El camino se despliega largo y sinuoso, una realidad que Herga Harrund siente en su ser mientras contempla desde la ventana de su automóvil los albores del amanecer. Aunque en su mente, las nubes danzan en un torbellino, duda si es mera imaginación o un augurio de que, tras casi un ciclo completo de la iluminación en sequías, la lluvia se dignará a visitar Solara.
—Da igual—, se dice Herga, dirigiendo su mirada hacia la carta manchada en su regazo. Sin dirección y con un nombre que se le escapa —convencida de que es un seudónimo—, el tono y la ideología plasmados le hacen sospechar de Jitian como remitente. Se cuestiona qué motivaría a un revolucionario menor a buscar a alguien tan antagónico a él como su familia y su empresa. A pesar de que debería descartar la invitación, algo en su interior, diminuto pero persistente, la insta a aceptar, sacudida por la incertidumbre de si la misiva es otro de los juegos que su hermana Ereda dejó antes de fallecer. La incertidumbre roe a Herga. Una mano amistosa, pequeña y de piel amarilla, reposa sobre su regazo, junto a su mano izquierda, ofreciéndole consuelo. Herga intenta distraerse del tedio del viaje, evocando el día en que conoció a la niña que ahora le acompaña.
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—Madame Harrund, espero entienda porque convocamos esta reunión de emergencia ante el triregnum— aclaró Monsalva, el cardenal de la barba puntiaguda —Es crucial que nos brinde la verdad, aunque pueda tener consecuencias para su familia y su posición—.
—Estimadas mercedes, triregnum, que nos honra con su presencia este click— replicó Herga, con la voz cansada y agitada por el insidioso frío que entraba en la sala —Quisiera aclarar ante todos los presentes, que no sé de que se me acusa en esta trivialidad. ¿Acaso no he sido de las más fieles siervas del reino y la misión del Santo?. Mis operaciones siempre han sido transparentes y eficientes—.
—Quisieramos entender, madame Harrund, su influencia en el pensamiento y acciones de su hijo, Gardiel— resonó una voz baja y entrecortada por la sala, proveniente de un lejano trono de oro con piedras preciosas incrustadas en él. —El último informe que recibimos, del protector del Ministerio de la Virtud en Áncasar, revela que ha ayudado a los traidores de más allá del Mar Lóbrego, permitiéndoles no solo a poner pie en nuestras fronteras, sino alcanzar lugares tan lejanos como la Vía Dolorosa— enfatiza la figura envuelta en mantos de plata pura con bordados púrpura, que se esfuerza, apoyada por dos cardenales ancianos, para erguirse de su trono y confrontar a la señora Harrund, cuya silueta se difumina bajo los tenues rayos azules que penetran por los altos ventanales.
—Perdonad triregnum, pero pensé que aquellos seres amarillos ya no pensaban en nosotros como sus enemigos ideológicos, estando desgastados por las disputas internas entre ellos— comenta Herga, con una voz baja, sacudida por múltiples tosidos de su garganta acongojada. —Además, como expuse ante el propio lord Inquisidor del Ministerio de la Virtud, para mí Gardiel murió el día que se separó de mi lado— puntualizó, con la voz marcada por una clara molestia.
—Señora Harrund, si eso fuera del todo cierto, usted no estaría aquí— intervino Iranís Aryund desde las sombras, donde sus clásicos mantos oscuros lo mimetizaban con la oscuridad de la noche —Tenemos una carta, entregada por una de sus esclavas a esta oficina, fechada de hace pocos días, la cual sugiere que su hermana y su hijo, aún tienen un “amigable” contacto—.
—¿Ereda?, ¿Ereda comunicándose con Gardiel?— una duda genuina, se expresa entre las palabras y el rostro de Harrund —Como bien sabéis mis mercedes, Ereda fue enterrada hace más de un año, en el Jardín Celestial de esta misma ciudad. Que la gracia del Salvador este con ella, cerca de su Trono en el cielo. Por lo que, monsieur Aryund, esa carta es imposible que sea de mi hermana— replicó Herga, desafiante hacia Aryund, uno de sus más fervientes detractores.
—Tal vez, señora Harrund, tal vez sea cierto lo que dice usted— concede Iranís —Pero hemos visto de muchos traidores, milagros de morir y resurrectar para acallar sus deudas y esconder sus sombras en el pasado, ¿sabe?. Y, entenderá que el consejo, yo, tengamos nuestras dudas, ya que nadie presenció el cuerpo de la señora Ereda Harrund dentro de su sarcófago. Además, como mostré a los demás cardenales de forma previa, la carta trae su sello privado—.
—¿Y como atestigua vos, que no la falsificó para tener algo con lo que atacarme?— desafía Herga, —Hasta donde sé, y todos en el consejo sabemos, mis sellos reales de los Harrund son públicos, ya que estoy obligada por mi encomienda a firmar con ellos cada subasta y cada transacción de esclavos que hago en el nombre del reino. Cualquier domini, de los que abundan en estas tierras, tiene la base para poder falsificarla, si se es algo hábil con el uso de la pluma y la tinta—.
—¡Basta!, ¡Hoy no es el momento para sus querellas de infantes!— resopla en tono duro la figura del Vicario, misma que ya se ha aproximado desde su trono, quedando cara a cara con la señora Harrund, sus múltiples arrugas y marcas de su cara, perfectamente visibles a los ojos de Herga. —Lo único que quiero saber, es por qué su hijo está acusado de apoyar a su nieta bastarda de esconder a una celeste y proporcionarle información valiosa sobre nuestro reino— vociferó el Vicario, escupiendo múltiples gotas de saliva, muchas de ellas, impactando en la cara de Herga
Iranís se adelanta, situándose detrás de la mano derecha del Vicario.
—Desconozco el porque de las acciones de Gardiel— afirma Herga, con firmeza —Como comenté, es una mala semilla, y por eso lo repudié de mis tierras y de mi familia. Aunque corro con la desgracia, ante vuestras mercedes, que mi sangre corre por sus venas, puedo atestiguar que sus acciones no son influenciadas por mi persona, ni por nadie de los Harrund—
—Señora Harrund, según nos comentó el lord protector en persona, la celeste en cuestión fue atrapada viva, y atestiguará ante nosotros—. comentó otro cardenal, de nombre Austar, caracterizado por su estómago prominente y sus estolas mal colocadas. —Señora Harrund, ¿quiere mantener su versión de los hechos?—.
—Sé que soy inocente— insiste Herga, mientras buscaba en las solapas de su saco de armiño rojo aquel pequeño trasto de plata en el que guardaba sus cigarrillos. Enciende el mismo, a pesar de las miradas de desaprobación. El humo se eleva, transformando la sala en un lugar etéreo.
Una figura, vestida en una armadura de metal negro opaco, entró por la parte trasera del salón del trono. Llevaba arrastrando de los pelos, a una pequeña y flaca chica, de tal vez doce, quince años, de piel amarilla y ojos grises, clásico de los celestes. No llevaba mayores ropajes, que una pequeña bata que traslucía su piel erizada por el miedo y el frío. Muchas manchas de sangre seca, relucían por múltiples moretones y marcas de violencia en todo su cuerpo, incluyendo, una herida abierta, aún fresca, en la base de su cabeza. Herga, aunque amante de escuchar los gritos durante las sesiones de educación para los esclavos, siempre fue una persona reticente a observar líquidos humanos fluyendo por sus cuerpos. Ambas figuras se colocaron en el centro de la sala, separando a Herga y al Vicario.
—Comienza a hablar, maldita traidora, y no intentes hacerte la loca, sabemos que hablas nuestra lengua— sentenció el lord protector, mientras daba otro golpe en la cabeza con su bastón escupefuego a la niña. —¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí?—, preguntó en tono imperativo, mientras volvía a guardar su bastón en su cinturón negro.
—Vengo, vengo de Paso Victoria, en el Imperio Celestial— reveló la niña, a trompicones, por las múltiples veces que escupió sangre al tratar de decir una palabra. —Estoy aquí, porque estaba huyendo de los esclavistas, y de la guerra—. La extraña figura se lleva las manos al vientre, retorciéndose del dolor que sentía.
—¿Cómo llegaste a Áncasar?— insiste el lord protector, su mano amenazante sobre su bastón.
La niña, con miedo en sus ojos, responde: —Vine en una caravana, oculta entre los esclavos en la Corriente de Seda, así cruce de Calvaria hasta el norte—.
—¿Viniste con alguien más?¿Alguién fingió ser tu domini en la caravana?— comentó Austar, con aparente bondad, mientras se aproximaba a la niña con un pequeño trapo blanco en sus manos, que sacó de debajo de su sotana, para limpiar sus múltiples heridas. La niña, con los sollozos corriendo por su rostro, habla de un hombre blanco y delgado que prometió llevarla con su padre, mientras los gestos desinteresados de Austar, intentan reconfortar su corazón.
Pero Iranís Aryund, desconfiado y crítico, interrumpe: —¡Deja de ser un hipócrita, Austar! No te importa si esta traidora muere—. Con un gesto brusco, separa a Austar de la niña, dejando su trapo manchado cerca de las manos de la pequeña chica. Un puntapié seco, de la bota dura de Aryund golpeó abruptamente el abdomen de la chica, mientras acusaba: —¡Mientes! ¡Una bestia surgida de la blasfemia, como tu, no puede tener un padre sacro como nosotros!—.
La niña, con una valentía que contrasta con su frágil figura, declara: —Tengo un padre, de este continente, que embarazó a mi madre cuando era su esclava aquí, en Solara—.
El silencio se apodera de la sala tras el desprecio de Iranís, quien, con un gesto de repulsión, limpia la sangre que se pegó en su bota. La niña, con dignidad a pesar del dolor, limpia su rostro con el trapo que Austar le había ofrecido. —He venido a buscar a mi padre, a pedirle que me reconozca y a ofrecerle mi conocimiento del Imperio Celestial a cambio de una vida mejor—, declara con una voz que, aunque frágil, intenta ser firme.
El Vicario, consumido por el cansancio de permanecer erguido, se sostiene con el bastón que le ha sido otorgado por uno de sus cardenales. Su interrogatorio es severo: —¿Qué conocimientos posees del Imperio Celestial? ¿Qué información valiosa podrías ofrecernos?—.
La niña responde con voz baja pero firme, —Durante mucho tiempo, serví al shogún de Ixqidar. En la intimidad, los hombres revelan muchas cosas… incluso sus secretos más resguardados—.
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Ixqidar, junto a Paso Victoria, es uno de los mercados de esclavos más prominentes de nuestro mundo. No solo por el inmenso número de almas que intercambia diariamente o por las exorbitantes sumas de oro que generan sus transacciones, sino también porque, situado a orillas del Lago de la Gran Paz, se erige en el corazón del territorio enemigo, rodeado por los señores de la guerra más poderosos del Imperio Celestial. Dada su neutralidad en conflictos, funciona de facto como la capital política del Imperio, donde aquellos que discrepan con los edictos del Salón de la Perfección pueden congregarse sin restricciones.
Herga reflexiona en silencio que, de haber sido honestos con ella, la niña estaría ahora disfrutando de vino espumoso y todas las riquezas que deseara. Esa información, tan pura y valiosa, la elevaría rápidamente no solo a ser la mujer más rica y poderosa del reino, sino también a la más firme sucesora del Santo en la Tierra. Sin embargo, allí está Herga, preguntándose por qué su hermana nunca es transparente con sus intenciones, y lidiando con una joven rebelde que podría revelar más de lo debido.
—¿Cómo podemos estar seguros de que tus palabras, o cualquier cosa que intentes decirnos, son verdaderas?— pregunta Monsalva, su barba temblando visiblemente.
—Conozco de una familia esclavista en estas tierras, los Harrund—, responde la niña, intentando levantarse sin éxito, mientras el dolor vuelve a invadir su cuerpo, provocándole gritos de angustia. —Vi sus estandartes en Ixqidar, tres picos de lanza dispuestos en triángulo. Quien sea su señora podrá confirmar que la marca de fuego en mi espalda es el sello personal del shogún, reservado solo para sus más leales servidores—, aclara, después de un silencio tortuoso.
La niña intenta nuevamente ponerse de pie. Esta vez, varios cardenales, con rostros llenos de expectación, acuden en su ayuda. De pie, se despoja de su bata translúcida, quedando al descubierto ante todos. Su frágil cuerpo parece a punto de desmoronarse, entre el dolor de sus heridas y la sangre perdida. En la base de su espalda, se distingue una cicatriz de quemadura, ya curada y de color marrón oscuro, indicando que es antigua. Es un círculo inscrito de letras desconocidas para los presentes, y en el centro, una flor de cinco pétalos abiertos.
—Yo soy la señora de los Harrund—, declara Herga, mirando directamente a los ojos grisáceos de la niña. Con pasos firmes pero lentos, se aproxima a ella. Sus dedos fríos y arrugados recorren la espalda de la niña, provocando un escalofrío con cada caricia, hasta llegar a la marca que todos observan con incredulidad. La señora Harrund examina la marca por un breve instante, prestando especial atención a las letras dentro del círculo.
—¿Entonces, madame Harrund, esta joven dice la verdad?— pregunta el Vicario, su mano izquierda temblando, perdiendo brevemente el agarre de su bastón.
—Ella dice la verdad. Si se acercan, podrán ver que en el símbolo está claramente inscrita la frase: ‘Tiāntáng yǔwǒ tóngzài’—, comenta Harrund, imitando el peculiar acento de los enemigos. —Ese es el lema personal del shogún de Ixqidar, ‘el cielo está conmigo’. Además, la flor marcada en su piel es la correcta, el crisantemo de cinco pétalos que el propio shogún lleva de oro en su pecho, y que solo permite a sus más cercanos confidantes—.
El Vicario exhala varios suspiros pesados al escuchar estas palabras. Herga, fingiendo tropezar, se acerca brevemente al oído de la niña y susurra rápidamente en la lengua de los celestes, —Te sacaré de aquí, pero recuerda tu promesa—. Los cardenales mayores ayudan a Herga a recuperar el equilibrio. Ella mira a su alrededor, pero ninguno parece haber notado su artimaña.
—Por lo tanto, tenemos un traidor de la peor índole entre nosotros. Alguien que no solo deshonró nuestra raza al yacer con un siervo inferior, sino que también reveló su identidad y la dejó ir a territorio enemigo, donde podría ser utilizada en nuestra contra—, declara el Vicario, su voz rasposa por el frío que hace temblar a todos. —Esto requiere, para su redención, no solo la muerte, sino también la erradicación de toda su descendencia—, sentencia, dejando que sus palabras llenen de temor a los presentes, palideciendo muchos rostros.
Incluso Iranís Aryund retrocede, consciente de la gravedad de sus palabras.
—¿Quién es tu padre, maldito demonio?— resuena la voz del Vicario en el silencio de la sala.
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La niña recuerda fragmentos de su pasado. Una figura parecida a ella la abrazaba, contándole historias sobre cómo conoció a su padre y la promesa que él le hizo de venir por ella cuando fuera el momento adecuado. El dolor insoportable de ser arrancada de esos brazos, cuando un hombre extraño con el emblema de los Harrund en su armadura la alejaba de la ternura de su madre para llevarla al abismo. El vacío que sintió al cruzar el mar Lóbrego y ser escoltada por su captor a través de los dos ríos hermanos, tratada una vez más como una esclava. El señor de Ixqidar, Sardú, siempre fue amable con ella, a diferencia de las bestias.
Recuerda el nombre extranjero que le dieron, Amairani, para evitar sospechas, y el día en que, inundada de soledad, conoció a una niña pálida de ojos azules que pronto se convirtió en su mejor amiga y única confidente. Una última imagen borrosa se acerca: el padre de su amiga, igual de ojos celestes y barba desaliñada, hablándole directamente en la lengua celeste mientras intentaban escapar por un sendero: —Si te capturan, no digas que tienes relación alguna con mi hija o mi familia, los Harrund. Si te preguntan, menciona solo el nombre de tu padre, pero no reveles quién te trajo a Eurica ni a estas tierras—.
—Quién te trajo a Eurica, a estas tierras—, resuenan en su mente esas palabras como ecos distantes. Aunque Amairani desprecia a los Harrund por alejarla de Ixqidar, reconoce que sin ellos, nunca habría soñado con ser una bastarda reconocida, con riquezas, posición y, sobre todo, la posibilidad de seguir con vida.
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En Ixqidar, como en muchos otros señoríos y concordatos del Imperio Celestial, es tradición que el Da fùqin, o Gran Padre, líder de la familia reinante, no solo brinde su gracia a sus inferiores y siervos mientras vive, sino que también los lleve consigo al más allá cuando el Cielo reclame su existencia. Tras la muerte de un señor, su único heredero designado inicia el Tōngwǎng wěidà, o “Gran Camino al Cielo”, encendiendo piras funerarias, que se alzan hacia las nubes, su humo serpenteante llevando los restos del difunto en una procesión de luto y esplendor. Al caer la noche, las llamas consumirán no solo madera, sino también vidas; las esposas, hermanos, hijos y siervos leales se unirán al Da fùqin en su ascenso celestial, ofreciendo sus almas en sacrificio eterno.
Sardú, señor de Amairani, ya marcado por los años y la fragilidad, habría sellado el destino de la joven de no ser por la intervención de los Harrund. La imagen de su compañera, también descendiente de los Harrund, atormenta a Amairani, quien se debate entre la verdad y la preservación de su propia vida.
—Ir…— La palabra apenas comienza a formarse en los labios de Amairani cuando una bala, disparada desde el bastón del lord protector, se dirige a su pecho. El impacto la derriba, y su cuerpo golpea el suelo de mármol con un eco siniestro. Iranís Aryund, sin perder un instante, responde con un disparo certero desde su arma oculta, segando la vida del lord protector.
La furia del Vicario se desata sobre Iranís, quien cae al suelo bajo el peso de un golpe brutal. Las marcas de las joyas y anillos del Vicario se imprimen en la piel de Iranís, delineando su ira en tonos rojizos.
—¡Imbécil! ¡No eres más que un soberano imbécil, Iranís Aryund!— vocifera el Vicario, con una ira raramente vista por Herga. —El lord protector debía hablar antes de morir, revelar quién le pagó para silenciar a esa demonia. Está claro que estoy rodeado de incompetentes, por eso el reino se desmorona—.
—Y tú, Herga, no estás tan exenta de culpa como crees—, añade el Vicario, su voz resonando distante mientras abandona la sala. —Fueron tus redes de comercio esclavista las que trajeron a esa criatura a nuestra sagrada tierra. Limpia el desastre que has causado mientras medito sobre la redención que necesitas—.
Tras estas palabras, los cardenales se retiran, siguiendo al Vicario y a un herido Iranís Aryund. Herga, ahora sola, se acerca a la niña y, con dedos temblorosos, comprueba que el destino, caprichoso, le ha concedido aún pulso. —Estarás bien, el Cielo no te reclamará esta noche—, susurra Herga en lengua celeste al oído de la niña, mientras se apresura a sacarla del palacio y ponerla a salvo.
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Unos ojos grisáceos y llenos de vida devuelven a Herga a la tensa realidad del carruaje cuando los escucha pronunciar en lengua celeste:
—Mǔqīn, ¿te encuentras bien?—. Su tono refleja una preocupación profunda, que se ha trasladado como un pequeño temblor a su mano derecha.
—Claro que sí, Xialing, solo pensaba en el día que nos conocimos— aclara Herga, llevando una de sus manos, adornada con un anillo de diamantes, cerca del rostro de Xialing para acariciarle la mejilla.
—Perdona mǔqīn, si te distraje— responde Xialing, la relajación apoderándose de su voz y cuerpo.
—Xialing, te dije que te quedaras en la mansión. ¿Por qué me acompañaste?— reprocha Herga, recordando que al principio del viaje estaba sola en el automóvil. —¿Cómo te metiste en el auto? ¿Qué pretendías lograr?.
—Cuidarte, asegurarme de que estuvieras bien, Wěidà mǔqīn— responde Xialing con un tono bajo y pausado. —Todavía temo que Ereda pueda volver y atacarte—. La tristeza se profundiza en los ojos de Xialing al recordar que, a diferencia de Herga, Ereda la detestaba profundamente. —Por cierto, tu automóvil es amplio; cabía perfectamente debajo de uno de los asientos—. La mirada pícara y algo infantil de Xialing alegra el corazón de Herga, aunque no puede admitirlo en ese momento.
—La situación es muy tensa, Xialing, como para que te preocupes por esas trivialidades— confronta Herga, mirando fijamente esos ojos grisáceos llenos de vida. —Si Aryund, o peor aún, los igualitarios te descubren, no quiero ni pensar en las consecuencias—. La preocupación por Xialing domina completamente las facciones de Herga.
—Tranquila, Wěidà mǔqīn, Aryund no puede hacerme nada, incluso si lo deseara— responde Xialing con una voz llena de jovialidad. —Y entre los igualitarios no hay peligro, de lo contrario no habrían convocado a esta reunión.
—Xialing, ¿cuántas veces tengo que decirte que no seas tan confiada con la gente?— Herga habla con fatiga. —Además, no estoy segura de las intenciones de Jitian, ni siquiera sé si la carta es suya. Son solo suposiciones mías que podrían relacionarlo con mi hermana.
—Estoy segura de que Jitian escribió esta carta, llámalo intuición, pero lo sé, mǔqīn— afirma Xialing con una firmeza inusual en ella. —Y confío en que alguien con sus ideales no sería capaz de traicionar a una anciana y a su nieta adoptiva.
—A veces, me alegra, Xialing, que seas tan diferente a mí—. La voz de Herga suena indecisa, teñida de un atisbo de tristeza. Desde el rabillo del ojo, observa aquellas dos marcas profundas y largas que recorren el brazo de Xialing, extendiéndose hasta los costados de su pecho. La culpa la inunda de nuevo, mientras sus dedos intentan trazarlas, jugueteando con la textura de su piel. —Por ejemplo, no sé si yo habría sido capaz de perdonar eso—, concluye Herga, desviando la mirada hacia uno de los bordes de la ventana del automóvil, perdida en sus pensamientos.
Un último sentimiento cálido, semejante a un abrazo, llena su pecho, transportándola a sus recuerdos, a esas últimas imágenes que recuerda sobre su hermana Ereda, la probable causante de las víscitudes por las que ahora debe atravesar. A veces, Herga desearía no haberse convertido en una anciana sentimental, sino en un roble duro e insensible, como lo fue su padre. No tanto porque quisiera morir abandonada, como le ocurrió a él, despreciado incluso por la servidumbre, sino porque de esa forma, estaría segura de que, cada vez que el pasado intentase volver, no tendría el poder de herirla.
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Ereda Harrund era el polo opuesto de su hermana en cuanto a personalidad se refiere, aunque físicamente, desde la infancia, han sido tan parecidas como dos gotas de agua. A pesar de los años, esa semejanza seguía siendo tan evidente como cuando tenían cinco. Sentadas en la sala, entre pieles marrones y paredes de cedro rojo, Xialing se preguntaba cómo, habiendo compartido tantos momentos, podían tener visiones de la vida tan distintas.
—Ereda, ¿has hablado con alguien sobre Gardiel?— El tono de Herga era inquisitivo, casi acusatorio.
—Por supuesto que no. Sabes que solo intercambio cartas con él en ocasiones muy especiales— respondió Ereda, mientras una bola de estambre se deslizaba de su regazo. Últimamente, se había dedicado a tejer tapetes y lajas mortuorias, un claro indicio de su preocupación.
—Sé que mientes— afirmó Herga con convicción. —Después de tantos años, deberías saber que reconozco tus muletillas cuando ocultas algo. Incluso tejer, es una de las más obvias—.
—Le escribo tres o cuatro veces por semana— confesó Ereda con un suspiro. —Que tú hayas renunciado a tu hijo no significa que yo deba hacer lo mismo con mi sobrino—.
—La ausencia de hijos te ha ablandado, hermana— comentó Herga, tomando un sorbo de su whisky. —No entiendo cómo puedes tener tanta fe en alguien tan inútil como Gardiel—.
—¿Quién dijo que tengo fe en él?— Las palabras de Ereda sorprendieron a Herga, quien no pudo ocultar su desconcierto. —¿A qué te refieres?—
—Nuestra familia ha buscado el poder de Solara y Eurica por generaciones. A pesar de nuestra riqueza, ninguno se ha acercado al control que alguna vez tuvieron los Vor del Leyen, o al que ahora ejercen los Aryund— explicó Ereda, bajando sus bifocales para observar a su hermana.
Herga siempre había discrepado de Ereda en este aspecto. Aunque también padecía de la vista, le disgustaba mostrar debilidad, especialmente frente a los cardenales del Reino. Por eso, nadie la había visto jamás tan vulnerable con sus bifocales puestos. Ereda, por otro lado, los llevaba sin reparo. Cansada tras un largo día, Herga extrajo su propio par de gafas y un pequeño libro rojo de un cajón cercano a su sillón. Se las puso con brusquedad y replicó:
—Sé bien lo que busco en cada reunión y alabanza a esos necios hombres de fe: la oportunidad de reclamar ese poder para nosotras—.
—Pero lo que haces, a menos que decidas sacrificar a Xialing, nunca te llevará al Trono del Vicario— puntualizó Ereda, señalando a Xialing con una de sus agujas de tejer.
—No te preocupes, querida, nunca te abandonaré— tranquilizó Herga a Xialing en lengua celestial, notando el miedo en la piel de la joven.
—Detesto cuando hablas en celestial, Herga— la irritación de Ereda era palpable. —No tenemos secretos, así que habla en lengua sacra, por favor—. Una puntada mal dada hizo que Ereda se pinchase el dedo con la aguja, pero continuó tejiendo, tiñendo los hilos con su sangre.
—Solo quería calmar a Xialing, insensible— replicó Herga, molesta con Ereda por sugerir que debía usar el secreto de Xialing para deshacerse de los Aryund, aun a riesgo de la vida de la joven.
—Y luego dices que soy yo la sensible— Ereda se burló. —Lo que intenté decir es que nuestra única oportunidad de alcanzar la gloria es a través de uno de los nuestros, pero que no esté atado por el peso de nuestros apellidos o nuestra sangre—.
—Estás más loca cada día— Herga hojeaba su pequeño libro. —¿Para qué queremos el poder si no es para disfrutarlo nosotras mismas? Además, ¿por qué querría en el Trono a alguien que ni siquiera lleva el apellido Harrund?—.
—Herga, eres la viva imagen de nuestro padre— Ereda habló con firmeza. —Te importan los apellidos y la reputación, pero no los resultados. No me importa quién gobierne, siempre y cuando pueda controlarlo a mi antojo. Eso es lo que busco con Gardiel—.
Xialing se acercó a Herga, sin duda su favorita, permitiéndole invadir su espacio personal, algo que ni siquiera Ereda podía hacer. Mientras Xialing acariciaba el cabello blanco de Herga, esta le devolvía el gesto con ternura.
—Mǔqīn, no necesitas hacer esto, hay otras maneras de enfrentar a los Aryund— la voz de Xialing era aguda y jovial, resonando en la sala. —La última vez te afectó mucho—.
Herga pareció ignorarla, dirigiéndose a su hermana con severidad: —¿Y cómo piensas que ese inútil logrará algo?—
Una risa estridente llenó la habitación, y su eco perduró incluso después de que cesara. Ereda miró a Herga con una expresión de sorpresa fingida: —¿Quién dijo que usaría a Gardiel? Creí que me habías escuchado antes. Parece que la edad te está afectando, hermana—.
—Entonces, ¿cuál es tu plan? Dilo de una vez— la exasperación de Herga era palpable. —Tu secretismo casi nos cuesta la vida de Xialing—.
—Por favor, mǔqīn, para, no quiero perderte— la voz de Xialing era un susurro quebrado por las lágrimas.
—Veo que tu mascota sigue tan sensible como siempre— Ereda señaló a Xialing con desdén. —Y para responder a tu pregunta, planeo usar a Angélica, la hija de Gardiel. Ella es astuta como nosotras y, gracias a la ayuda de mi sobrino, está dispuesta a aplastar a cualquiera por el poder, para no volver a sentir la inseguridad que sufrió de niña—.
—Mǔqīn, por favor, detente, para— Xialing estaba desesperada, intentando llamar la atención de Herga, pero sus esfuerzos eran en vano.
—Ereda, ¿qué has hecho?— preguntó Herga, con una mezcla de duda y miedo. —Recuerdo el informe del protector, cómo Angélica asesinó a su padre y cómo él solo sintió placer y poder al abusar de su propia hija. ¿Me estás diciendo que todo eso fue tu culpa?—.
—¿Realmente pensaste que tu hijo sería capaz de algo tan impulsivo?— Ereda rió amargamente, sin detener el movimiento de sus agujas de tejer. —Es tan inútil y vacío que fue sencillo manipularlo para que cometiera ese acto despreciable—.
—¿Por qué infligirle tanto sufrimiento?— Herga cuestionó, la sospecha y miedo sobre los siniestros planes de su hermana se reflejaba en su rostro, aunque intentaba ocultarlo tras su libro.
—Solo así lograría que ella temiera permanecer en la sombra, que buscaría la seguridad del poder a cualquier costo— la malicia en la mirada de Ereda era evidente detrás de sus bifocales.
Un sonido resonante, una bofetada, tiñó de rojo la mejilla izquierda de Herga, sacándola de su abstracción. Al volver en sí, encontró a Xialing a su lado, ahogada en lágrimas. El asiento frente a ella, junto al fuego, estaba vacío.
—¿Qué sucedió, Xialing? ¿Te hice daño?— preguntó Herga en celestial, abrazando a la niña que tanto amaba.
—Mǔqīn, por favor, detente. Tu otra faceta me asusta, me aterra que no le importe nada, que no quiera a nadie— Xialing confesó entre sollozos. —Temo que un día quiera deshacerse de mí—.
—Eso nunca sucederá, amor, nunca— Herga respondió con la dulzura y paciencia de una abuela a su nieta. —Pero necesito de Ereda para saber cómo enfrentar a Aryund y, sobre todo, para obtener ese lugar en el mundo que ambas merecemos—.
Aunque la caricia de Herga hizo sonrojar a Xialing, no alivió su dolor.
—Mǔqīn, no necesitamos esa voz malévola. Deberías alejarte de ella, no es buena ni saludable. Además, yo no anhelo el poder; lo que alguna vez deseé, ya lo tengo: amor y un hogar— dijo Xialing, volviendo a abrazar a Herga con fuerza.
En esos momentos de amor, Herga lamentaba su destino, su involucración en tantas intrigas y, especialmente, su papel en un mercado que ahora veía tan repugnante y monstruoso como el de esclavos.
Herga acarició la espalda de Xialing, intentando consolarla, mientras sentía la marca de fuego, el símbolo de Sardú. La culpa la consumía, incapaz de reconciliar el dolor que había causado a la niña con sus negocios y la realidad de que, si abandonaba el mercado de esclavos, alguien mucho peor, podría hacerse cargo de aquellos cautivos.
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El repiqueteo agudo del motor no logra perturbar el profundo sueño de Herga. Sin embargo, es suficiente para que Xialing se sobresalte, deslizándose suavemente lejos de Herga, con quien había compartido un abrazo de descanso. Aún entre brumas del sueño, Xialing se cuestiona cuán lejos estará la reunión con Jitian y sus revolucionarios. Aunque incierta del tiempo transcurrido —minutos u horas—, intuye que ya deberían haber dejado atrás Solara. Pero el reflejo de una parroquia en ruinas en los cristales del auto, aún con campanas resonantes llamando a misa, le confirma que siguen dentro de los límites de la ciudad.
—¿Cuál es nuestro destino?— inquiere Xialing, acercándose a los asientos tras el cochero, susurrando para que solo él la escuche. No desea interrumpir el sueño de Herga.
—Nos dirigimos al Salón de las Llaves, señora— responde el cochero con amabilidad. Ante la incertidumbre en los ojos de Xialing, añade: —Pronto llegaremos. En breve, debería vislumbrar el prado de girasoles que engalana el Salón.
—Gracias— murmura ella, aún reticente. Le inquieta el motivo por el cual Ereda Harrund, de naturaleza fría y calculadora, buscaría no solo una alianza, sino siquiera un encuentro con un personaje como Jitian. —Ojalá sea solo coincidencia, ojalá sea Jitian quién escribió por puro azar—, se consuela mentalmente.
Una certeza la atormenta: no soportaría otro encuentro con Ereda. No por temor al dolor físico —las cicatrices en sus brazos y, en especial, la marca de fuego en su espalda son prueba de su resistencia—, sino por la duda de mantener su promesa. Aquella promesa que Herga y ella se hicieron cuando ella despertó del coma inducido por las esquirlas de hierro del lord protector.
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—Por fin has despertado, niña— dijo Herga con voz firme. —Casi pensé que hablarías más de la cuenta. O peor aún, que nos dejarías sin saber todo lo que conoces—.
La presencia de la señora, encorvada y marcada por los años, sentada en una modesta silla de madera al lado de Xialing, la arrancó de su profundo ensimismamiento. —Esto no puede ser el cielo— pensó Xialing, convencida por las imágenes que cruzaban su mente de la última vez que estuvo consciente, que no había otra explicación más que la muerte.
Herga observó cómo la tribulación se manifestaba en el cuerpo de la niña, que se tensaba y endurecía. —No, no has muerto. Debe ser un favor del cielo, que sabe que aún no has cumplido tu misión en este mundo— explicó Herga, ofreciéndole un pequeño bocado. Consciente de que Xialing no había comido en casi una semana, su cuerpo estaba visiblemente debilitado.
Xialing no respondió verbalmente al gesto de Herga, pero la rapidez con la que consumió el alimento habló por sí sola: —Veo que te han gustado. Los dulces son la especialidad de mi cocinera, aunque a mí me desagraden. Creo que se llevarán bien—. Una tenue sonrisa de camaradería se dibujó en el rostro de Herga. Xialing, con un nudo en la garganta, recordó que esa misma anciana era la señora Harrund, presente en su juicio ante el Vicario:
—Si desea mi muerte, hágalo de una vez— desafió Xialing, con la voz quebrada por las lágrimas que luchaban por salir —No finja empatía solo para no sentirse culpable al clavarme el cuchillo—.
—Niña, si quisiera tu muerte, no te habría salvado esa noche. Habrías perecido antes del amanecer, ya sea por el frío o por las heridas del arma del protector—. Xialing comprendió que, al reflexionar sobre ellas, las palabras de la señora Harrund tenían sentido. Entonces, ¿cuál era su propósito?
Pensamientos oscuros y perturbadores cruzaron la mente de Xialing. En el Salón del Trono de Sardú, su posición privilegiada le permitía conocer historias de las atrocidades que puede cometer la mente humana. La idea de ser sometida a torturas inimaginables la invadió, haciendo temblar cada uno de sus huesos visibles. Herga, que también conocía la capacidad de la desgracia humana, pareció entender las imágenes que atormentaban a la niña.
—No te deseo por ninguna de las razones que imaginas, niña— aclaró Herga, con una autoridad forjada a lo largo de décadas como matriarca de su familia. Sus palabras lograron apaciguar los pensamientos descontrolados de Xialing, anclándola al presente. —Sé que eres hija de Iranís Aryund, que tu padre intentó ocultarte por todo el mundo. Y cuando temió, esa noche con el Vicario, que fueras la misma niña que abandonó en Ixqidar, ordenó al lord protector que te asesinara— narró Herga, sentándose con esfuerzo junto a Xialing en la cama. La joven, aunque callada, ya no estaba paralizada por el miedo.
—Detesto a Iranís Aryund. Y sé que tuviste una relación especial con mi nieta, Angélica—. La voz serena de Herga evocó en Xialing recuerdos entrañables: Angélica no solo había sido su amiga, sino también su confidente, protectora y guía en un mundo hostil y desconocido. Recordar a Angélica diciéndole cuánto la quería y su valor, reconfortó su corazón. —Si esta anciana está relacionada con ella, no puede ser tan mala—, se consoló Xialing en lo más profundo de su ser. La felicidad de esos pensamientos iluminó su cuerpo, aportando un leve brillo a sus ojos amarillentos.
—Prometo guardar tu secreto y mantenerte a salvo. Es mi manera de honrar a mi nieta, de quien perdí el rastro hace tiempo— continuó Herga, con voz tranquila, posando una mano sobre Xialing en señal de total confianza —Si aceptas, me gustaría que ante el mundo fuéramos abuela y nieta, mientras nos apoyamos mutuamente para alcanzar nuestros objetivos—. Las palabras finales de Herga, —alcanzar nuestros objetivos—, resonaron con fuerza en el interior de Xialing. Después de lo sucedido esa noche con el Vicario, solo anhelaba dos cosas: sentir nuevamente el calor de una familia y vengarse de su padre, quien la había rechazado y ordenado su muerte.
—De acuerdo— aceptó Xialing, esforzándose por ofrecer su mejor sonrisa. La debilidad de su cuerpo demacrado comenzaba a pasar factura, limitando sus movimientos. No obstante, encontró la energía suficiente para abrazar por primera vez a su nueva abuela. Con todo su corazón, esperaba sellar con convicción el acuerdo propuesto. —Te prometo que nunca te haré daño, mi querida nieta— afirmó Herga, sellando la promesa en los oídos de Xialing.
—Yo tampoco— respondió ella, antes de caer en un sueño profundo por el agotamiento.
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Xialing contenía sus sollozos, esforzándose por no despertar a Herga, ya que no quería tener que revelarle que había estado llorando ante el temor de un nuevo encuentro con Ereda. Era consciente de que, más allá de su propio dolor, Ereda había sido la hermana de Herga. A pesar de las dudas que persistían —en particular, cómo Herga había logrado albergar en su interior la conciencia de su hermana—, Xialing albergaba la esperanza, casi divina, de que el día en que recibió las dos marcas en sus brazos marcó un punto de inflexión en la mente de Herga: que, tal como le prometió, se había liberado de esa otra parte de sí misma.
Los rayos celestes, que bañaban con su luz el campo de girasoles frente a ellas, capturaron por completo la atención de Xialing. Aunque era momento de despertar a Herga, ya que habían llegado a su destino, Xialing no podía dejar de evocar aquel día fatídico, la primera vez que experimentó la crueldad de quien llamaba mǔqīn.
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—Xialing, ¿qué te ocurre? ¿Estás enferma? He notado que no has querido comer— la preocupación genuina en la voz de Herga resonaba en el comedor, donde entraban con intensidad los rayos rojos de la mañana, mientras desayunaba con Xialing. —Son fresas, tus favoritas. No tienes idea de lo difícil que fue conseguirlas—.
—Herga, lo que dijiste ayer me preocupa mucho— dijo Xialing, jugueteando con las fresas con su tenedor, sin atreverse a probarlas. —Lo que escuché sobre Angélica me dejó helada—.
Herga se dio cuenta de que algo grave ocurría con Xialing, quien siempre la había llamado wěidà mǔqīn o mǔqīn, nunca por su nombre.
—¿Qué te preocupa, querida?— preguntó Herga con una voz suave y rítmica, reservada solo para Xialing. —Sé que los planes de mi hermana son crueles y desgarradores, pero te aseguro que nunca te haría daño—.
Intentó posar su mano arrugada sobre las de Xialing para calmarla, pero no tuvo éxito.
—Lo que me preocupa es que tú y Ereda son la misma persona— Xialing habló con frialdad. —Me aterra pensar que una parte de ti es la abuela amorosa que adoro, y la otra es capaz de hacerle eso a su propia nieta—.
La expresión de Xialing reflejaba todas sus dudas y temores.
—Créeme, Xialing, ambas partes de mí estamos de acuerdo en algo: te amamos mucho— aseguró Herga, mientras bañaba una fresa en crema y azúcar para ofrecérsela a Xialing. A regañadientes, Xialing aceptó el gesto.
—Lo siento, pero ya no estoy segura de nada— la desesperanza se apoderó de Xialing mientras hablaba, y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.
—Xialing, amor, te he querido desde aquella mañana en que saltaste a mis brazos, ¿recuerdas?— la voz de Herga se volvía cada vez más dulce, sus gestos más cálidos, mientras intentaba abrazarla. —Eres la niña más hermosa que he conocido, la luz de mis días, la estrella de mis noches—. Xialing, aunque destrozada, sabía que Herga era su única familia. Aceptó el abrazo y, pegada a su regazo, intentó hablar entre los sollozos y la cercanía de sus labios a la piel de Herga:
—Mǔqīn, prométeme que no soy parte de tus planes, por favor, prométeme que realmente me amas—.
—Te lo prometo, nunca has sido ni serás parte de mis planes— Herga acarició las mejillas de Xialing, secando sus lágrimas.
El momento pasó, dejando a ambas emocionalmente afectadas. Herga ayudó a Xialing a terminar su desayuno, bañando las fresas en crema y azúcar antes de pasárselas, ambas en silencio. Cuando quedaba una última fresa en los dedos de Herga, volvió a hablar, preguntando a Xialing:
—Xialing, tengo una duda, ¿enviaste la última carta que escribí a Julia, en Áncasar?— Aunque era la voz de Herga, el tono insidioso y molesto hizo pensar a Xialing que Ereda había vuelto a tomar control. Su mayor temor se hacía realidad mientras contemplaba el rostro que hasta hace poco era el de mǔqīn, preguntándose si volvería a verla o si Ereda cumpliría su promesa. Respondió con voz débil y lenta:
—No, mǔqīn, esa carta la envió una de tus esclavas, la de ojos violetas—.
El rostro de Ereda se endureció:
—No soy mǔqīn, soy Ereda. ¿Cómo es que la envió ella si recuerdo habértela dado a ti?—
—Sí, y poco después me la pediste de vuelta para dársela a ella— los sollozos volvieron al rostro de Xialing.
—Me repugna que mi hermana sea tan débil, te ha convertido en un insecto inútil y llorón— la crueldad en las palabras de Ereda atravesó cualquier defensa que Xialing había construido a lo largo de los años.
—Levántate, vamos a averiguar quién tiene razón, si mis recuerdos o tus palabras— ordenó Ereda con una voz firme y autoritaria.
Xialing obedeció, siguiendo a Ereda con pasos lentos y desanimados.
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El estudio de ámbar del palacio Harrund era una estancia singular. Sus paredes, revestidas de madera y cera, lo convertían en un refugio cálido y privado, impermeable incluso a los oídos de los guardias celestes Harrund. Las estatuas y figuras talladas en cera de abeja seca, iluminadas por luces tenues, creaban un ambiente único. Era un lugar donde, en confianza, Herga y Xialing compartían sus secretos más íntimos, un santuario de paz y seguridad.
Pero en ese instante, la habitación se transformó en el escenario del terror. Los reflejos rojizos de las estatuas proyectaban sombras amenazantes, presagiando violencia y derramamiento de sangre a manos de Ereda. Xialing, atrapada y sola, se enfrentaba a la posibilidad de un destino cruel sin escapatoria.
Después de una espera angustiosa, Ereda irrumpió en la sala arrastrando por el cabello a Akina, la chica de ojos violetas que le servía fielmente. Mǔqīn le había enseñado a Xialing a diferenciar entre sus pensamientos propios y los inducidos por Ereda, una distinción vital para su cordura. Akina era una de esas líneas divisorias, una presencia exclusiva en la vida de Ereda.
Ereda soltó a Akina con brusquedad, y su cabeza impactó contra el suelo con un golpe sordo. Xialing corrió a socorrerla, descubriendo una herida grave en su cráneo. Aprovechando la distracción, Ereda se dirigió a un escritorio al fondo de la sala y extrajo un látigo oculto, un instrumento de castigo que Herga nunca había visto.
—Ahora, quiero que me digan quién me traicionó, o ambas pagarán el precio— amenazó Ereda, su ira convertida en pura maldad.
—¡Ya te dije que no fui yo!— exclamó Xialing con firmeza. Akina, paralizada por el terror, no podía hablar.
—Parece que alguien necesita persuasión— dijo Ereda, blandiendo el látigo. El sonido del azote resonó en la sala. Ereda esperaba oír las súplicas de Akina, pero en su lugar, escuchó los gritos de Xialing, quien se había interpuesto para protegerla.
La voz de Herga retumbó en la mente de Ereda: —¡Vete ya, y para siempre!—, —¡Vete, o acabaré con nosotras dos!—
—¿Y cómo piensas hacerlo?— se burló Ereda, preparándose para otro golpe.
—¡Detente, bastarda!— la voz de Herga sonó más decidida que nunca. —¡Detente, o nos condenaremos juntas al infierno del que nunca debimos salir!—.
Paralizada, Ereda no podía creer lo que sus oídos captaban. Intentó una vez más alzar el látigo, pero su mano se resistía, como si se negara a seguir sus órdenes. Herga, en una lucha interna por retomar el control, observó con horror cómo la sangre de Xialing brotaba de las heridas en sus brazos. La culpa, el dolor y la tristeza inundaron el espíritu de Herga, recordando la promesa que le había hecho a Xialing en aquella oscura noche en el Salón del Trono del Vicario: —Estarás a salvo, el Cielo no te reclamará esta noche, ni ninguna otra mientras yo esté contigo—. La desesperación por la posibilidad de romper esa promesa impulsó a Herga a recuperar el control total de su ser. Esta vez, no habría perdón para Ereda por atentar contra lo que más amaba Herga.
Un dolor punzante, como un cuchillo diminuto, se hundió en el interior de Herga mientras expulsaba a Ereda, borrando cada pensamiento y acción de su conciencia compartida. Agotada por el esfuerzo, Herga se desplomó en la sala de ámbar, mientras Akina escapaba hacia la libertad, sin que nadie la detuviera.
Xialing, con sus heridas aún abiertas, permaneció junto a mǔqīn. Al abrirse los ojos celestes de Herga, Xialing sintió un temor profundo por descubrir quién habría emergido victoriosa de la batalla interna.
—Xialing, hermosa, lamento haberte lastimado— murmuró Herga, finalmente en control de su cuerpo.
—¡Mǔqīn! ¡Qué alegría verte de nuevo!— exclamó Xialing, abrazando a Herga con todas sus fuerzas, temerosa de perderla de nuevo si la soltaba.
—Mi querida niña, te causé dolor, rompí mi promesa, ¿y aún así te alegras de verme?— la voz de Herga estaba teñida de un dolor profundo.
—Siempre me alegraré de tenerte a mi lado— respondió Xialing, ayudando a mǔqīn a ponerse de pie, mientras unas lágrimas de felicidad brillaban en sus ojos. —Sé que no fuiste tú, tú siempre me has protegido—.
El calor del cuerpo de Xialing, pegado al de Herga, intensificaba la culpa que esta última sentía.
—Xialing, ambas sabemos que fue mi culpa— admitió Herga. —Debería haber escuchado cuando me advertiste sobre la creciente violencia e insensibilidad de Ereda—.
—Pero se ha ido, ¿verdad?— preguntó Xialing, invadida por la duda.
—Así es. Atravesé sus recuerdos y los borré de mi mente— confesó Herga en un susurro, casi al oído de Xialing. —Me preocupa lo que Ereda pudo haber planeado o dejado en marcha en mi nombre. Confío en que, con tu ayuda, podremos enfrentar cualquier cosa que surja—.
Un último abrazo de Xialing, sellado con un beso en la mejilla de Herga, era una promesa implícita de apoyo incondicional.
—Aún no puedo creer lo que fui capaz de hacer— dijo Herga, acariciando las heridas frescas en los brazos y costados de Xialing. El dolor de sentir aquellas marcas, rompía completamente su corazón, en especial cuando ayer, había deseado ya no lastimar más a Xialing. El saberse alguien tan peligrosa, marcó duro una herida interna que desde entonces, nunca se cerró en Herga.
—Sanarán— afirmó Xialing con convicción. —Contigo, sé que sanarán para siempre—.
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