soy.
Shenkai no respondió, pero sabía que ayudaría a la chica en su búsqueda. Era lo menos que podía hacer por todo lo que ella había hecho por él.
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Angélica se siente dubitativa. El chico al que ayudó por la mañana, cerrando su herida, aún no ha partido. En su interior, sabe que no desea ser grosera, obligándolo a marcharse con gritos o insultos. Sin embargo, igual es consciente de que tiene miedo, que un hombre, en general, se encuentre tan cerca de ella, y no se le despegue. A pesar de sus mejores intenciones en la mañana de ayudarlo, ya que no le gusta ver sufrimiento —sabemos que no nos gusta ver lo que nos hicieron—, sentencia su consciencia con voz melódica y decidida, se encuentra a la mitad de un laberinto, donde esa voz, resoluta, única —pues es la suya propia— lucha, no a un duelo de espadas, sino a gritos, a quién se hará escuchar más y mejor en su interior. Un segundo eco del fondo de su alma, compite, mientras los vellos de Angélica se erizan de miedo, ya que no solo escucha la voz de su padre, sino siente, como un susurro en sus oídos, sus celos, tratando de cegarla: —Sabes que hará lo mismo que yo, tarde o temprano. Eres hermosa, irresistible—. La lujuria que rodeaba esos versos, destruía el poco corazón que aún le quedaba a Angélica.
Sin embargo, consciente primero que su mayor enemigo ya no era capaz de atormentarla físicamente, y en especial, que estaba decidida a romper esa cadena de terror que él había conformado en su mente, es que, a pesar de todas las emociones que le gritan —¡Huye!, ¡Aléjate!, ¡Sálvanos, por el Santo, sálvanos!—, es que ella se queda ahí, parada, contemplando el cementerio de Áncasar, permitiendo que la figura de su acompañante se acerque cada vez más y más. Ambos se encuentran parados en las afueras de un jardín de geranios, mismo que adorna el centro de un multitudinario listado de tumbas y criptas. La mente de Angélica se llena de misterios: sabe que, para encontrar nuevamente su camino solo tiene una pista, la del nombre de aquella chica que vio hace no sabe cuántas noches, y que, posiblemente, sea su única confidente en el mundo. Espera, que la conversación que recuerda de aquellos dos hombres de camisas violetas no sea cierta, espera, no encontrar aquel nombre grabado en alguna de las tumbas.
Recorriendo los pedazos de roca que marcan el descanso de los difuntos, con la sombra oscura del chico a su retaguardia, Angélica se cuestiona por qué no puede recordar más de su pasado o su infancia. Especialmente, por qué esos recuerdos solo afloran cuando es golpeada o está en peligro. Aún alberga la duda en su alma sobre cómo terminó abandonada por todos en las Salas de Sanación del Ministerio de la Prudencia, en especial, por su propia madre, que debería de haberla protegido de aquel monstruo.
—¡Conejita, no te atormentes con eso! Ya te dije muchas veces que recordarás todo a su tiempo— ese eco, perturba su paso. Detesta que, por más que lo ha intentado desde que ha despertado, su padre siga entrometiéndose en sus pensamientos.
—¡Te he dicho que te vayas! ¡Déjame en paz!— la consciencia de Angélica parece sollozar, quebrándose con cada palabra —Te lo suplico, ¡me hinco ante ti, pero vete ya! Has causado suficiente daño.
—No me iré, no te dejaré sola—. Esa frase sepulcral hunde todas las esperanzas de Angélica de olvidar el pasado con su padre.
—Entonces, al menos guarda silencio. Si no quieres irte, está bien, pero no pretendas vivir a través de mí—. La determinación de Angélica vuelve a manifestarse en su cuerpo, que avanza rígido y a paso acelerado.
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—Por favor, no te alejes—. La voz del chico saca a Angélica de su ensimismamiento, recordándole su propósito entre las tumbas. —La conociste, sabes lo que pasó—, resuena en su memoria con la voz autoritaria de aquel hombre llamado Antonio. Especialmente ese verso en pasado, como si recitara que Amairani había desaparecido o ya no estaba viva.
Angélica alberga la fe ciega de que podrá encontrarla y que, juntas, desentrañarán los vacíos de su memoria.
—Chica, hemos revisado más de doscientas tumbas y no hemos encontrado ese nombre—. Con un matiz de desilusión, el joven que la acompaña habla. —El ciclo solar está por concluir y pronto el cielo nos privará de distinguir claramente lo que nos rodea.
—Mi nombre es Angélica—, responde ella, dejando de lado sus palabras previas. —Cuando me llamas ‘chica’, siento que me confundes con aquellas que aguardan fuera de las Iglesias del Santo.
Aunque involuntario, el tono de Angélica es incisivo y punzante. Aún le cuesta entablar conversaciones con hombres, especialmente con uno que sabe que la atrae. Persiste el temor a lo desconocido, aunque él no ha mostrado signos de ser una amenaza.
Shenkai, introvertido y absorto en sus pensamientos, evoca brevemente la sensación de estar con su padre al oír a Angélica hablar. Como transportado a tiempos pasados, un susurro de disculpa se escapa de sus labios. —Perdona. Por cierto, me llamo Shenkai, así puedes referirte a mi presencia.
Mientras Shenkai y Angélica prosiguen su búsqueda entre las tumbas por el nombre de Amairani, deben admitir que, exhaustos hasta el punto de alucinar, no han hallado vestigio alguno de esas letras en el cementerio. Angélica se consuela pensando que si Amairani no yace allí, quizás aún esté viva en Áncasar. No obstante, la inquietud la asalta al recordar que los hombres de túnicas moradas la condujeron a través de criptas cuadradas entre pinos, no por un jardín de geranios.
El fallo más grande que pudo cometer fue iniciar la búsqueda sin considerar que Amairani podría no estar en la misma ciudad donde fue confinada por los curanderos. Creyó que su padre, conocido por su avaricia, optaría por internarla en el hospicio de la Prudencia más cercano a su hogar. Dado que había uno en Áncasar, donde su madre fue internada en ocasiones por estrés emocional, no dudó inicialmente que ella también estuviera en aquellos mismos corredores, cerca de su casa. Angélica eleva la mirada al cielo, buscando respuestas a sus interrogantes, cautivada por la caída de aquel anillo verdoso desde lo alto de las nubes, mientras el firmamento, antes bañado en tonos rojizos, empieza a adquirir un azul cálido, menos brillante, pero no oscuro.
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En nuestro mundo, el cielo es un enigma. Su verdadero color es desconocido. Con el inicio de un ciclo solar, el anillo verdoso que muchos denominan Sol asciende hacia el centro de las nubes que envuelven nuestro planeta. Estas, espesas y cambiantes, oscilan entre un gris claro y un tono más sombrío, pero jamás alcanzan la negrura. Todo a nuestro alrededor se tiñe primero de rosa y, conforme avanzan las horas, de un rojo intenso, casi como la sangre. Al descender el anillo, el cielo se vuelve azul, casi celeste, aunque su brillo es tenue. A pesar de ello, nunca nos sumergimos en la oscuridad absoluta. Tal vez por eso nos resulta tan ajena, y quizá sea esa la razón por la que la guardería del hospicio resultaba tan atroz para los enfermos, tan liberadora para la propia Angélica, por el silencio y la penumbra que sus paredes, casi carentes de ventanas, lograban. Las teorías que intentan explicar nuestro cielo iluminado son, cuando menos, peculiares.
—Shenkai, ¿piensas que nuestro Sol es la corona del Santo, guiando nuestro camino?—, pregunta Angélica, sorprendiendo a Shenkai mientras ambos descansan sobre el lecho de geranios. Aunque está familiarizado con las escrituras, enseñadas con rigor por su padre devoto, no puede evitar estremecerse ante la idea de que Angélica le haya mentido, y sea en realidad otra ferviente creyente.
—Preferiría no pensar eso, me resultaría difícil comprender cómo alguien tan generoso como el Santo, que nos brinda vida con su corona, pueda ser tan despiadado como para dejarnos en este mundo lleno de penurias sin intentar remediarlo—, confiesa Shenkai, revelando al fin las dudas que lo han atormentado.
—Me reconforta no ser la única con esas dudas—, Angélica le sonríe a Shenkai mientras habla. —Estoy segura de que hay una explicación más racional para nuestro cielo, más allá de la figura de un ser que oscila entre la luz y la sombra—.
La risa de Shenkai, contagiada por el ánimo de Angélica, resuena en el aire. —Entonces, ¿descartas la idea de una existencia eterna en el cielo o un castigo inaudito en las profundidades?— La curiosidad sincera de Shenkai encuentra eco en Angélica, quien hasta ese momento solo había contemplado la posibilidad de tales lugares no existieran como se describían en las escrituras, pero sin imaginar qué podrían ser en realidad.
—No concibo premios o penas perpetuas—, afirma Angélica con convicción. —Ignoro lo que nos depara más allá de la vida, pero rechazo la idea de quedar a merced de un Santo desconocido, ya sea en su reino celestial o en las sombras junto al Elegido—.
—Es un alivio no ser el único que teme ser evaluado por una entidad como el Santo—, Shenkai extiende su mano hacia Angélica, quien, aún indecisa sobre confiar en él, no responde al gesto. —Lo que sí sé es que nuestras acciones son fruto de nuestra libre elección—. Estas palabras resuenan en Angélica, desencadenando una serie de preguntas. ¿Significa esto que Shenkai la acompañará? ¿Compartirán juntos las adversidades? ¿Podría ya considerarlo un amigo, o quizás algo más? Estos pensamientos dan vueltas en su cabeza, generando un prolongado silencio.
Finalmente, Angélica expresa sus reflexiones: —No tengo certeza de a dónde me conducirán mis pasos, pero cada uno me distancia más de la vida que dejé atrás, de la opresión y del temor. Quizás encuentre la libertad o el término de mi sendero. Pero, por primera vez en mucho tiempo, siento que poseo la facultad de elegir—, su voz se quiebra ligeramente, al igual que su mirada, pero prosigue —Si optas por acompañarme, Shenkai, me alegrará contar con tu presencia, ya sea como amigo o confidente; el tiempo nos lo dirá. ¿Estás de acuerdo?—.
La afirmación silenciosa de Shenkai sella la complicidad tácita que ahora los une.
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