Nunca he estado segura del porqué escucho una voz en la noche. Puedo asegurarles que no siempre ha sido así; estoy convencida de ello. Lo mismo me dijeron todos, desde mi padre hasta mi madre. No malinterpreten, no estoy esquizofrénica ni loca. Es solo una voz la que escucho, repitiéndose muchas veces, y no, no busca hacerme daño.
No sé qué tan cierto sea que hay amistades y personas que nunca dejamos ir, que pueden pasar años, décadas, y nos alegraremos al reencontrarnos. Pero, ¿recordaremos solo las alegrías o también las tristezas y los llantos pasados? Se habla de recuerdos que trascienden vidas, que tocaron nuestro corazón y permanecen allí eternamente. Y hay quienes creen que las heridas nos hacen soñar, sentir, perder y hasta olvidar.
Esta voz es como todos esos ideales juntos. Más que algo pasajero, la he sentido más de mil veces, acompañándome en mis mayores estupideces. Pero sé que es etérea. No puedo darle cuerpo, figura, rostro. Tal vez haya sido mi mejor amigo, mi hermano, quién sabe. No puedo recordar, por más que lo intento, por qué siempre me llamó ‘conejita‘, ni por qué me susurra lo mismo al caer el atardecer: —No estás sola, conejita, incluso lo más aterrador que puedas ver en el bosque oscuro solo necesita una pequeña luz para mostrarse bondadoso—. Aunque en la fría soledad de uno de esos sitios de sanación del Ministerio de la Prudencia, donde el zumbido de la incertidumbre pesa en los pasillos, esas palabras, por más que se repitan, no logran vencer el silencio.
El silencio es, sin duda, la peor de las compañías. Me hace enfrentar aquel reflejo en el espejo: cabellos cafés, unos largos, otros cortos; ojos que fueron azules, deslavados hasta casi el blanco. Y en especial, muestra una muñeca izquierda cubierta con una bandana negra: una cicatriz de lado a lado, un destino alterado. Me remonta a una noche lluviosa, con agua cubriendo mis pies, lágrimas en mis ojos y un cuchillo oxidado que intentó salvarme del averno.
Mi madre decía que el averno, y en especial el elegido del cielo, señor único de las tinieblas que habita en él, huele a azufre. Pero, si me preguntas a mí, huele a vainilla. Una vainilla rancia, una colonia barata de frasco azul que siempre estuvo junto a una cuchilla de afeitar sin usar. Por eso los inciensos me inquietan, y tiemblo en los días que sirven arroz con leche o flan de vainilla.
Esos aromas evocan vagos recuerdos de una sonrisa con canas; de un beso en la mejilla salpicado con el roce de una barba desaliñada; de luces amarillas sobre una mesa con renos pintados. Pero también traen recuerdos paralelos de un cuerpo pegado a mi espalda, de un calor incómodo, de una sensación asfixiante. De un pequeño caramelo entrando por mis entrañas. Sin embargo, no puedo recordar a la voz que escucho, que siento, que me hace compañía cuando más la necesito.
Todo lo que veo es un pequeño conejo, huyendo a través de la pradera.
La compañía varía con los clicks solares, a veces mundana, a veces reconfortante. Una hermana de la prudencia, alta, de pequeños rizos rubios y túnica rala y grisácea, me acompaña en la pradera de mis sueños, junto al conejo que persigo. Quisiera decirle que, en realidad, solo me persigo a mí misma y que, por más que lo intento, no logro alcanzarme. Pero las palabras nunca salen de mi boca, quizás por miedo al rechazo o por la resignación a pensar que no merezco ser escuchada.
—No, pequeña conejita, tú mereces ser escuchada—. El susurro vuelve cuando más lo necesito, no para consolarme o para olvidar, sino para darme fuerza, para permitirme por un momento ser dueña de mi propio destino. Respiro profundo y con mi mano cicatrizada, detengo la aguja de cristal que se aproximaba, guardando entre mis dedos los pequeños fragmentos.
—Para cazar, siempre necesitas usar cualquier recurso a tu alcance, conejita. Solo así verás cómo los peces llegan a tu red—. Recuerdo ahora aquellas lecciones para sobrevivir en el bosque, donde un rostro sin forma me llamó conejita, por ser tan dulce y tierna como un conejo blanco que vivía en la pradera vecina. Al fin, una de las frases de la voz cobra sentido, al fin una de ellas me da la oportunidad de poner fin a todo.
La guardería, o mejor dicho, el confinamiento solitario, horripila a todos los internos en un lugar como este, excepto a mí. Es mi refugio, el único lugar seguro, donde él no tiene acceso. O eso pensaba. Siempre que está cerca aquella gabardina blanca, tal vez por la pena y la tristeza, siento unos brazos cálidos y un fuerte abrazo en el vientre. No sé si es mi consciencia intentando olvidar, o si en verdad la voz está conmigo, haciéndose presente cada vez que vislumbro esa barba desaliñada y guantes de cuero negro. —Desnúdate—, dice en un tono frío, indistinguible para mí, mientras me repito: —No debes dejarte; eres una princesa, no su rea; naciste poderosa, dura, no es más grande, no es más fuerte. ¡Tú eres una bestia, no su esclava!—.
Pero los recuerdos afloran, las heridas supuran, y me siento de nuevo como aquella niña indefensa, temblorosa, humillada. Lloro, me rindo, incapaz de reír para no caer.
Y ahí está de nuevo, la voz melódica, más cerca, susurrando al oído: —Eres mi pequeña coneja saltarina, en el campo, en el río, en el camino, en la luz, en la brisa. Siempre serás mi pequeña coneja saltarina—. Sin embargo, esta vez, la voz no consuela, sino que atormenta. Me recuerda aquel viaje especial, al final del ciclo de la iluminación, donde nadie vio, nadie escuchó. Pequeñas ironías, ese día, según mi madre, nació el santo, y ese día, yo moría por dentro. Me recuerda cuando esa misma voz me gritó: —¡Es un favor, serás mi pequeña mujer, mi única mujer!—. Recordé cuando creí que mis lágrimas y mi cuerpo no tenían valor. Y, en especial, me regresó al presente, donde esa misma voz me grita de nuevo: —Desnúdate, puta pendeja—.
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Una luz blanca, inquebrantable, se filtra por una rendija, transformando una sombra solitaria. Entre mis dedos, una punta delgada y larga se acerca, tiñendo de carmesí la gabardina antes inmaculada. El rostro frente a mí se descompone en algo irreconocible, un monstruo que se niega a ser el mismo que me declaró su amor bajo el sol matutino con una sonrisa en la boca. Una losa ha caído, un espíritu, el mío, se libera de sus cadenas. La voz, ese susurro que emana desde lo más profundo de mi ser, se intensifica desde el fondo de mi alma, cantando alegre en mi espalda: —¡Pudiste hacerlo! ¡Pudiste hacerlo! ¡Pequeña coneja, ven conmigo a jugar en el riachuelo! ¡Pudiste hacerlo! ¡Pudiste hacerlo! ¡Linda coneja, me debes un caramelo!—. La imagen de aquel hombre, quien me enseñó a pescar y me llamaba conejita, se desvanece, el mismo que me arrebató la inocencia y luego suplicó perdón, me rogó por la redención.
Giro mi mano, aún sangrante, y en ella, empuño triunfante una pequeña estrella enrojecida. Al mirar hacia la pared, solo veo su cuerpo, maldecido, y detrás, una sombra púrpura que lo arrastra al abismo.
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En el eco de mi corazón, siempre ha resonado una mezcla de fascinación y temor, en la forma de los cementerios. Para muchos, son recordatorios de pérdidas dolorosas, lugares a evitar. Para otros, son santuarios donde se liberan las penas contenidas. Pero a mí, me cautiva cómo, en ciertos días, se transforman con colores y flores, honrando a los difuntos que ya se encuentran en algún lugar, fuera de nuestro alcance.
Mi inquietud surge al preguntarme si ese lugar mítico, donde habitan los muertos, descrito tantas veces por mi madre, existe realmente. Ella recitaba versos de un más allá lleno de esperanza, pero dos líneas siempre resonaron en mi interior: —El Santo amó tanto al mundo que descendió, luchó y murió, para que quienes crean en Él tengan vida eterna en el reino celestial. Santo, ¿estarás con nosotros en el último día, ya sea en la cima del cielo o en las profundidades de la tierra? Si ascendemos, ¿nos guiarás? Si caemos, ¿mantendrás nuestros corazones cálidos? ¿Podrá algo separarnos de tu Espíritu?—.
He dudado si podría seguir todos los preceptos o mantener mi fe, especialmente bajo la vigilancia eterna de un Santo omnipresente. —Aquellos que huyan, manchen, desfallezcan o engañen serán arrojados al lago de azufre, a la llama eterna, donde roen y serán atormentados por el falso elegido y su bestia escupefuego—. Con esa última frase, me pregunto si el Santo realmente nos ofrece un camino, una salvación, o si solo es un tirano que silencia a los disidentes. Así, ya sea a su favor o en contra, la paz verdadera me parece inalcanzable.
Mientras reflexiono sobre esto, cuento las criptas que pasan a mi lado: 25 nichos de base por 12 filas de altura. En esta pequeña pared que recorro, si mis cuentas no me fallan, hay espacio para 300 almas, y entre ellas, quizás, la mía. —¡No!, Conejita, tú estás destinada a imaginar, a crear, a salir al mundo, no a quedarte a morir en el mismo cementerio que mis padres—. Volvió. Y no entiendo por qué. En mi mente, él tiene ahora rostro, cuerpo, un entorno. Y la sola idea de llevarlo conmigo, en mis pensamientos, por el resto de mi existencia, me consume tanto que no puedo resistir el impulso más primitivo: el terror, las ganas de huir, de esconderme.
Las emociones cavan un hoyo en mi cuerpo ya en ruinas. No puedo hacer más que detenerme abruptamente y expulsar un líquido espeso, amarillo, viscoso y maloliente.
—Es solo bilis, creo que le pegaste demasiado duro hace rato.
—¿Y qué querías, Eduardo?, ¿Qué no la noqueara y corriéramos el riesgo de que igual nos cortara la garganta?.
Un gruñido gutural es lo único que logro emitir. Mis ojos se cierran mientras intento procesar todo lo sucedido.
Aunque no me hubiera desmayado de nuevo, replicar habría sido inútil. Horas antes, dos hombres con camisas púrpuras brillantes del Ministerio de la Virtud, acompañados por figuras en batas grises alargadas, irrumpieron en la guardería. Intenté memorizar algo de sus rostros, pero solo recuerdo a los de camisa púrpura. Arrastraron el cuerpo y lo arrojaron sobre una camilla, cubriéndolo apresuradamente con una sábana polvorienta. Varios de los curanderos que estaban presentes junto a sus mojas asistentes se congregaron, atraídos por la morbosidad curiosa de ver el cadáver ensangrentado. Eso es algo que nunca entenderé: ¿por qué la violencia y la muerte atraen tanto interés? ¿Será que, en realidad, todos somos bestias violentas por dentro?
Uno de los hombres de camisa púrpura, con bigote en forma de cepillo y cabello graso, habló con autoridad: —Aquí no ha pasado nada, y que se les grabe bien en la cabeza, charlatanes de tercera. Una sola queja de esto en el Ministerio de la Virtud, y no será uno sino dos a los que sus viejas los llorarán—. Las expresiones de los presentes variaron entre el asombro y la incertidumbre, pero nadie se atrevió a contradecir cuando su compañero, afeitado y de cabello engominado, comenzó a golpearme con su porra.
Mientras me golpeaba, sé que profería maldiciones, pero no pude escuchar ninguna. Mi cuerpo estaba exhausto, mi alma apenas queriendo unir las heridas. No tenía fuerzas ni deseo de luchar en una guerra sin sentido.
Recuerdo las miradas de los que me rodeaban, aquellos que me habían cuidado, cuyas historias, consejos y temores conocía. Aquellos cuyas madres, esposas, hijas, eran conocidas para mí. Aunque no éramos íntimos, pensé que podríamos considerarnos amigos. Pero si algo recuerdo bien y estoy segura, es que un verdadero amigo no abandona al otro, especialmente si hace la justicia que le fue negada. Acaso, cuando las formas del hombre fallan, ¿deberíamos rendirnos?, ¿olvidar y perdonar como predican las escrituras del Santo? Lo siento, no me considero de esas personas que puedan soltar fácilmente. Y, en un destello, antes de caer en el vacío, vi mi sangre mezclándose con el charco oscuro en el suelo.
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Despierto en los asientos traseros de un auto antiguo, el chirrido de la llanta izquierda perfora el silencio. Las balatas, probablemente desgastadas, son un eco de un mundo donde la promesa de salvación del Santo se enfrenta a una tecnología que no sabemos manejar. Al intentar alzar la vista, la realidad golpea duro: mi cuerpo está marcado por contusiones, rasguños y heridas. Cada parpadeo arde, como si una vela intentara consumir mis músculos desde dentro. La bata del hospicio de la Prudencia, blanca y transparente, no ofrece protección contra el frío que eriza mi piel e intensifica el dolor de cada herida.
Con esfuerzo, mis ojos distinguen una hilera de pinos altos y esbeltos, alineados como guardianes de un sendero. Solo recuerdo un lugar en el pueblo con tal entrada: el cementerio municipal. Anhelo tomar esos pinos entre mis manos, ser expulsada por la ventana del auto, y abrazar el frío del bosque, refugio de mi infancia, en lugar de enfrentar las sombrías posibilidades que acechan en mi mente sobre las intenciones de esos hombres: no es el temor a la muerte lo que me inquieta —pues incluso podría resultar en un alivio—, sino el riesgo de revivir los horrores del pasado, atrapada en un ciclo interminable.
Una nube, esponjosa y radiante, se adueñó de mi vista, pintando de blanco el azul del cielo, dejándome incierta si sucumbí al sueño o simplemente me perdí en el espectáculo que desfilaba ante mis ojos.
—Conejita, tienes que ser una guerrera. ¡Nadie puede lastimarte si tú no lo consientes!.
—Papá, no puedo, Mildred es muy grande, gorda, me aterra—, confieso, con miedo en mi voz. —Y sus golpes duelen. No quiero sentir eso.
Mi papá me sujeta con fuerza, su emoción palpable en el dolor que causa su agarre, dejando marcas rojas en mi piel. —¡Conejita, reacciona! Si no te gusta sentir eso, ¡haz algo! ¡No puedo defenderte siempre!—.
Intento hablar, pero solo logro sollozar. —Papá, papi, me duele....—
Él suelta mis brazos, antes de que pueda terminar de hablar. —Lo que sientes ahora, lo sentirás toda tu vida si no aprendes a defenderte. Vamos, prométeme que al menos intentarás morderla mañana si pasa algo, ¿de acuerdo, conejita?.
—Sí, lo intentaré, tartamudeo, llevándome las manos a los antebrazos para acallar el ardor.
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Cada vez me es más complicado volver a estar despierta, sumida en la confusión. No logro entender por qué su existencia persiste, por qué sigue acechando en las sombras de mi mente. No lo deseo, anhelo que se disipe para siempre. Pero regresa, una y otra vez, ya no solo intentando hablar conmigo, sino trayendo consigo recuerdos de un eco tortuoso. ¿Qué busca aquel monstruo de mí ahora? ¿Acaso pretende atormentarme hasta que me rinda por completo? La ira que bulle dentro de mí me impulsa a levantarme, aunque mi cuerpo se resiste, exhausto. Veo, frente a mí, una placa de metal pulida que honra la memoria de Rosa Ana, y, en su reflejo, al hombre de pelo engominado volviendo a sacar su bastón del cinturón.
Los recuerdos de aquel tiempo son esquivos, fragmentos perdidos en la neblina. Las lágrimas afloran cada vez que los revivo: mis manos aferrándose a la porra con desesperación, la piel desgarrándose bajo la presión del garrote, el dolor agudo, inmediato y convulsionante en la mano. Los veo a ellos, sus cuerpos, acercándose (o quizá soy yo quien se aproxima, impulsada por la inercia). Una mueca de odio dibujándose en el rostro del hombre de bigote, mientras su puño se cierra con fuerza.
La palabra CASTIGO está grabada a fuego en sus nudillos, y un anillo grotesco con la cabeza de una gárgola adorna su dedo anular, resplandeciendo bajo la tenue luz de la luna. Al borde de mis labios, siento la proximidad de su mano y un aroma familiar me envuelve, desencadenando un escalofrío que recorre mi espina dorsal.
—Gracias, por sentarte a comer conmigo—, dice la chica nueva del instituto, su voz teñida de gratitud. Nadie más se acerca a ella por su apariencia, diferente, como los forasteros de oriente con quienes, según cuentan, estamos en conflicto.
—Ni lo menciones, todos necesitamos tener amigos, o bueno, eso siempre me ha dicho mi papá—, respondo, aunque la timidez me embarga. Es difícil para mí hablar con alguien que no sea mi papá.
—Eres la primera que no me ha gritado que soy una abominación, o que me ha escupido para que me largue de la ciudad—, admite ella, sorprendida y cautelosa ante mi posible reacción.
—Jamás haría eso. Sé lo que se siente ser el blanco de su crueldad—, replico con firmeza, recordando las burlas de Mildred por mi palidez.
Ella sonríe y, de una caja de madera, saca trastes metálicos llenos de alimentos exóticos: pescados verdes, lechugas rojas, colores que jamás imaginé en un plato. Pero lo que más llama mi atención es un líquido rojo en un envase con tapa de cristal.
—Es té de jazmín—, explicó ella con una sonrisa. —Papá lo prepara todas las mañanas con hojas de su huerto. Dice que da vitalidad y buena vibra beberlo diario—, una risa suave salió de sus labios, mientras añadía —no sé si lo último es cierto, pero sabe delicioso, ¿quieres probar?.
—Sí—, respondí, aunque con cierta vacilación.
Al tomar un sorbo, no fue tanto el sabor lo que me marcó y se me quedó grabado, sino el aroma delicioso, efímero y relajante del jazmín. Me encontré sonriendo tontamente, sintiendo una satisfacción profunda en mi espíritu.
—Creo que te gustó, eres igual a papá—, dijo ella, su alegría era contagiosa.
—No lo sé, aún no lo conozco—, admití.
—Eso se arregla fácil. Te invito a jugar conmigo, esta tarde—, propuso. —No tiene que ser hoy, si no quieres—, agregó rápidamente, al notar mi hesitación.
—No, si quiero, pero—, la frase se me cortó a medias, mientras luchaba por cómo decir la pregunta que tenía en mente. —Llevamos mucho rato platicando, pero me di cuenta de que no sé cómo te llamas—, me rasqué débilmente la cabeza, mostrando mi genuina curiosidad y ligera preocupación.
—Cierto... a veces puedo ser una burra para eso—, admitió ella, tocándose la frente en un gesto de sorpresa fingida. —Me llamo Amairani, ¿y tú?.
—¿Ama—iani? ¿Ama—ijani? ¿Ama...?— repetí, sorprendida y encantada por la singularidad de su nombre.
—Ama — i — rani,— pronunció ella pacientemente. —No te preocupes, a todos les cuesta al principio.
—Amairani... yo soy Angélica—, dije, y sin saber por qué, la abracé.
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El dolor punzante en mi boca, hinchada por el brutal golpe, me arranca de un breve destello de felicidad. Anhelo, con una certeza inquebrantable, volver a sentir la calidez de Amairani, quien se convirtió en mi refugio, mi mejor amiga. Sus abrazos, sus besos efervescentes que danzaban por mi cuello, y sobre todo, sus palabras, siempre precisas, que ofrecían consuelo cuando mis ojos celestes amenazaban con desbordar un mar de tristeza. Pero la cruda realidad se impone: ella ya no está, y al igual que me sucedió a mí, nadie sabe qué fue de ella. Nadie vio, nadie se interesó; como si fuera la norma, la indiferencia prevaleció.
Frente al pavor que despiertan esos dos hombres de mirada púrpura, mi agonía resurge. —¿Por qué este ser de actitudes descomunales emana el mismo aroma que mi amiga?— me pregunto, especialmente cuando el jazmín, que encarnaba todo lo que era ella —comprensión, inocencia, amor—, son virtudes celestiales, despreciadas y vetadas en el Reino.
—Amairani, ¿qué has hecho con Amairani?— logro articular antes de que la gárgola de plata se estrelle nuevamente contra mi boca, inundándola de sangre.
—¿Amairani? ¿Has dicho Amairani?— interroga el hombre de bigote, su voz teñida de ira y temor. —¿Cómo conoces ese nombre? ¿Qué más sabes de ella?—
—La conocí—, murmuro con esfuerzo, la sangre entrecortando mis palabras.
Pero antes de que pueda formular más preguntas, antes de que pueda clamar por respuestas que mi alma y mi cuerpo desesperan por conocer, la brutalidad del reciente impacto y la fragilidad de mi ser me derriban de nuevo al suelo, a los pies de una fría losa de piedra.
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—Eduardo, ¿crees que esta estúpida esté diciendo la verdad?— inquirió el hombre de pelo engominado con una mezcla de burla y duda.
—Antonio, esta pendeja dice la verdad, porque solo tú y la traidora de mi ex mujer saben la historia completa—, afirmó el de bigote, mirando fijamente a Antonio. —¿O acaso ya eres una puta chismosa y fuiste a contarle a alguien más?— preguntó Eduardo, su tono era de una molestia severa.
—Jamás haría eso—, respondió Antonio, justo cuando la oscuridad me envolvió de nuevo y caí desmayada ante los dos hombres.
—Mierda, alguien nos vio—, murmuró el hombre de pelo quebrado, su voz apenas un susurro en los tonos grisáceos del cielo. —Y creo que también nos escuchó.
—¿Estás seguro?— replicó su compañero de bigote, con un escepticismo palpable.
—Eduardo, acabo de ver un puto faro atrás de las criptas. ¿No me digas que piensas que son fantasmas?— contestó el primero, su tono cargado de sarcasmo.
—Antonio, no seas estúpido. Es solo el reflejo de los últimos rayos del click solar en estas tumbas abandonadas—, intentó contestar Eduardo, buscando disipar la tensión. —Y, si es que alguien nos escuchó, el Ministerio se encargará de silenciarla primero antes de que hable—.
—¿Desde cuándo los reflejos de los clicks solares se mueven, Eduardo?. La luz se está acercando—, insistió Antonio, la preocupación evidente en su voz. —Está claro que ahí hay alguien, y sabe lo que pasó aquí.
—Siempre el inteligente—, Eduardo escupió las palabras con desdén. —¿No sería mejor llevar a la asesina y a aquella sombra al Ministerio? ¿Que ellos se encarguen de todo?.
—Sí claro, ¿para que nos maten a nosotros primero, no?, tanto por no lograr mantener el orden en este pueblucho de mierda, como porque esta asesina sabe lo que pasó en ese negocio con la niña— la voz de Antonio se endureció. —Si habla, ¿no crees, pendejo, que el Ministerio reabrirá el caso? Y no olvides, que tú también eres cómplice.
Los dos hombres se alejaron, fundiéndose los tonos cada vez más grises del cielo, mientras la luz blanca avanzaba, revelando la figura de una chica herida y vulnerable, abandonada a los pies de los Fieles Difuntos.
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Un vaho etéreo, efervescente, nubla mi mirada. Un rescoldo, de algo que, consciencia, debemos prometernos juntas mantener sepultado por las horas o los años que nos queden de vida, resurge, amenazando con llenar de temblor, y palpitación, lo que queda de mi cuerpo:
—Hija, ¿que tienes? Conejita ¿te sucede algo?— preguntó mi papá, con aquella cara de dulzura y esos ojos lagrimosos que siempre hacían que me rompiera por dentro. Bueno, casi siempre lo hacían, porque ese día no pasaría más.
—Creo que sabes la respuesta— le contesté, en el tono más cortante que tuve, sin dirigirle la mirada.
—Claro que no conejita, no se que pasó. Pero aquí está papá, puedes contarme lo que sea— contestó, con esa voz suplicante, tratando de recordarme que era mi papá adorado. No obstante, no podía ya creerle nada.
—!Sabes lo que pasó!, ¡No lo niegues!, ¡No me tires de loca, o de estúpida, por favor!—, grité, con todo lo que pude, mientras mis puños cerrados golpeaban su pecho con toda la fuerza que tuve —¡Ya bastante papá con lo que pasó, por favor, no me hagas sufrir más con tu negación!, ¡No estoy loca, sé lo que viví!—, continué gritando las mismas frases en bucle, hasta quedarme afónica en un leve hilo de voz.
—No hija, no lo sé, cuéntame—, su voz pasó de aquella tranquila que usaba siempre, a una quebrada y susurrante —¿dime qué pasó?, ¿alguien te atacó?, ¿te hicieron algo?.
—Te odio— le dije, con lo poco de sonido que salió de mi garganta. —La semana pasada, en el solsticio del final del ciclo de la iluminación, salimos a dar la vuelta al bosque—. Las lágrimas empezaron a salir, y, por más que lo intenté no pude contenerlas, —volviendo a casa, me agarraste de ambos brazos—; las palabras que salían de mis labios ya eran ininteligibles, quebradas por el ruido de mis lágrimas que no dejaban de brotar. —Me agarraste tan duro, que me dejaste marcas—, alcé mi playera, para que viera los moretones que me dejó en ambos antebrazos; —rompiste mi playera, metiste tus manos en mi pecho, me quemaste los pezones con los chasquidos de tus dedos—.
El dolor del recuerdo no me permitía contarle más. —¿Cómo ya no te acuerdas?.
—Hablas de eso— sonrió, nunca sabré si regodeándose por el sufrimiento que me provocó, o si en verdad había olvidado aquellas atrocidades, —eso solo fue una muestra, de que te amo mucho, y quiero que seas mi única chica para siempre— dijo, dándome un beso en la mejilla tras acabar aquella frase.
Quise alzar más la voz, decir todas las groserías que conocía, inventar algunas, sacar mi agonía, el cómo la figura de mi papá se rompió en mi interior. Cómo yo me quebré, cuando no supe que hacer, decir, al ver la sangre saliendo de mi, mezclada con aquella sustancia blanca, asquerosa, viscosa, maloliente. Como entré en miedo, cuando la misma no paró de salir tras tres días. Cómo ese sentimiento, de impureza, angustía, pesadumbre, no se quitó ya más, volviendo cada vez que mi cuerpo punzaba en recuerdo. Traté, pero las palabras no salieron.
Cuando lo hicieron, el ya se había ido, dejándome con mi sombra como única compañía.
Borrones aparecen en mi visión, mientras regreso a aquel momento sola en el parque, con los otros niños que voltean a verme como un pequeño monstruo desfigurado.
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Tras un letargo profundo, eterno, en el que quisiera jamás haber caído —no hay peor cosa en el mundo, que no poder dejar de recordar aquello que quisieras, que jamás pasara—, hace que mi lucha por abrir los ojos que arden no solo por la fatiga física, sino también por la desgana espiritual, sea cada vez más intensa que nunca. Ya consciente, me encuentro en mi panorama que estoy entre matorrales y tierra seca, con el destello de una fogata a lo lejos. Intento levantarme, anhelando el calor de las llamas, pero solo trastabillo, cayendo rápidamente sobre mis rodillas, exacerbando el dolor que ya me consume. La tierra se infiltra en mis heridas, quemándolas con una intensidad insoportable. Ya no busco ponerme de pie; me arrastro, el frío mordaz penetrando hasta mis huesos, aún con todos mis vellos completamente erizados no consigo que mi piel no se tiña de un tono azul violáceo.
De repente, una mano pequeña se posa sobre mi hombro derecho. Siento un tirón, un brazo que me envuelve desde el pecho intentando levantarme. Solo distingo una manga gris que me arrastra hacia la luz. La fogata es real, su calor comienza a inundar mi rostro y pecho. La figura enigmática me acomoda en una roca cubierta de paja cerca del fuego, donde sucumbo al sueño una vez más, logrando algo de reposo. Aunque trato de discernir algún detalle más de mi salvador de manga gris, el sueño me vence rápidamente.
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Al despertar de nuevo, no hay fogata, ni tierra seca, o rocas. Me encuentro en una habitación de un gris pálido y frío. Un escalofrío eléctrico recorre mi columna, contrayendo mis músculos hasta los de los dedos de los pies: ¿estaré en una celda? ¿Me habrán llevado al Ministerio de la Virtud? ¿Habrán revelado que conocí a una extranjera, y que sé lo que le hicieron?. Conozco las atrocidades que se cometen tras esas puertas a quienes se desvían del camino. O peor aún, ¿estaré de vuelta en el Ministerio de la Prudencia, donde no podía alejarme de mis pesadillas?
Busco pistas de mi paradero, desesperada, pero la habitación es austera: una litera gris con una sábana blanca y una mesita sin cajones ni decoraciones. Arriba de esta, hay una jarra de agua con un vaso a su lado. Al menos, me reconforta un poco, saber que no es el Ministerio de la Prudencia, aunque la incertidumbre persiste. ¿Qué pasó? ¿Cómo acabé aquí?
Hago memoria, como puedo. Los recuerdos después de aquel olor a jazmín emitiendo del puño de aquel hombre con bigote, no quieren aflorar. O tal vez, ¿no existen? ¿Cómo sabré?. Aquella imagen, de ese puño aproximándose, me recuerda que estaba gravemente herida. ¿Por qué no siento dolor?. Reviso mi cuerpo, mis manos, mi abdomen, pero las cortadas que juraría deberían estar ahí solo tienen cicatrices, no encuentro los moretones. Sea el tiempo que haya pasado, ha sido suficiente para sanar mi cuerpo.
Observo lo que traigo puesto para ver si tiene alguna marca o símbolo que me permita saber dónde estoy. Traigo un jersey gris pálido, como el resto de la habitación, y un pantalón a juego, sin distintivos a primera vista. O, al menos eso pensaba, hasta que un reflejo en la jarra de agua me muestra un símbolo conocido en las mangas del jersey: una espada espigada, en forma de V, con un mango que recuerda a una cruz patada. Debo admitir que de todos los sitios en los que esperaba terminar, jamás pensé acabar en una Iglesia del Santo.
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