El Salón Azul de Solara, uno de los rincones más insólitos del Reino, no era obra de un sacro. Un devoto del Altísimo habría erigido al menos una estatua o una espada en su honor. En cambio, al cruzar sus puertas, te recibían dos leones dorados de tamaño colosal, custodiando la entrada de la vasta sala. Contrario a lo que su nombre sugería, el azul escaseaba entre las mesas circulares y las otomanas de terciopelo que adornaban el espacio; predominaban los tonos rojos, dorados y crema.
Herga, con la paciencia que la caracterizaba, compartía en susurros celestiales con Xialing que esos leones eran un augurio: el fundador del salón debía ser un celestial, tal vez del Paso Victoria o de la Ciudad de las Flores. —Los leones tienen un significado especial en la cultura celestial—, le decía mientras esperaban mesa. —El de la izquierda, siempre alerta, representa la protección contra espíritus malignos o visitantes indeseados—.
—¿Como la sal que esparcimos en la entrada de nuestras casas?—, preguntó Xialing, recordando cómo un Sardú temeroso ordenaba cubrir su palacio con sal cada vez que las brujas que lo seguían le marcaban un mal augurio. Aunque solía burlarse de él por su fanatismo sin sentido, no podía negar que la idea de protección tenía su lógica.
—Exacto, aunque la sal en Ixqidar es solo un escudo protector—, asintió Úrsula, posando su mano sobre el hombro de Xialing. La inocencia en la mirada de la joven siempre conmovía a Herga, aunque rara vez lo admitía.
—Sí, para repeler lo negativo—, sonrió Xialing. —Pero no me has dicho qué simboliza el otro león.— Señaló hacia la estatua de la derecha.
—El otro león reposa, tranquilo y sereno. Solo en paz podemos invitar a la prosperidad, según nuestras creencias celestiales—.
—Entonces, ¿por qué no tienes un par en tu palacio?—, inquirió Xialing con firmeza. —Sé que eres una cardenal sacra, pero, a diferencia de los otros, no rechazas nuestra filosofía celestial. Y en las enseñanzas del Santo, no encuentro suertes tan buenas como la que mencionas con los leones—.
—Ojalá todos pensaran como tú—, suspiró Herga. —El mundo se daría cuenta de sus errores. Pero, querida, sí tengo un par en mi estudio, lejos de miradas curiosas—.
—¿De verdad?— Xialing frunció el ceño. —Nunca los vi en tu estudio—.
—Xialing, debes ser más observadora si deseas permanecer en este mundo—, replicó Herga con tono maternal. —Están en mi escritorio de secuoya. Pensé que los habías notado—.
—No, nunca los vi—, admitió Xialing. —¿Fueron un regalo o los adquiriste en tus viajes?—.
—De hecho, los leones fueron un regalo. Según la leyenda, solo así cobran vida y trabajan a tu favor. Sardú me los obsequió después de que sus brujas le advirtieran de un gran peligro en mi horizonte—. El bastón de Herga golpeó el suelo de la Sala con un eco piadoso, una forma sutil de mostrar su impaciencia por la larga espera.
—Era tan típico de Sardú—, dijo Xialing con un dejo de tristeza. Desde su nacimiento, él había sido su protector y figura paterna. —A veces, mǔqīn, aún despierto llorando, añorando su abrazo—.
—Lo sé, mi amor, lo sé—, respondió Herga, abrazándola con sinceridad. —Sardú dejó una huella imborrable en nuestras vidas—.
—¿Podrías llevarme a verlo?—, preguntó Xialing, con una mirada nublada por emociones confusas. —Tienes que ir a Ixqidar por Úrsula. Llévame contigo, haré lo que me pidas—.
Herga meditó sus opciones. A pesar del temor de que Aryund pudiera hacerle daño a Xialing, sabía que no podía negarle más la oportunidad de seguir conociendo el mundo más allá del palacio Harrund. Con un suspiro de preocupación, accedió con una sonrisa a su petición.
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La anfitriona las condujo al centro del Salón Azul, hasta una mesa discreta bajo un dosel rojo. Xialing, conocedora del carácter de Herga, se preguntaba qué hacían allí, en un rincón que parecía esconderlas del mundo. La distancia de Herga y su silencio sobre el propósito de su visita avivaban un miedo ancestral en Xialing. —¿Será que Ereda ha vuelto y actúa desde las sombras?—, se cuestionaba, buscando cómo expresar sus temores a mǔqīn.
—Pareces preocupada—, observó Herga, notando la ansiedad en el rostro de Xialing.
—Sí—, admitió ella, vacilante. —Herga, ¿qué hacemos aquí realmente? Odias el té y detestas estas reuniones sociales tanto como yo. Temo que tu oscuridad busque descubrir secretos y moverse en las sombras—.
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Herga sentía preocupación cada vez que Xialing hablaba con esa agudeza, temiendo que pudiera involucrarse sin querer en los planes que estaba orquestando. No podía revelarle que era una verdad absoluta el retorno de Ereda, razón por la cual había acordado encontrarse con Kai Demir.
—No te preocupes, querida. Nunca dejaría que Ereda nos hiciera daño—, mintió Herga con convicción. —Estamos aquí para verificar una información que podría liberarnos de la amenaza de Aryund sin ponerte en riesgo—.
Una tenue sonrisa se dibujó en el rostro de Xialing. Ella, más que nadie, anhelaba liberarse de la imagen atroz de su progenitor, aquel ser desalmado que nunca la amó, a pesar de sus intentos por engañar a su madre con una dentadura impecable y cadenas que destellaban. Su confianza en Herga era inquebrantable, aunque en el fondo sabía que debía cuestionarla. Tristemente, aunque Xialing le profesara amor, no se sentía que Herga fuera digna de él, pues había vuelto a mentirle. Xialing sabía, profundamente, que Herga había vuelto a buscar en Ereda las respuestas a sus dilemas, aunque no quisiera confesarlo.
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Herga, por su parte, debía admitir que pocas experiencias lograban perturbarla, pues su vida como madame esclavista la había expuesto a lo más sublime y a las más atroces crueldades humanas. Sin embargo, el aroma de aquellos panecillos empapados en mantequilla y azúcar, junto al té que le sabía a agua sucia, le provocaba náuseas. Con suma cortesía, probó un par de bocados y dio dos sorbos de su té, justo cuando Kai Demir se acercó para sentarse con ellas.
A Xialing le habría encantado mofarse de las peculiares aversiones de su abuela hacia ciertos manjares, especialmente durante las cenas, donde ella se deleitaba con fresas y crema o pudines, mientras Herga, con mayor discreción, optaba por vegetales al vapor, siempre con una mirada de reproche, advirtiéndole sobre los riesgos de su dieta indulgente. No obstante, la presencia y la gravedad de Kai Demir eran innegables. Xialing no podía discernir si era un aliado o un adversario, ni siquiera si podía sentirse segura con su abuela hablando en lenguas celestiales, como solía hacer.
Kai Demir era uno de los enigmas que Solara guardaba celosamente. Sus ancestros, desterrados por el mismísimo Carinali de la Ciudad de las Flores tras un escándalo, se vieron forzados a cruzar el Mar Lóbrego y, al llegar a Trinitaria, tuvieron que ocultar sus tradiciones y adaptarse a sus nuevos vecinos. A puerta cerrada, sin embargo, continuaban hablando en su lengua materna y lamentando lo que consideraban la ignorancia del Reino del Santo en comparación con su patria.
El primer Demir, conocido como Elías, fue quien, en una reunión en la residencia de los Kurp —la familia más influyente del sur del Reino—, concibió la idea que salvaría a su linaje. Las casas sociales, lugares de encuentro donde se ofrecía té, alcohol y compañía femenina, eran comunes en el Imperio Celestial. Al darse cuenta de que tal concepto era inexistente en el Reino, Elías estableció rápidamente su primer salón en Trinitaria, ganándose al patriarca Kurp como su primer cliente, lo que marcó el inicio de un éxito ascendente que culminaría con la apertura de una sucursal en Solara, la capital del Reino.
Jeremías, su hijo, llevaría la visión de su padre aún más lejos. Muchos hombres de renombre y fortuna en el Reino se encontraban a menudo solos, enfrentando las complejidades de la política y la imposición de que solo siete familias, entre ellas los Aryund, los Harrund y los Vor del Leyen, tenían el poder de decidir el destino del Reino.
Después de unos tragos, aquellos hombres de apariencia íntegra se permitían desahogar hasta los secretos más oscuros de sus linajes. Jeremías no necesitaba más que prestar oído —o mejor dicho, sus acompañantes lo hacían por él— y así, le hacían llegar toda la información.
El arte del chantaje y la comercialización de esos datos tan preciados transformaron a los Demir en una familia de gran riqueza y estima. El Salón Azul se hizo renombrado en todo el Reino, convirtiéndose en un crisol de secretos que fluían hacia ellos. Su hijo, ya consolidado en el poder desde las sombras por las maniobras de su padre, tenía el privilegio inédito en su familia de no tener que adoptar un nombre sacro, sino de llevar con orgullo su nombre celestial, Kai.
Kai Demir, con pesar, reconocía las deudas antiguas y significativas que tenía con Ereda Harrund. La mayoría eran cuentas pendientes de juego y, más delicadas aún, de purgas políticas. De temperamento férreo pero impulsivo, se dejaba arrastrar por apuestas equinas, sin importar cuán descabelladas resultaran. Sus arrebatos emocionales ya le habían costado más de un altercado fatal. Solo la influencia de Ereda, que se extendía por el Reino como tentáculos, lo había salvado de caer en manos del Ministerio de la Virtud y perder, junto con su familia, todo lo que desde Elías habían construido.
Por ello, al recibir la carta con el sello verde de Ereda, no tuvo más remedio que responder a su convocatoria. La nota era concisa, solicitando un encuentro donde Kai debía estar presente junto a la hermana de ella, Herga, el día que Carul Vor del Leyen e Iranís Aryund se reunieran nuevamente en el Salón Azul. Kai se consumía en la incertidumbre, preguntándose cómo aquella dama de aspecto sereno y anteojos gruesos había sabido de la primer reunión, que, por expreso pedido de ambos —especialmente de Aryund, a través de su hijo—, debía ser un asunto exclusivamente privado, celebrándose a puerta cerrada, y solo con él como anfitrión y única persona presente para el servicio.
—Vuestras mercedes, ¿les apetece una copa de champagne mientras esperan?— ofreció Kai, ataviado con una túnica de seda azul celeste sobre un traje Mao de tonos eléctricos, ambos adornados con bordados que evocaban en Xialing los recuerdos de las historias del Dragón de Cristal, la mítica criatura del Salón de la Perfección, que solo el Elegido podía domar.
Sin aguardar respuesta, Kai gesticuló para que trajeran el champagne más exclusivo. Xialing, impulsada por la curiosidad, dejó de lado las enseñanzas de Herga sobre la discreción y se dirigió a Kai en celestial: —Es la primera vez en mucho tiempo que encuentro a otro celestial en el Reino— dijo ella —Pero a diferencia mía, usted no tiene la piel amarilla ni los ojos grises. ¿Nació aquí, de padres sacros mezclados, o reconoce la figura en su traje?
La inquietud de Xialing era palpable, a pesar del sutil codazo de Herga, un recordatorio de la cautela que tanto le había costado inculcarle. —Señorita, debería ser consciente de que hablar celestial frente a sacros es una condena a muerte— replicó Kai en sacro, con voz tenue, como si compartiera un secreto ancestral. Para Xialing, esa advertencia, tras tantas vivencias, se había vuelto una amenaza cada vez más hueca. El celestial era su refugio de secretos frente a las figuras intimidantes. —Lo sé, pero el sacro no resguarda mis secretos, el celestial sí— contestó ella, desafiante —Entonces, ¿conoce el significado de la figura que lleva?
La persistencia de Xialing, y la aparente indiferencia de Herga ante la conversación en celestial, otorgaron a Kai un destello de libertad. Por primera vez, se atrevió a hablar celestial en público: —No, este traje lo heredé de mi abuelo, quien lo portaba al abandonar la Ciudad de las Flores— reveló —Ha pasado de generación en generación, pero su significado se ha perdido en el tiempo.
—Ya veo— respondió Xialing, ligeramente desilusionada, esperando encontrar a alguien más en el Reino que pudiera entenderla —Entonces, monsieur, ¿cuál es su nombre y cuál es el propósito de nuestra reunión?
La irreverencia de Xialing solía sorprender a Herga. La joven buscaba respuestas con determinación, sin importar las consecuencias. La franqueza de sus cuestionamientos también tomaba por sorpresa a Kai Demir: —Me llamo Kai, Kai Demir— se presentó con una reverencia. Su gesto no dejaba lugar a dudas sobre su linaje celestial, mientras llevaba la palma de su mano a su frente y luego la bajaba en un ángulo recto. Este saludo, conocido en celestial como ‘bowtow’, era una antigua forma de mostrar respeto y reconocer la superioridad de otro, ya sea en experiencia o edad. Las nociones de superioridad o inferioridad moral eran pilares en la ideología celestial. Sin embargo, Xialing se cuestionaba por qué dos mujeres, hasta ahora desconocidas para Kai, merecían tal profundo respeto. En el Imperio Celestial, el bowtow se reservaba únicamente para los progenitores o el señor feudal.
—Mi nombre es Xialing —dijo ella—. Y creo que mi acompañante no necesita presentación; es Herga Harrund—. Aunque algo en su interior, heredado de su convivencia con los sacros como Herga, le instaba a corresponder el gesto de Kai, sus arraigadas creencias celestiales le impedían tal humillación. Para Xialing, el bowtow estaba destinado solo a su antiguo señor Sardú, a su abuela Herga y, si se reencontraban, a su amiga Angélica. Por ello, optó por un firme apretón de manos, típico de los sacros, como respuesta final a Kai.
Kai, confundido, aceptó el gesto de Xialing y estrechó su mano. Internamente, admitía que la joven celestial le provocaba aún más incertidumbre sobre las intenciones de Ereda Harrund en esa reunión, especialmente siendo ella tan enigmática y aparentemente versada en los secretos tanto celestiales como sacros.
—Entonces, señor Demir, ¿está confirmado que Aryund vendrá hoy? —preguntó Herga en sacro, intentando aliviar la tensión palpable entre su nieta y el emisario.
—Sí, llegará en diez minutos como máximo —aseguró Kai, dirigiendo su mirada hacia Herga—. La misiva no especificaba detalles, así que desconozco si su hermana Ereda la informó de todo.
—Si conoces a Ereda, sabrás que prefiere no dejar rastro escrito —replicó Herga, aceptando una copa del efervescente champán que una mesera bajita y regordeta les ofrecía—. Todo se maneja verbalmente, señor Kai; es más seguro para todos.
Herga saboreó su bebida, encontrándola refrescante y aliviadora, en contraste con el té con panecillos que fingía disfrutar. Los demás alzaron sus copas y bebieron en silencio, como si celebraran con ella.
—Por lo tanto, deben saber que la reunión con Aryund promete ser tensa —confesó Kai—. Iranís insistió en privacidad, pero Carul, temerosa, pidió que se realizara en el Salón Azul durante su hora pico, o de lo contrario, se negaría a asistir. Aryund no tuvo más opción que acceder, su desesperación por encontrarse con esa mujer es evidente.
—Si Aryund ha solicitado privacidad, o tiene un gran secreto que revelar, o planea acabar con Carul esta noche —concluyó Xialing fríamente, mientras degustaba un bocado de panecillo con mantequilla y champán.
—Xialing, ya te he advertido sobre tu indulgente dieta —le reprochó Herga—. ¿Acaso deseas abandonar tu esbelta figura y parecerte a mí?
Kai no podía comprender cómo Xialing entendía tan bien a alguien como Iranís Aryund, quien solo mostraba su verdadera naturaleza tras puertas cerradas: una araña tejedora de intrigas y una serpiente asesina. Y tras expresar verdades tan crudas, cómo podía comportarse de manera tan infantil. La reacción de Herga también lo desconcertaba, al seguirle el juego en lugar de cuestionar sus motivos.
—Jamás perderé mi figura, tengo un abdomen de acero —respondió Xialing con sorna, golpeando su vientre como si fuera tan duro como una roca—. Así que puedo darme el gusto de comer dulces sin remordimientos.
—A veces me pregunto por qué te consiento tanto —dijo Herga con una sonrisa—. —Quizás debería prohibirte los dulces por un mes, a ver si así se te quita esa peligrosa adicción —sugirió Herga con una mezcla de seriedad y afecto.
—Es porque me amas, mǔqīn —respondió Xialing con jovialidad, saboreando otra bocanada de su peculiar mezcla.
Kai estaba sumido en un mar de dudas. No podía entender cómo Xialing, que no guardaba parecido alguno con Herga y sabiendo que ella solo tenía un hijo blanco y sacro llamado Gardiel, gozaba de tantas libertades con la poderosa matriarca Harrund. ¿Qué secreto compartirían que le permitía llamarla abuela ante todos? A diferencia de la joven, Kai no se atrevía a verbalizar sus interrogantes. Su padre, Jeremías, le había enseñado que las palabras podían volverse en tu contra y costarte caro.
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Iranís Aryund y Carul Vor del Leyen llegaron puntuales a su cita a las 10:10 del click solar, en el momento cumbre de los rayos menores del cielo celeste. Aunque todo seguía siendo visible, la claridad no era la misma que durante el día con el cielo rojizo, lo que facilitó la maniobra de Ereda: pasó a ambas figuras por un lado del dosel donde Kai y Herga estaban sentados, sin que notaran la presencia de alguien escuchando al lado de sus oídos.
Al reconocer el paso característico de Aryund, marcado por el golpeteo de sus siempre impecables zapatos, las mujeres guardaron un silencio sepulcral, conteniendo casi la respiración. Kai hizo lo mismo, indicando con señas silenciosas pero evidentes a sus acompañantes que atendieran con prontitud la mesa vecina.
Carul Vor del Leyen, siguiendo la costumbre de su pariente Úrsula, llegó acompañada de dos Jinetes Negros del Banco. A diferencia de su sobrina, no llevaba el uniforme tradicional de su institución, sino su amado traje de lana rosa, que muchos, incluido Aryund, despreciaban por considerarlo patético e infantil.
—Pensé que no querías testigos —espetó Aryund apenas se sentó—. La primera vez pediste una reunión privada, y ahora traes hasta a los ineptos guardias de tu banco.
—Señor Aryund, es por mi protección —se defendió Carul, mientras una acompañante, vestida con un atrevido traje rojo, les ofrecía una botella de champán de cortesía. Carul intentó despedir a la joven, pero Aryund no solo aceptó el gesto, sino que invitó a la chica a sentarse junto a él.
—Entonces no entiendo tus reproches, Iranís, si tú eres el primero en romper nuestras reglas —dijo Carul con desdén, ajustándose el monóculo para observar cómo la joven servía a Aryund, quien se distraía brevemente con su escote.
—Cállate, Carul. No tienes la autoridad moral ni la influencia política o económica para darme órdenes o lecciones —replicó Aryund, recordando de repente el propósito de su encuentro—. Convoqué esta reunión de urgencia solo para preguntarte directamente, maldita traidora, ¿por qué tu cerebro de alpiste pensó que podrías vencerme?
La sorpresa y la indignación se pintaron en el rostro de Carul. Detestaba la arrogancia y la vulgaridad de Aryund, y más aún, que a diferencia de otros con su apellido, no pudiera enfrentarlo como quisiera, por la fuerza, ya que en ese momento lo necesitaba más de lo que él a ella.
—Señor Aryund, le he solicitado en repetidas ocasiones que se dirija con respeto hacia la onomástica e institución que represento —dijo Carul, con el tono pedante habitual de sus reuniones en la mesa directiva del Banco. Aryund, con el rostro impasible, se acercó hasta quedar frente a frente con ella.
—Así que rechaza su derecho a defenderse, muy bien —respondió él, su aliento perceptible para Carul—. Entonces, dígame, ¿cómo pretende que le cobre la afrenta de Ixqidar? Usted era la única que sabía que iba allí para rescatar a la estúpida bastarda de mi hija, y por ende, la única que pudo tenderme esa trampa con la prostituta.
Carul se quedó helada ante las acusaciones de Aryund. Aunque su relación se había estrechado en su primer encuentro, donde juró apoyar la revolución secreta de Aryund, no había planeado traicionarlo, especialmente en un momento en que no tenía sentido hacerlo.
—Primero que nada, señor Aryund, ¿por qué lo traicionaría ahora, si tengo más que perder con usted muerto? —explicó Carul, frotando su monóculo contra su traje de lana rosa, un gesto que Iranís interpretó como señal de culpa, aunque también lo hacía cuando estaba estresada y confundida—. No quiero correr el riesgo de tener que negociar con su impredecible hijo. Si sabe que mi familia es calculadora y fría, ¿por qué haría algo en su contra, si solo con usted puedo hacer negocios?
—Miente, lo sé —dijo Iranís, terminándose su bebida de un trago, la ira ardiendo en su interior—. Solo porque necesito a su despreciable familia y su Banco vivos, no la mato ahora mismo. Así que dígame, Carul, ¿dónde está escondida esa puta prostitua roja?, ¿cuándo piensa revelarle lo que sabe?
La acompañante de Aryund, vestida de rojo, no sabía cómo reaccionar. Estaba acostumbrada a clientes que buscaban consuelo o adulación, no a ser testigo de un enfrentamiento tan intenso, con Aryund escupiendo toda su furia sobre el rostro de Carul.
Los Jinetes Negros, rápidos en reaccionar, desenfundaron sus bastones escupefuego, apuntando a Aryund. No tolerarían un ataque directo a un miembro de la familia rectora del Banco. Pero antes de que pudieran actuar, una figura misteriosa apareció, silenciando a ambos hombres con un movimiento rápido y letal. Incluso Herga y Xialing, que habían escuchado toda la escena, se sorprendieron ante la aparición de dicha figura, ya que ninguna de las dos damas había podido verla antes.
El grito de Carul fue sofocado por la mano del hombre que acababa de salvar a Aryund. En sus dedos, que amenazaban con romperle los dientes, Carul vio una hoja con un águila invicta tallada en el mango. La sorprendió la habilidad de Iranís Aryund hijo con las armas, revelándose como una bestia sanguinaria.
—No es la única con armas, Carul —dijo Iranís hijo, soltando la boca de Carul y sentándose a su lado, cerrando el círculo siniestro que la rodeaba. La dama de compañía, aunque aterrada, no podía dejar la escena: las manos de Aryund padre, se cerñían sobre sus piernas con un agarre que amenazaba con dejarle moretones profundos.
—Responda a mi pregunta. ¿Dónde se encontrará con esa infeliz prostituta? ¿Quizás en Hart-zú, su lugar de origen? —insistía Iranís padre, marcando cada palabra con un golpe sonoro al obligar a la acompañante a servir más champagne.
El miedo y la incertidumbre se apoderaban de Carul, quien comenzaba a temblar. No comprendía las acusaciones de Aryund, sabiéndose inocente. ¿Sería verdad lo que su sobrina le había advertido hace años, que Aryund y Harrund eran serpientes venenosas que solo se podían controlar con una crueldad similar a la suya? Carul siempre había descartado esas palabras de Úrsula como excusas para mantener el control absoluto del Banco.
Sin embargo, para Iranís, la reacción de temor, acompañada por la insidia con que frotaba su monóculo contra su traje de lana que tenía Carul cada que Aryund hablaba, solo confirmaba su culpabilidad en los eventos de Ixqidar. Como en aquella ciudad, había sido seducido por su debilidad por las mujeres de baja condición, revelando ante esa chica alta y delgada todos sus secretos, incluyendo el de su hija bastarda, mientras se perdía viendo el rebotar de sus pequeños y firmes senos. —Si al menos hubieras elegido una actriz más convincente, Carul, todo te habría salido a pedir de boca. No que, la chica que mandaste se le notaba el acento en el sacro a leguas de distancia—. La presión de Aryund sobre Carul aumentaba a medida que se embriagaba más con el champagne, sujetaba cada vez más fuerte, como una arpía, y más arriba, las piernas de su dama de compañía, e iba intensificando los insultos y el terror que infligía en Carul Vor del Leyen.
Pero su táctica no daba frutos; Carul se mantenía en silencio. Desearía saber qué mentir en ese momento, pero estaba completamente ajena a lo que Aryund le acusaba. ¿Habría Úrsula descubierto el secreto de Aryund? Ese pensamiento último, cargado de desesperación, aniquilaba cualquier esperanza que Carul pudiera tener: sabía que si no moría ese día a manos de los Aryund, su sobrina la masacraría al regresar a Solara para reclamar el control del Banco.
—Te dije que sería inútil venir, que esta perra no hablaría— sentenciaba Iranís hijo, dejando estupefacta a Carul. ¿Acaso podría no solo, haber heredado las pésimas costumbres de su padre, sino exacerbarlas?
—Basta ya —exclamaba Aryund con severidad. Su voz, firme, se elevaba en reproches hacia su hijo, sin importar el momento—. Recuerda que soy yo quien guía nuestro destino aquí. La responsabilidad de velar por el bienestar de nuestra familia recae en mí.
—Podría argumentar lo contrario —replicaba el hijo, jugando su cuchillo cerca del rostro de su padre con una calma desafiante—. Hasta ahora, las decisiones impulsivas han sido tus elecciones. La búsqueda del secreto de Sardú con tu hija bastarda y tus confidencias a una mujer de dudosa reputación, todas han sido obra tuya.
La ira se pintaba en el rostro de Aryund padre, su mandíbula tensa y arrugas profundas alrededor de su nariz y ojos. Despreciaba muchas cosas, pero sobre todo, que su hijo osara cuestionar su autoridad y le recordara sus errores. En su mente, Iranís Aryund era intachable y el mundo, equivocado.
—Silencio —ordenaba su padre, con un tono más contenido, la agresividad disminuida, consciente de su falta de argumentos frente a los señalamientos de su hijo—. La única razón por la que estamos aquí, más allá de buscar información de esta mujer, es porque no has sido capaz de conseguir lo que necesito por ti mismo.
—No te atrevas a cuestionar mis logros —sentenciaba Iranís hijo, con frialdad y distancia, lanzando la cuchilla afilada cerca de la nuca de su padre. Por poco acertaba en la yugular de Aryund. Este, consumido por la ira pero reprimido, pues estaba atado a los designios de su hijo, desquitaba su furia con la dama de compañía, hundiéndole los dedos en la entrepierna hasta hacerla sangrar. Un sollozo fuerte intentó hacerse oír en la Sala, pero fue rápida y duramente reprimido por ambos Aryund, que infundían el dorado de sus altivos anillos en el rostro de la dama.
—Reconozco que has encontrado uno de los componentes del secreto de Sardú, ¿y qué? Si no eres capaz de recuperarlo para usarlo, es tan inútil eso como que sigamos en la ignorancia —espetó su padre, con un odio férreo marcado en su semblante.
Carul estaba asaltada por dudas, cuestionando las últimas palabras de Aryund, al igual que Herga. Sin embargo, Xialing permanecía imperturbable, como si finalmente los Aryund hubieran comprendido algo que para ella siempre fue claro. Recordaba, con una sombra de melancolía, el día en que su señor Sardú le reveló aquel misterioso orden del universo, en el que, por acciones de su padre biológico, se había visto envuelta.
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Sardú, el shogún de Ixqidar, era una presencia familiar, cordial pero reservada. Portaba siempre en su pecho un crisantemo dorado —Es un talismán de buena fortuna—, le confiaba a Xialing. A su lado, dos brujas envueltas en túnicas negras y capuchas blancas lo acompañaban sin cesar, desde el alba hasta el ocaso.
—Ellas leen el futuro, me advierten sobre amigos y enemigos—, explicaba Sardú a Xialing, cada vez que la niña inquiría sobre el propósito de esas figuras que lo seguían y susurraban a su oído. La incógnita que Xialing guardaría por siempre era cómo Sardú, otrora un gran general y conquistador, temido y respetado, había llegado a convertirse en la criatura temerosa y cautelosa que ella conocía.
Aunque no cambiaría al Sardú que recordaba, con su barba negra impecable y sus elegantes hanfu de seda negra, a veces se sentía frustrada por la ridiculez de sus supersticiones. Con una mezcla de dolor y nostalgia, Xialing evocaba el día en que, siendo aún muy joven, acompañó a su padre, una imponente figura vestida con pieles de oso, al Salón del Trono de Sardú. En aquel lugar, Aryund, con una sonrisa tensa y el brillo característico de sus cadenas de oro, comprometía a su hija como sirvienta del señor de Ixqidar, forjando así un vínculo más fuerte y perdurable entre el Imperio Celestial y el Reino del Santo. Era conocido en Ilurica que los sacros de pieles blancas representaban la oposición ideológica más férrea del Imperio. Las leyendas narraban cómo habían vencido al Elegido y al Dragón de Cristal. Los textos sagrados, especialmente aquellos escritos por los que fallaron en suceder al Elegido, instaban a la unión para emprender una última cruzada contra aquellos que habían aniquilado la esperanza del mundo.
Aryund, según confesaría más tarde a su madre, tenía un único y claro propósito al concebir a Xialing: introducirla en la intimidad de Sardú, donde su hija lo persuadiría para revelar, sobre todo, el secreto de los Carinali.
En contraste con la nación sacra, donde siete cardenales de linajes eternos se congregan en cónclave para elegir a su nuevo líder espiritual tras la muerte del anterior, la sucesión en el Imperio Celestial estaba cargada de fervor religioso y, por ende, era más caótica. Según la creencia divina, quien fuera la reencarnación del Elegido del Cielo tendría el derecho de gobernar la tierra entera, siendo el único capaz de despertar al Dragón de Cristal que yacía inmóvil en el Salón de la Perfección de la Ciudad de las Flores. No obstante, tras siglos y milenios desde el enfrentamiento entre el Elegido y el Santo, nadie había logrado reclamar ese honor.
En los tiempos de anarquía inicial, surgió un concepto singular que definiría la política interna del Imperio Celestial para siempre: la figura del Carinali, un líder militar que, mediante la fuerza, asumía el poder en la Ciudad de las Flores, aunque fuera del Salón de la Perfección, sentado en un modesto trono de mármol, simbolizando su liderazgo supremo pero también su falta de legitimidad celestial. Varios Carinali, cegados por su codicia, intentaron ocupar el Trono de Cristal custodiado por el Dragón: todos, sin excepción, fueron ejecutados por la furia de la bestia que, aunque reacia a despertar, no permitía que nadie, salvo su Elegido, ocupara el lugar destinado al líder celestial sobre el Trono en el cuello del Dragón.
Sardú, en un momento de gran intimidad, confesaría a Xialing aquel día sombrío en que intentó sin éxito consumar su unión con ella, que su destreza militar, la cual le había permitido unificar brevemente bajo su mando a los enemigos ancestrales de Ixqidar: el Concordato Ushumi al sur y el Reino Xanhdi al este, lo había posicionado como el candidato más firme para suceder al Carinali anterior, Zhentian, quien además era uno de sus amigos más cercanos.
En su lecho de muerte, cuando ya por costumbre casi patológica, el Carinali saliente entregaba el bastón de mando de los ejércitos celestiales a su sucesor, Zhentian confesaría a Sardú, en silencio y privacidad, la razón por la cual el Imperio desconfiaba tanto de los extranjeros y por qué, durante milenios, no había abandonado Ilurica para vengar al Elegido: —El Dragón que reposa en el Salón de la Perfección no es una criatura mítica, como muchos creen—, decía con voz débil, en un último esfuerzo por transmitir esa información crucial a Sardú —Es una máquina consciente e incompleta, que si se reúnen sus partes, podría desatar una catástrofe global. Si alguien las ensamblara, se desencadenaría una nueva guerra civil, tal como la que enfrentó al Elegido y al Santo—.
Zhentian tosía con fuerza, expulsando vestigios de vida en forma de sangre. Elevaba una plegaria silenciosa, buscando unos momentos más para revelar a Sardú la misión sagrada de los Carinali —Nuestra tarea divina es impedir que se reúnan esos fragmentos. Que nadie más pueda ensamblar esa máquina y aspirar a dominar el mundo, como lo intentó, en un desvarío juvenil, aquel primer muchacho ungido como el Elegido. Nuestro método es la dispersión de las piezas a lo largo y ancho del orbe, confiando algunas incluso al suelo de los sacros. Pero los secretos más preciados, el núcleo del Dragón, aprisionado en el Salón de la Perfección, y el libro rojo del Elegido, con las instrucciones para su ensamblaje y sus capacidades, los custodiamos celosamente—.
Sardú se encontraba atónito. Todo en lo que había creído se desvanecía ante sus ojos. Los celestiales no eran los predilectos del Cielo ni los escogidos del Dragón. Eran meros guardianes, cuidadores de una máquina parlante, intentando evitar que la ira destructora del Dragón consumiera la tierra. Con pesar, comprendía que las palabras de Zhentian significaban, entre otras cosas, que nunca sería testigo del milagro que él y su pueblo habían anhelado fervientemente: la llegada de un nuevo Elegido del Cielo.
En su agonía, Zhentian instaba a Sardú a buscar en un compartimento oculto bajo su lecho. A pesar de las dudas que lo asediaban, de los temores que lo devoraban al saberse el próximo en perpetuar la farsa, accedía, impulsado por la curiosidad y la vana esperanza de que todo fuera una falacia. Allí encontraba el libro Rojo, escrito en la antigua lengua celestial, presuntamente por el primer Elegido, corroborando la narrativa de Zhentian y la amarga realidad que ahora envolvía a Sardú. —Te deseo fortaleza, hermano. Se avecina una contienda; Camarleno no renunciará fácilmente a su pretensión al título de Carinali. Pero tú, Sardú, debes prevalecer. Eres el único capaz de preservar nuestro legado como custodios del secreto: Camarleno, sin lugar a dudas, buscaría emplearlo para someter a todos bajo su yugo, arriesgando la aniquilación de nuestra gente como en los tiempos del primer Elegido—.
Con un último aliento de profunda angustia, el alma de Zhentian ascendía, dejando a Sardú sumido en un océano de incertidumbres: —¿Por qué le había confiado tal carga?, ¿Por qué estaba tan convencido Zhentian de que continuaría vertiendo sangre inocente para proteger un secreto con el que no tenía vínculos, ni siquiera el deseo de que fuera verdadero?—. Debía reconocer que en el pasado, al menos, había combatido por considerarse digno del Cielo y de aquellos ancestros que lo nombraron shogún de Ixqidar. Ahora, —¿qué motivación le quedaba para luchar, si todo aquello era una ilusión?—.
Las lágrimas surcaban el rostro de Sardú mientras, con manos trémulas, confesaba a Xialing que, al final, no había tenido la resolución necesaria para honrar la memoria de su amigo. Había abandonado las armas, entregado la Ciudad de las Flores —y con ella, el Imperio— a Camarleno, refugiándose en la fortaleza casi inquebrantable de su hogar, Ixqidar. Pero antes de que Xialing pudiera formular pregunta alguna, le revelaba, extrayendo de un escondite bajo el suelo de su aposento, que había conservado para sí el secreto de los Carinali. Camarleno nunca supo de la existencia del Dragón de Cristal, y sin el libro Rojo que Sardú ahora depositaba en las pequeñas manos de Xialing, jamás podría siquiera soñar con descubrir cómo restaurarlo.
—Quizás no he cumplido mi deber como se esperaba de mí—, pronunciaba Sardú, con voz quebrada por el peso del recuerdo —Pero al menos, mi conciencia y el Cielo son testigos de que he mantenido oculta la información de Zhentian de todos aquellos a mi alrededor. Ahora, en el ocaso de mi vida, deposito mi confianza en tu inocencia y bondad, esperando que guardes este conocimiento con el mismo celo con el que lo he protegido—, decía Sardú, su voz teñida de la sabiduría de los años. —Y este libro, cuyos secretos te he confiado, que sea un faro en la oscuridad de los tiempos venideros—.
Xialing, con la incertidumbre reflejada en su mirada, cuestionaba a Sardú sobre su deseo de perpetuar aquel secreto. —¿No sería más sencillo dejar que el secreto se extinguiera contigo, llevado por las llamas del Tōngwǎng wěidà?— preguntaba ella, buscando comprender.
—Mi esperanza—, respondía Sardú, —aunque sea la de un hombre al borde del ocaso, es que no solo custodies este secreto, sino que lo utilices para forjar un nuevo destino para el mundo. El poder que Zhentian describió tiene el potencial de erradicar las injusticias, de disolver los odios ancestrales entre Eurica e Ilurica. Quizás sea un viejo soñador, pero confío en que puedas emplearlo para unificar a nuestros pueblos—.
Después de aquellas palabras de aliento, Sardú nunca volvió a mencionar el tema. Como si la conversación de esa noche se hubiera desvanecido en su memoria. Xialing, siguiendo su ejemplo, relegó la historia al olvido, aunque el lugar del libro rojo permanecía en su posesión, un secreto que ni siquiera Herga conocía, y que probablemente nunca llegaría a descubrir.
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La voz autoritaria de Iranís Aryund padre, al dar órdenes a Carul, sacó a Xialing de su trance. Ni Herga ni Kai Demir parecían haber notado su abstracción: —Carul, lo único que me importa, además de que dejes de llorar, es que ordenes a tus Jinetes Negros marchar de nuevo hacia el Valle de los Reyes. Deben arrasar con todo hasta llegar al Zigurat al final del Vilo—.
Las lágrimas de Carul llenaban el Salón Azul con su sonido lastimero. Kai Demir, en un esfuerzo por mantener la calma sin llamar la atención, instruía a sus damas de compañía para que mantuvieran la serenidad del lugar, ofreciendo botellas y postres gratuitos a los curiosos. Su objetivo era preservar la reputación del Salón Azul como un refugio de placeres discretos y pacíficos, clave para su clientela.
Sin embargo, el éxito se le escapaba a Kai Demir. Cada nuevo grito y orden de los Aryund sumergía a Carul más profundamente en su desesperación. De repente, un silencio abrupto se apoderó del salón, roto solo por el sonido de una bofetada: uno de los Aryund —no estaba claro cuál— había golpeado a Carul, exigiéndole silencio.
—Como ya le dije, preste atención, porque no lo repetiré: envíe a sus Jinetes Negros al Valle de los Reyes. Si no tiene los medios o el Vicario se niega a bendecir su misión, ese es su problema. La ayudaría, pero dada su tendencia a la traición, prefiero no arriesgarme. Lleve a mi hijo sano y salvo al Zigurat, a su cámara más oculta. Si lo hace… —la voz de Aryund padre se tornaba cada vez más severa y entrecortada, un tartamudeo causado por una dislexia nunca tratada.
—Prometo, o mejor dicho, prometemos mantener nuestra palabra sagrada, a pesar de su traición— completó Iranís hijo, aprovechando la debilidad de su padre. En uno de los raros momentos de la reunión, Aryund padre le dirigió una sonrisa efímera a su hijo en señal de agradecimiento. —Y usted, Carul, será la rectora de la Hacienda del nuevo Reino cuando triunfemos, siempre y cuando cumpla con su tarea—.
Carul estaba atónita, paralizada por la incredulidad. No podía entender cómo había pasado de ser la niña mimada por su padre, el antiguo rector del Banco que le aseguraba que eran los Vor del Leyen, los dueños de Solara y del mundo, a ser tratada como una esclava más de los Aryund. La ira hervía en su interior —Juro que vengaremos esta afrenta—, se decía a sí misma, mientras reprimía sus pensamientos altivos. Por ahora, no tenía más opción que someterse a los Aryund y aceptar su humillante derrota. Besó el anillo de oro de Aryund padre, el águila invicta, símbolo de su casa, resignándose a ser un peón más en su juego.
Carul abandonó el Salón Azul, envuelta en una mezcla de furia y dudas. No sabía cómo llevar a cabo la misión de los Aryund. —Debo cumplirla, no tengo otra opción—, pensaba, mientras las imágenes de su estrategia para eliminar al menos a uno de los Aryund durante el viaje al Zigurat giraban en su mente. La imagen de Úrsula, siempre jovial y uniformada, le llenó los ojos de lágrimas: —Te necesito. Nada de esto habría pasado contigo—.
Esas palabras, apenas susurradas, le recordaron la cruda verdad que su padre siempre le había inculcado: —Debemos estar dispuestos a traicionar y matar a nuestra propia familia para mantener el control del Banco. Pero recuerda, hija, antes de asestar un golpe mortal, asegúrate de que no necesitarás a esa persona nunca más: los muertos no pueden hablar, pero tampoco pueden ayudarnos—. Había actuado precipitadamente al traicionar a Úrsula, buscando un poder efímero que se desvanecía día a día. Los empleados del Banco, aún leales a Úrsula, le complicaban la vida, y muchos comandantes de los Jinetes Negros, leales a Margret, la segunda de Úrsula, se mostraban reacios a obedecerla. Sabía que era cuestión de tiempo antes de que la abandonaran o incluso la asesinaran, en especial si ahora, obligada por los Aryund, trataba de mandarlos a algo que ellos percibían como el matadero.
Un terror primitivo la invadió, provocándole náuseas sobre la alfombra de su automóvil. Anhelaba el regreso de Úrsula; solo ella y su lealtad al Banco podrían salvarlos del abismo en el que ella, Carul Vor del Leyen, los había sumido. Sabía que el precio de esa salvación sería alto: Úrsula nunca la perdonaría por lo sucedido en Ixqidar. Dudaba que incluso ofreciendo su vida pudiera satisfacer la sed de venganza de su sobrina.
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—Espero, madame Harrund, que el espectáculo haya sido de su agrado—, comentó el padre de Iranís, lanzando una mirada hacia el dosel rojo que adornaba su mesa. —No pretenda engañarme; sé que está ahí, en compañía de ese impostor que se hace llamar Kai Demir y de la criatura celestial que siempre la acompaña—. El tono despectivo de Aryund, cargado de arrogancia, era palpable. Con una tranquilidad fingida, se sirvió un último trago de champán. La dama de compañía, aterrorizada por la presencia de las dos figuras siniestras que se proclamaban padre e hijo, estaba paralizada, incapaz de huir del regazo de Aryund o de pedir ayuda a los demás presentes.
Herga Harrund se encontraba en un dilema. Acostumbrada desde su juventud, cuando heredó la casa Harrund de su padre moribundo, a tenerlo todo bajo control, desde la vajilla impecable hasta las palabras que se susurraban en los almuerzos o las confesiones secretas bajo los manteles. Su hermana Ereda había contribuido a que este control se convirtiera en su sello distintivo: Herga no aparecía en ningún lugar sin tener todas las ventajas de su lado o un plan de escape meticulosamente diseñado. Pero en el Salón Azul, nunca imaginó que los Aryund descubrirían su estratagema. —¿Me habrá traicionado Kai Demir?—, se preguntaba, escuchando la voz de Ereda en su interior. Sin esperar respuesta, juró venganza contra el celestial, convencida de que era la solución a su problema actual.
Xialing, con mayor resolución, fue quien respondió a Aryund: —Parece que desde que me dejaste en Ixqidar, sigues siendo el mismo hombre retrógrado y necio. Después de tanto tiempo, apenas has encontrado un fragmento de lo que Sardú ocultó, y fuiste tan insensato como para revelarlo ante tantos. Siempre se lo dije a Sardú y ahora te lo digo a ti: el oro no compra inteligencia, querido Aryund—. A pesar del veneno en sus palabras, Xialing hablaba con una dulzura contrastante. Herga contuvo un grito, incapaz de entender por qué Xialing se arriesgaría a revelarse ante Aryund en tal momento.
El asombro y luego el pánico se apoderaron del padre de Iranís, provocándole un fuerte estertor en el pecho, como si una losa pesada lo empujara hacia la tumba. Sus respiraciones se aceleraron, agudas, mientras su abdomen palpitaba de forma irregular. El hijo de Iranís, por un instante, albergó la esperanza de que el anhelado momento en que su padre muriera finalmente llegara ante sus ojos, que destilaban placer. El padre de Aryund no podía, o no quería, comprender cómo su hija había sobrevivido a su secuestro y ahora, no solo estaba viva, sino aliada con sus captores Harrund.
—Veo que al fin mi querida media hermana se digna a aparecer—, ironizó el hijo de Iranís, ante la incapacidad de su padre para articular una respuesta. —Dime, ¿por qué te rebajas tanto que te alías con los Harrund para hacernos daño? Deberías haberlo enfrentado cuando nuestro padre se lo gritó a tu madre: ustedes son y siempre serán peones en nuestro juego; no puedes aspirar a compararte conmigo, su legítimo heredero.
—En eso tienes razón, tú no puedes compararte conmigo, insignificante escoria Aryund—, replicó Xialing, acortando la distancia que la separaba de su medio hermano, saltando sobre el dosel rojo. Aryund padre, devastado al confirmar, tras repasar todos sus recuerdos, que la joven celestial que acompañaba a Herga, a quien había despreciado durante tanto tiempo como una simple esclava, era en realidad su hija —compartían, para su desgracia, una marca de nacimiento en forma de cinco lunares en la parte baja del abdomen, formando un pentagrama, en el mismo lugar donde él los tenía—, se encontró incapaz de actuar o responder al ataque inesperado de su hija.
El hijo de Iranís, consumido por la ira y finalmente con la oportunidad de vengarse del hecho de que su padre lo había traicionado, procedió a sacar su cuchillo del escondite en la otomana donde había caído, justo cuando Xialing, en un breve momento de distracción, desvió su mirada para menospreciar a su progenitor.
A pesar de la ventaja de la sorpresa, Xialing era más ágil. Contraatacó con un pequeño cuchillo de caza celestial, de hoja curva y azulada, que siempre llevaba oculto entre los pliegues de su cintura. Las hojas se enfrentaron, reflejando los odios y miedos, y sobre todo, las voluntades de ambos hermanos: el deseo de defensa de ella, de venganza de él, de saldar todas las afrentas sufridas de ambos, y el deseo incisivo y penetrante de él, de exterminar todo lo que considerara una amenaza para sus planes.
Se sucedieron varios intercambios rápidos y decisivos, los choques de las hojas se perdían entre los gritos de los comensales, que huían buscando refugio de la inminente batalla. Heridas algo profundas sangraban por el brazo de Xialing, presagiando una posible victoria de Aryund. Sin embargo, en su arrogancia, no vio que la hoja de Xialing, más serena, ya marcaba la parte baja de su abdomen.
Un corte rápido y sonoro prometía sellar el destino de su hermano. Nubes oscuras y tormentosas nublaban la visión de Iranís Aryund hijo: la figura de su padre, finalmente consciente, clamaba a los cuatro vientos, llamando a los revolucionarios que había escondido bajo las mesas y suelos falsos del Salón Azul. Armados con poco más que hoces desgastadas y múltiples machetes, el sonido de sus armas cortando el aire se mezclaba con los gritos de Aryund hijo. Esperaba que el Altísimo le concediera el derecho que creía suyo por nacimiento: el derecho a redimirse, a matar a su hermana y tomar el control de lo que le pertenecía. La esperanza, tenue, de que esas no fueran sus últimas visiones en vida, llenaba el corazón de Iranís hijo, justo antes de desmayarse por las heridas.
Aryund padre, por su parte, desataba su furia por igual. —Al diablo con el plan—, pensó, sacando su bastón escupefuego para apuntar a clientes, meseras, revolucionarios y, en general, a cualquier ser vivo que se cruzara en su camino. La ira que lo consumía buscaba acabar con su hija, la que, a pesar de conocer el secreto que él ansiaba, no solo no se lo confió primero a él, sino que corrió a los brazos de su peor enemigo para refugiarse. —Haré lo que los incompetentes Vor del Leyen no pudieron: asaltaré el palacio Harrund, aniquilaré a todo ser que respire y acabaré de una vez por todas con la amenaza que representas—, murmuró Aryund padre, cuando, teniendo nuevamente a tiro a su hija, apuntó el borde de su bastón escupefuego.
Las esquirlas se incrustaron profundamente en los hombros y la espalda de Xialing, sumiéndola en el dolor. —Es mejor detenernos aquí—, le urgía su conciencia, a gritos. —Es preferible que crea que nos ha matado y vivir para contarlo otro día, a que intentemos huir y él logre alcanzarnos—.
La figura de su hija, Xialing, fue la última sombra que vio Iranís Aryund padre en el Salón Azul. Embriagado de felicidad incontrolable, pensó: —Finalmente, esa prostituta no podrá chantajearme. Y tú, bastarda, espero que disfrutes ser esclava en el infierno, donde perteneces—. Con desprecio final hacia su hija, Iranís padre manifestó su desdén al pisotear su cuerpo, profiriendo maldiciones.
—Incineren todo; no debe quedar rastro de lo ocurrido aquí— ordenó a los revolucionarios que lo seguían. —Y lleven a mi hijo al cementerio; entiérrenlo bajo diez estadios de tierra—. El fuego que se desató a continuación devoró el Salón Azul hasta sus cimientos, un edificio emblemático y venerado no solo en Solara, sino en el corazón de la sociedad del Reino del Santo. Aryund se consolaba con la idea de que, aunque sus crímenes no quedarían sepultados bajo la tierra, al menos serían atribuidos a otros. Así, él, inmaculado y puro, ofrecería al Vicario en la próxima reunión del cónclave la localización de Jitian como un regalo precioso.
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