Había algo en particular que distinguía al actual Vicario del Santo de su predecesora, Ana Sofía Vor del Leyen. Esta, resoluta y dura, enardecida por los pensamientos de superioridad que habían inculcado siglos de control de su familia sobre el Reino, se había vuelto insensible y terca. Era reacia no solo a abandonar costumbres estúpidas y peligrosas como las recolecciones de limosna usando abnegados con bastones escupefuego, sino también se había convertido en un adversario temible que disfrutaba, con cierto placer, de torturar a sus semejantes en los demás cardenales del Reino, ensañándose especialmente con Hruida Harrund, el padre de Herga. Sin embargo, el actual ocupante del Trono Celestial, según las escrituras, sucesor en vida de la palabra y obra del Santo, era una figura gris, apagada, con poco o ningún interés en la toma de decisiones o siquiera en ejercer las potestades para las que los cardenales, en un voto solemne y secreto, lo habían designado al unísono.
En la cámara bermella aquel díazul, tras la muerte de Ana Sofía y sus respectivos 30 días de luto —el momento más solemne y vulnerable del Reino, conocido como el periodo del trono desocupado, en el que los poderes absolutistas del Vicario se dividen temporalmente entre los siete cardenales del Reino—, personajes como Iranís Aryund y Herga Harrund —recién nombrada matriarca de su familia tras la muerte de su padre—, simplemente alzaron su voz en rezo, designando a Salvanar Anterix, tío de Monsalva, como el nuevo Vicario del Santo, con el convencimiento latente en sus corazones de que sería una persona débil y fácil de manipular en las sombras.
Sin embargo, mucho tiempo después de su designación, Salvanar Anterix, a pesar de su desdén hacia la vida y el cargo que ocupaba en ella, se había mostrado impertérrito ante los cofres de oro, las palabras dulces, y las mujeres exuberantes que sus antiguos compañeros cardenales le enviaban casi con cada clic solar, tratando de ganar sus confidencias y favores. Ahora, sentado en la solemnidad y vacío de aquel Trono Celestial de oro, contemplando la sala bermella en todo su esplendor, tapizada de ricos heraldos rojos cubriendo sus ventanales ornamentados de cristal, Salvanar se preguntaba si había escogido el camino correcto en su vida, al rechazar las palabras de dominio y sumisión que siempre le indujo su padre en sus oídos, y simplemente dedicándose a pasar cada clik solar, viviendo por vivir.
La duda lo carcomía, haciéndole palpitar el corazón y perder el agarre de su cetro rematado en un duro y gigantesco orbe de diamante, cuando el recuerdo de Jitian, apareciendo por primera vez con sus panfletos e ideas ridículas en la Plaza del Santo, captó la atención de Aryund, quien, con vehemencia, pedía la horca para tal subversivo. Se preguntó si ese miedo feral a tomar decisiones, a convertirse en la bestia llena de sangre que fue su padre, fue lo que le impidió actuar de manera expedita, como un verdadero líder, ante esa oportunidad.
—Si lo hubiéramos matado, nada de esto estaría pasando— pensó para sí, cuando trató de levantarse del Trono Celestial, a fin de recuperar su amado cetro. No obstante, su cuerpo estaba cubierto de llagas, su cara supurada de granos rellenos de apestoso líquido blanco: una consecuencia más de sus pensamientos trémulos, sus placeres débiles y, en especial, su absurda incapacidad de mostrar algo de dureza ante el mundo. El dolor dobló su cuerpo cuando intentó dar el primer paso, quebrando sus rodillas, dejándolo postrado inerte, con la cabeza haciendo un profundo sonido al impactar con el suelo de mármol de la estancia. —Ojalá pudiéramos redimirnos—, fueron las últimas palabras que le trajeron su consciencia, antes de caer inconsciente.
Dada la natural debilidad de Salvanar Anterix para ejercer el poder, había, como el orden natural de las cosas lo necesita, alguien más que llevaba a cabo sus funciones usando la sombra de su buen nombre y reputación sacras. Anying, como solo pocos cercanos lo conocían, era aquella sombra que había permitido la continuidad del Reino en todos los años de reinado del más reciente Vicario del Santo.
Salvanar era incapaz de recordar cómo fue que obtuvo a Anying. Algunos mencionan que fue un regalo de parte de Iranís Aryund tras uno de sus prohibidos y solitarios viajes al Imperio Celestial. Otros, en una teoría más lógica, sostienen que fue un presente de la madame esclavista Harrund hacia el nombramiento del Vicario. No obstante, ninguna de las dos parecía la realidad más factible: de las familias a las que menos había volteado a ver Salvanar durante su posición en el Trono, eran a los Aryund o los Harrund.
Rara vez se veía en público a Anying. Y, por lo general, cuando tal suceso acontecía, el chico estaba presente frente al mundo sin ropa, cubierto de una tinta dorada que hacía brillar su piel, reluciendo sus portentosos ojos grises como las nubes, y sus facciones claras y delgadas, acentuadas por un rostro en forma de corazón y unos labios delgados y carnosos, como los de una chica juvenil. Anying era, de hecho, más que una aberración, algo de las muchas cosas que las sagradas escrituras sacras no definían como derecho o como crimen de los sacros.
En una de sus últimas apariciones, poco antes de los eventos en el Salón Azul, frente a la larga mesa de empleados y accionistas del Banco del Santo Hierro, a Carul, y en especial a Atlastar, se le habían hecho profundamente sombríos la imagen de la entrepierna del chico, completamente desprovista de partes, lisa, con su cuerpo perfectamente depilado y sin mostrar ninguna imperfección. —He escuchado tía que los cardenales tienen gustos excéntricos, ¿pero no se te hace el colmo?— había comentado Atlastar, en confidencia, a Carul, en un leve susurro que solo ella era capaz de interpretar.
—Dicen que es su amante, que por eso emasculó su cuerpo, para recordarle la forma de niña de su cara— dijo Carul, limpiando su característico monóculo contra su traje de lana negra.
Sin embargo, Carul era consciente de que sus palabras no eran más que rumores, ya que a nadie le constaba, ni en el servicio ni entre los propios cardenales, que el Vicario cometiera tales indecencias. —Pero no hay evidencia que nos dé fe cierta de ello. Y, aunque deplorable, hacerle eso a un chico no es ilegal, salvo que haya sodomía de por medio—.
Ese diazul, no obstante, marcaría un antes y un después. Aunque Anying conocía las críticas hacia su condición, los rumores dichos a gritos sobre su relación con el Vicario —desearía que fueran ciertos, sería más soportable—, sabía que ese sería su primer momento de verdadero control. No tendría que hablar más bajo las sombras, ni soportar el calor incesante y el horrendo hedor del Vicario mientras amenazaba con desgarrar aún más su derruida alma. Sabía que levantaría cejas, que atraería gritos tras su espalda, pero no le importaba. No solo era su misión llegar a ese momento de controlar las riendas del Reino, sino que, tras lo recorrido —en especial, lo sufrido—, era su premio a cobrar. Aplastado por la enfermedad —un extraño bicho que Anying portaba en su sangre y del cual era inmune, pero que había carcomido completamente el cuerpo de Salvanar—, este sería incapaz de levantarse de la cama; de hecho, ya casi no respiraba y era incapaz de sostener la mirada cuando el chico lo encontró desmayado en el centro de la sala bermella del Trono.
Anying se contemplaba en el espejo, una y otra vez, con los quejidos profundos y desgarradores del Vicario resonando en su mente, amenazando con hacer mella en su corazón —Se lo merece— se repetía él, decidido a no dejar que su espíritu intentara ayudar a aquel monstruo. De hecho, su lado más duro sabía que lo necesitaba muerto lo antes posible; así tendría el máximo disfrute con la menor de las preocupaciones. Ninguna de las túnicas que se probaba, de seda ligera y colorida, lo convencía.
—El púrpura creo que fue la que mejor me sentó— se convencía a sí mismo, intentando nuevamente frotar su piel con todas sus fuerzas con esas rocas ásperas y de tacto de lija del Cerro Celestial. Decían que estaban infundidas en la esencia del Santo, que eran capaces de limpiar hasta la negrura del alma más profunda. Sin embargo, para el pesar de Anying, no lograban remover ese tinte dorado de su cuerpo, aquel que, como una correa, le recordaba su sumisión y ataduras terrenales hacia Salvanar.
—Encontraremos después otra manera,— se dijo a sí mismo, decidido a no perder más tiempo enfrascado en el pasado, anhelando ya solo dedicarse a su presente, a engalanarse con lo más fino que el Reino pudiera ofrecer. Entre los cajones de la habitación de Salvanar —ahora completamente vacía, pues él, para mantener el secreto de su condición venérea, yacía escondido en las catacumbas de la Catedral—, una pequeña caja de roble con el sello de los Anterix —la grulla alada hacia el cielo— capturó su atención.
—¡Te lo he dicho mil veces, maldito demonio, que no cojas mis cosas!— le gritaba Salvanar en sus memorias, reacio y duro, golpeando su cabeza con su pesado cetro. —Y mucho menos agarres esa caja, tú no tienes ni la mitad de la humanidad necesaria para tocarla.— Pero ahora, Salvanar no estaba allí para impedir que él descifrara sus secretos, invadiera sus miedos. Había descubierto, entre la gran cantidad de ropa de mujer de seda, lino y otros atavíos, incluyendo bolsos y tacones, que Salvanar guardaba con ahínco, que este había estado casado —o al menos comprometido— con una mujer de rizos rubios que, al parecer, había destrozado su corazón.
—¡No veas ahí, demonio!— solía gritarle Salvanar a Anying, cada vez que este, con curiosidad juvenil, se acercaba a los armarios que contenían esos tejidos. —¡Tu maldita esencia no puede mezclarse con la de mi Rosaura!— Las palabras de Salvanar, austeras y duras, repetidas hasta quedarse afónico y con arrugas de coraje en su rostro, se habían infundido en la mente de Anying. En las pocas ocasiones en que las marcas de los moretones rojos que siguieron a esos regaños se grabaron en su memoria, había intentado ir más allá, adentrándose en esos aposentos o tocando alguna de esas prendas.
A pesar de lo que Salvanar manifestaba de boca para afuera, la verdad es que Anying nunca entendió su actuar, o más bien, su forma de ver la justicia. Porque Salvanar, a diferencia de él, no solo podía entrar a ese aposento y tocar las prendas de mujer que allí yacían. A veces, por muy perturbador que fuera para él, Salvanar se colocaba aquellas prendas, en especial aquel traje de lino rojo con un prendedor de oro en su solapa, adornado con medias de seda y sus labios pintados de morado. Decía, con ira, que era para no olvidar su conexión con ella, mientras lloraba frente al espejo de sus aposentos privados, ante la mirada oculta bajo la cama de Anying.
—Es nuestro momento de descubrir tus secretos, escoria,— se dijo a sí mismo, sosteniendo aquel paquete entre sus manos, acariciando con sus dedos la finura del relieve de la grulla en su tapa. Con ansias, descorrió la cerradura, mientras en su mente se dibujaba el final de ese díazul, anunciado por un cielo teñido de rojo, cuando descendería al Salón de los Secretos, una cámara fría y solitaria de piedra, donde podría incinerar en privado ese cáncer de ropas femeninas que Salvanar conservaba. —Conservemos los vestidos de seda,— se concedió a sí mismo como un regalo, aún enamorado de esas túnicas delgadas y vibrantes que embellecían su figura, y de las cuales ya vestía una de tonos violáceos.
El interior de la caja hizo resplandecer los ojos grises de Anying, reflejando destellos puros y brillantes sobre el tinte de su piel. Era un collar de plata pura, intrincadamente engarzado con águilas y garzas, culminando en su centro con un atractivo y profundo diamante azul en forma de corazón. Anying sintió que parte de sus pensamientos se diluían, absorbidos por la inmensidad de la gema, tan profunda y llena de aristas como el propio océano. Por unos instantes, le recordó, con nubes en sus ojos, los colores de las aguas del Mar Lóbrego mientras era arrancado de su hogar por su misión, los recuerdos de los brazos cálidos de sus hermanas despidiéndolo entre lágrimas y palabras de aliento.
Anying contuvo un suspiro, cautivado por la significancia de aquel hallazgo. —A partir de ahora, tu pasado nos es indiferente, eres nuestro,— proclamó con voz alta y firme, sellando su pacto con aquel collar que ahora dominaba sus pensamientos. Notó, en particular, las águilas en posición invicta que se entrelazaban en el adorno, sorprendentemente similares a los estandartes de la casa Aryund.
—No tiene sentido,— reflexionó, consciente del desprecio que Salvanar sentía por Iranís, sabedor que esa Rosaura, la causante de las amarguras en Salvanar, no podía ser perteneciente a dicha casa. Especialmente, tras los eventos de la mayor traición en la historia del Reino: un celestial libre había cruzado las fronteras como espía, decidido a desentrañar los secretos más oscuros de las casas cardenalicias, y que, en el momento de la verdad, fue silenciado en forma dura por las armas de Aryund. Cuando Anying escuchó la historia, reprimió con fuerza cualquier tribulación que pudiera delatarlo —no sabía quién era ese otro emisario, pero por ahora, no había mayor infiltrado celestial entre los sacros que él mismo—.
—¡Basta ya! Dejemos de dudar,— se instó a sí mismo, envuelto en los recuerdos de aquel momento atroz, lleno de insultos sofocados y sospechas encendidas. —Ahora somos el Reino, si queremos, seguimos nuestra misión, si no, que se hagan cargo ellos.— Su consciencia resonaba resiliente y decidida, con el ímpetu que lo llevó a elevar sus manos al cielo, observando más de cerca la gema que ya formaba parte de su ser. Como en un acto simbólico hacia sí mismo y su futuro, movió sus manos tal como lo mostraban los retratos de la Catedral de los Vicarios anteriores al colocarse el triregnum —la corona de tres diademas que simbolizaban sus potestades: el magisterio, la jurisdicción y la unción—. Solo que esta vez, esa antigua corona, cargada con los fantasmas del pasado, era reemplazada por el diamante azul del futuro. —Somos el nuevo Vicario del Santo.—
Anying no había tenido la oportunidad hasta ese momento de presenciar un cónclave cardenalicio en pleno. Aunque conocía las caras, las personalidades, las formas e insultos típicos que caracterizaban a cada uno de esos siete hombres y mujeres —todos contados con vivo detalle por Salvanar cuando buscaba en su joven acompañante respuestas ante las dudas—, no estaba aún del todo seguro cómo iban a reaccionar ante la mentira —no tan falsa— de la enfermedad del Vicario y de su deseo expreso de nombrarlo a él regente en lo que se recuperaba. Sus rodillas crepitaron, doblándose lentamente, como si quisieran hincarlo, antes de tomar entre sus manos los pómulos con cabezas de león de oro de las grandes puertas del Salón del Trono. Anying suspiró, parándose por breves instantes a recuperar la postura, observando los destellos desgarradores del diamante en su cuello, llenándolo de valentía.
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Herga Harrund no podría estar más devastada, y a la vez, más poco interesada con el futuro del Reino que en esos momentos. Los recuerdos aún estaban frescos en su mente, de Xialing enfrentándose a su hermano Aryund, de la ira de Iranís padre repartiéndose entre los comenzales del Salón Azul, llenando la sala de sangre y lágrimas. Las imágenes, férreas e impolutas, del fuego consumiendo el lugar, desgarrando el cuerpo de Xialing, transformándolo en cenizas, aún tenían el poder de quebrar su corazón, haciéndola derramar lágrimas.
Una de esas finas lágrimas acababa de derramarse por su mejilla, impulsada de nueva cuenta por esos recuerdos insidiosos que no la dejaban en paz. Por más Reino que había recorrido en ese tiempo, por más oro que gastara, más pregoneros que la ayudaran a gritar a los cuatro vientos, no había tenido ni una sola señal de su Xialing. Ni siquiera los vestigios de su cuerpo, o al menos, de los de su enemigo, Iranís hijo, habían sido encontrados cuando las llamas fueron finalmente sofocadas.
Herga sentía, ante aquella reunión insulsa, no solo el deseo de mandar todo al diablo, ya que su interior solo deseaba, incrépito y duro, el sentir de nueva cuenta las dulces palabras celestiales de su pequeña nieta, el candor de su mirada gris diciéndole que la ama, el sentimiento reconfortante y pacificador de sus abrazos por la noche, tras una de las mil y una historias que Xialing siempre solía contarle antes de que ambas se fueran a dormir. En especial, sus manos se enquilosaban, tornándose perfectamente rojizas, pronunciando los múltiples anillos de diamantes que engarzaban, ante el deseo, la potestad, de pararse en ese momento y hundirlos hasta el fondo de la garganta de Iranís Aryund, el causante de sus desgracias.
—¡Cálmate, estúpida!— le dijo la voz de su hermana Ereda desde su interior, desconectando su cuerpo, impidiendo de forma efectiva que Herga cumpliera su deseo. —Pagará, pero hay que usar todo eso en el momento oportuno, cuando más le duela—. Aunque sus palabras eran en un tono bajo y sombrío, Herga asintió en su interior, consciente de la veracidad de las mismas. Quería verlo llorar, pagar sus penas de la peor de las formas.
Xana, sentada frente a Herga Harrund, ahogaba gritos de sorpresa, y un cierto temblor que quería hacerse con el control de su cuerpo. Entre toques febriles y de cargada emoción, contaba debajo de la vista de todos los presentes a Úrsula, sentada a su izquierda, el terror que sentía de verse nuevamente ante la figura de Ereda Harrund.
—No te preocupes, mi pequeña, esta es su hermana. Son gemelas, pero han sido siempre tan diferentes en actitudes— le decía Úrsula, con toques calmados y asertivos, tratando de tranquilizar a su pequeña zú. Aunque no deseaba que los cardenales la conocieran, y menos tan pronto —habían pasado unos clicks solares desde su ceremonia de las doce rosas—, debía admitir que la rapidez con la que había empeorado su condición hacía ya necesario que Xana la acompañara a todos lados, siendo su sostén y su tapadera, al hacer las acciones cotidianas que ya hacían temblar sus dedos.
Xana se relajó, dejando entrever su tranquilidad en los gestos secretos hacia Úrsula. Antes de llegar, le había sido prometido que, tras ese momento, no habría lugar más seguro en el Reino para ella. Todos los cardenales la considerarían una Vor del Leyen, especialmente protegida por sus legendarios Jinetes Negros, cuya mera presencia hacía temblar hasta al propio Vicario. Sintió, con sus pies descalzos, el frío penetrante del mármol de la sala, amenazando con formar escarcha en la planta de sus pies. A pesar de la sensación, Xana fue incapaz de moverse. —Es mejor así— resonó en su consciencia, consciente de la necesidad de mantenerse enraizada y alerta a los riesgos para evitar errores.
Iranís Aryund, sentado en el extremo más alejado de la mesa, frente a la silla vacía que representaba al Vicario, estaba lleno de dudas. Le frustraba saber que esa chica, la misma que lo había engañado tan torpemente en Ixqidar, no solo estaba fuera de la red de mentiras de Carul —haciendo que su visita y el desastre en el Salón Azul fueran innecesarios—, sino que además, estaba bajo la protección de alguien que temía y detestaba aún más que a la figura escuálida e infantil de Carul: Úrsula, que le sonreía con un semblante serio, vestida con su traje típico de oficina del Banco.
Ambos eran conscientes de los secretos revelados, que, por un exceso de alcohol y lujuria, ahora ella conocía la existencia de su hija ilegítima. De sus escapadas prohibidas, de las que traía pruebas. Sin embargo, eso le preocupaba menos que el miedo que le provocaba la mirada firme y desolada de Herga Harrund, con su lágrima resuelta, prometiendo sin palabras a través del brillo de sus ojos la peor de las venganzas por lo sucedido con su nieta, esa misma niña ilegítima que en Ixqidar no le había servido de nada.
La ira comenzaba a acumularse en el corazón de Iranís, emergiendo a través de su piel como un sudor frío que le erizaba la piel. Detestaba, por culpa de un hombre que consideraba incompetente como Salvanar, tener que estar ahí, atado a esa silla, frente a sus peores enemigas. Especialmente, con la incertidumbre aún sin resolver sobre si sus dos hijos, aquellos que podrían condenarlo a la horca si hablaban, habían realmente muerto.
—¡Son unos estúpidos incompetentes!— recordaba haberle gritado Iranís a Jitian, cuando sus revolucionarios de mierda le informaron que no habían encontrado ninguno de los dos cuerpos. —Así no se puede hacer nada, si no son capaces de algo tan simple como cavar un hoyo en la tierra—.
Iranís llevó su mano a su mejilla, que aún dolía por el puñetazo que Jitian le había propinado tras esas palabras. Ese subordinado pagaría por su atrevimiento, cuando esa noche se deshiciera de las sombras del Salón Azul.
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Cuando Anying finalmente entró a la sala bermella, definitivamente capturó todas las miradas y atrajo gestos de desaprobación, tal como había anticipado. Apenas rozó la silla del Vicario del Santo, Monsalva, el pariente vivo más cercano a Salvanar, se abalanzó sobre él con una pregunta temblorosa, su barba vibrando con la intensidad de su emoción: —¡Y tú qué haces aquí! ¡Esta reunión es solo para el Vicario, no para sus mascotas!— La voz de Monsalva era dura, cargada de desprecio, que se materializó en un escupitajo dirigido hacia el rostro de Anying. Parecía que Salvanar no solo había abusado de su cuerpo y alma cada noche, sino que también había compartido sus conquistas con desdén.
La reacción de Anying fue rápida y contundente, impulsada por la fuerza de su reciente autocoronación con el diamante azul. Su puño, cargado de energía y mucho más vigoroso que los viejos y resecos músculos de Monsalva, impactó con un golpe sonoro en la sien de su oponente, resonando en la sala. Monsalva cayó inconsciente sobre la mesa del cónclave, y Anying, decidido a humillarlo por su osadía, aplastó su rostro contra el suelo con un pie firme y despiadado.
—¡Que les quede claro, Salvanar está enfermo, y yo soy su nuevo regente mientras se recupera!— exclamó Anying, con una voz dura y autoritaria, clavando su mirada en los ojos de los presentes. Su expresión era tan inmutable como la piedra, incapaz de reflejar emociones en ese instante. Sin embargo, sus pensamientos, sorprendidos por la falta de reacción ante su muestra de violencia, lo hacían dudar de su capacidad para ocupar un cargo tan importante. Pero entonces, como si el destino lo guiara, su mirada se posó en la chica de piel rojiza que acompañaba a Úrsula, una desconocida cuyo origen o pertenencia ignoraba, y que, a diferencia de los verdaderos cardenales, luchaba por ocultar el miedo que Anying le había infundido.
Anying avanzó con pasos vacilantes, extendiendo sus manos de dedos largos y afilados hacia las sillas ocupadas por las dos mujeres. Xana no solo notaba la manicura perfecta y el cuidado impecable de la piel, sino también el aroma a jazmín que, aunque clásico entre los celestiales, le resultaba ya tedioso. Se preguntaba cómo reaccionaría alguien tan propenso a la violencia ante la presencia de una intrusa en el cónclave de esa noche, o mejor dicho, dos intrusas, ya que Úrsula tampoco había sido invitada.
—¿Qué hace aquí, jovencita? ¿Acaso olvidó la jaula donde la guardan?— Las palabras de Anying destilaban desprecio mientras sostenía la mirada de Xana, buscando provocarla. Xana sabía que el único fin de Anying era verla quebrarse, mostrar un atisbo de miedo que pudiera impresionar a los cardenales y ganarse su respeto. En ese momento, su desdén hacia los sacros era inmenso, y sentía una urgencia absurda de retirarse, de no soportar más el dolor que emanaba de aquellos rostros pálidos.
Si no fuera por el toque gentil de Úrsula, que la calmaba con su lenguaje sensorial secreto, Xana habría huido despavorida de la mesa. A pesar de las afirmaciones diarias de Úrsula, Xana dudaba de tener la fortaleza para tomar el control del Banco; de hecho, cada díazul que pasaba, dudaba aún más de siquiera desearlo.
Úrsula devolvió la mirada a Anying, fría y despiadada, sin rastro de ilusiones. Xana sentía un miedo visceral cada vez que su mejor amiga en el mundo adoptaba esa actitud. —Señor regente, parece que ha olvidado las lecciones básicas de historia. ¿Acaso necesita que otro Vicario sea sometido por mis amados Jinetes Negros?— A pesar de sus esfuerzos, el tono burlón de Úrsula se filtró en sus palabras, provocando risas contenidas entre los demás cardenales.
Anying, sumido en profundas dudas y envuelto en el perfume de Rosaura que Salvanar le ungía cada noche, sentía cómo la opresión institucionalizada lo asfixiaba. Los aromas del tulipán más dulce se fusionaban con su sudor intenso, provocando un temblor en su mano izquierda que la palidecía. La certeza de su propia firmeza se desvanecía, especialmente al comprender que el Vicario no era la entidad divina y autoritaria que Salvanar había esculpido en su mente.
Una solución simple y casi milagrosa brilló en su pensamiento al contemplar el resplandor de su corona, aquel diamante de azul intenso que siempre le había pertenecido, susurrándole desde las sombras. Revivió el recuerdo de una sonrisa cómplice, una velada iluminada por candelas y el aroma del pan recién horneado untado con mantequilla, cuando Salvanar, entre carcajadas, le confesó que Úrsula había sido proclamada muerta en Ixqidar. Y cómo su tía, sin conceder ni un solo clik solar de luto, había instigado al cónclave cardenalicio a investir a Atlastar, un joven de pómulos delicados, como el nuevo prelado del Ministerio de la Honradez.
Aunque Salvanar se complacía en magnificar su relevancia y su vanidad le cegaba ante traiciones o maquinaciones, nunca había hallado utilidad en las falacias. Por ende, Anying podía confiar en la veracidad de la información que poseía; la mujer corpulenta vestida con el uniforme del Banco no podía ser la mítica Úrsula a la que hacía referencia.
—Podría inquirir algo similar, señora —respondió Anying, con voz áspera y grave, intentando intimidar. Su mano, empuñando una diminuta daga oculta entre sus ropajes púrpura, sorprendió el cuello de Úrsula, quien quedó atónita ante la osadía del insensato—. Atlastar es el director del Banco, y Úrsula yace muerta en Ixqidar. Entonces, ¿quién es usted?
Lo que siguió fue un caos indescriptible, sumergido en la neblina de un disparo errante de un bastón escupefuego que rozó la silla donde Xana había estado sentada. No obstante, ella, decidida al percibir el brillo amenazante de la hoja, supo que se le presentaba una oportunidad fugaz para actuar. La lealtad que su pequeña zú le profesaba dejó a Úrsula sin palabras, al ver su mano ensangrentada, cortada en la palma, sosteniendo el filo que poco antes amenazaba su existencia. Y Anying, aún con las manos temblorosas, presionadas contra su vientre para mitigar el dolor de los golpes recibidos por Xana, tampoco parecía capaz de asimilar la escena.
Al girarse, Xana se enfrentó a una visión aterradora, como si el mismísimo averno viniera a reclamar sus faltas pasadas. Un escalofrío la recorrió, estremeciéndose, al observar la punta del arma de Herga Harrund apuntando hacia su cráneo. Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, observó con sorpresa contenida cómo Harrund retraía su arma, ocultándola en su abrigo. Parecía que aquellos recuerdos distantes, de su último encuentro en alta mar, eran verídicos.
Úrsula comenzaba a exhibir signos sutiles del yuèjìn en sus manos, que superponía una sobre la otra para ocultarlo a los presentes. A pesar de ello, nadie sospechaba, con sus rostros demacrados por la incertidumbre de lo que estaba por venir, que el soporte de Xana para erguirse de la silla y avanzar, firme y resuelta hacia Anying, no era más que un vestigio, un rescoldo de las emociones recién vividas.
—Permítanme aclarar algo, a ustedes y a todos los presentes en esta sala —declaró Úrsula con autoridad, señalando con desdén al resto de la sala carmesí—. Yo soy la única directora del Banco, la única que comanda a los Jinetes Negros. Así que cualquier acuerdo que hayan establecido con los traidores Carul y Atlastar, ni se les ocurra pensar que lo toleraré o cumpliré—. Sus palabras finales, severas, agrietaron los bordes de sus labios, otorgándole por breves instantes un semblante feroz, casi gruñendo a los presentes. Especialmente a Austar y a Torquemada, a quienes no apartaba su mirada incisiva y penetrante.
Los pasos de Úrsula vacilaban, debilitados por un yuèjìn exacerbado por el temor. No era tanto el miedo a la muerte —pues en el fondo, reconocía haber vivido lo suficiente—, sino la posibilidad de perder, quizás ese mismo díazul, a la niña que la había elegido como su familia. La que había tomado la premisa de protegerla como una misión, algo más allá de lo que su propia sangre había hecho por ella.
Las manchas de sangre de Xana mancillaban las solapas y puños de su clásico saco azul de ejecutiva. La pulcritud de su atuendo era lo de menos, comparado con el temblor que le provocaba la pérdida de sangre de su pequeña. La miró, y en un simple intercambio de miradas cargadas de reflejos brillantes, le transmitió toda su gratitud y el dolor que guardaba. Odiaba esos instantes en los que debía ocultar sus verdaderas facetas, temiendo que fueran usadas en su contra.
Xana respondió con una sonrisa, la misma con la que siempre acompañaba a Úrsula. Juntas, intentaban recomponerse, con los corazones aún agitados y el sudor frío recorriendo sus cuerpos, para enfrentar de nuevo al pleno cardenalicio. El silencio de la sala, cargado de dudas y hesitación, fue roto por Herga Harrund, quien con una declaración tajante, disipó incertidumbres y encendió la sala bermella en un alboroto de insultos.
—Para aquellos que se lo preguntan, ella es la sobrina más lejana de Úrsula, Xana —las palabras de Harrund eran cortantes y gélidas, mientras sus dedos arrugados y adornados con joyas señalaban hacia el pecho de la joven de cabellos rojizos.
—En realidad, es mi hija y mi futura heredera —declaró Úrsula con firmeza, su semblante serio y resuelto dejaba claro que cualquier afrenta hacia su sobrina sería considerada un ataque directo a su linaje y, por extensión, a su legión de Jinetes Negros.
Mientras los insultos escalaban, las dudas de los cardenales, anclados en el pasado, hacían vibrar los cristales de la Sala. Xana, por su parte, no dejaba de cuestionarse cómo era posible que los sacros, tan descaradamente xenófobos, pudieran ser a la vez tan hipócritas. Se preguntaba cómo su deidad, el Santo, podía permitirles abusar de otros presentándolos como sus sobrinos —término que solían usar para referirse a sus prostitutas y otros placeres carnales—, pero negarles la igualdad. —Si van a sufrir, que al menos sean reconocidos como parte de tu dominio, con todos los derechos que eso conlleva—, pensaba Xana, anhelando una justicia equitativa para aquellos maltratados por los pálidos cardenales.
Anying, desconcertado por el inesperado rumbo de los acontecimientos, sentía las punzadas en su abdomen —los impactos de la joven habían sido precisos—. Lo que realmente le inquietaba era la rapidez con la que había perdido el control de la situación. Había creído, de manera ingenua, que si Salvanar había podido gobernar aquel consejo de monstruos con su apatía, él, armado de más determinación y energía, no solo podría igualarlo, sino también doblegarlos a su voluntad. No obstante, la cruda realidad le golpeaba, recordándole que no debía entrometerse con la estirpe de los Vor del Leyen, dejando una huella imborrable en su memoria, entrelazando dudas con los recuerdos de clicks más felices y los temores vividos junto a Salvanar: —¿Cómo lo consiguió él?—.
Mientras intentaba recobrar su porte orgulloso y altivo, Anying se sentía intrigado y sorprendido: la joven de piel rojiza, que momentos antes le había desafiado, ahora se encontraba a su lado, dispuesta a prestarle ayuda. Úrsula le dirigía miradas de desaprobación, aunque reprimía sus palabras. La daga de Anying, ahora abandonada y manchada de sangre en el suelo, capturaba su atención; debatía internamente entre utilizarla para vengar el ultraje a su honor o aceptar la asistencia de las manos cálidas de la joven.
Antes de que pudiera tomar una decisión, unas palabras suaves en celestial disiparon cualquier otro pensamiento: —Lo siento. Tengo que proteger a mi familia, pero no me gusta herir a las personas. No soy así—. La mirada compasiva, esos ojos ámbar encontrándose con los suyos, le otorgaban una fortaleza inesperada. Parecía inevitable que aquellos cardenales solitarios y corruptos, devorados por su ansia de poder, acabarían renunciando a sus puestos en favor de sus más profundas depravaciones. Ya había ocurrido con el propio Vicario, y todo apuntaba a que el Banco del Santo Hierro sería el siguiente.
En ese instante, Anying comprendió algo que cambiaría radicalmente el futuro: las relaciones verdaderamente importantes eran con aquellos marginados, las aversiones ocultas, quienes pronto ocuparían los lugares de esos ancianos rostros cardenalicios. Era a ellos a quienes debía conquistar y dominar si deseaba tener el Reino en sus manos. Y en esos momentos, mientras la dulzura de la joven lo acompañaba de regreso a su silla al frente de la sala, solo pudo ofrecer unas palabras de agradecimiento, un gesto que sellaba un reconocimiento implícito de igualdad con ella: —Yo tampoco. Pero en este mundo, si no hieres, no te respetan. Lamento lo de antes—.
Una sonrisa tenue se dibujó en los labios finos y hermosos de Anying, resplandecientes por el matiz dorado que aún adornaba su piel, dejando claro a Xana, mientras regresaba junto a Úrsula, que no se nace siendo un monstruo.
—¡Basta ya!— exclamó Anying con una frialdad que cortaba el aire, alzando sus manos al cielo en un gesto desesperado por silenciar los gritos interminables de los cardenales. A pesar de su mandato, los susurros de miedo y duda persistían, revoloteando como sombras por la estancia.
—La ley sacra lo prohíbe, y nadie lo sabe mejor que usted— replicó Austar, su estola torcida ondeando al compás del viento helado que atravesaba la sala —No puede nombrar a una esclava como heredera, menos aún cuando tiene una hija legítima viva—. La acusación de Austar, dirigida hacia Xana con un gesto acusador, la hizo retorcerse incómoda en su asiento.
—Y menos cuando esa hija está casada con uno de los nobles del Reino, Vicur Kurp. Esta muchacha salió de las sombras, y nadie confiaría en ella para manejar oro— susurró Iranís a los demás cardenales, su mano enguantada en negro describiendo un arco dramático. Su mensaje era claro: sin importar los deseos de Úrsula, el prestigio y el buen nombre eran lo único que importaba a los sacros, y eso era esencial para mantener la vitalidad del Banco.
—Sunniva llevará mi apellido y mi sangre, pero no es mi hija— interrumpió Úrsula, fría y tajante, cortando las palabras que Torquemada aún no había pronunciado —Podéis quemar medio Reino si queréis, pero será mi Xana quien me suceda tras mi muerte—.
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La tensión se palpaba en la sala, pero el silencio se mantenía. Los cardenales dudaban si sus palabras tendrían algún efecto sobre Úrsula, quien parecía haberse perdido en las callejuelas de Ixqidar mucho antes de este díazul. No obstante, antes de que la discusión se convirtiera en un bucle interminable, madame Harrund intervino, devolviendo a los presentes al propósito urgente de su reunión.
—Señorías, por favor, cesen esta discusión trivial. Al menos Úrsula tiene a quién legar su legado, a diferencia de mí—. La voz sombría de Herga confirmaba los rumores que circulaban en los círculos altos del Reino: había perdido a su única heredera en el incendio del Salón Azul. Sin embargo, había algo en la historia que no encajaba para los presentes: algunos afirmaban que la joven que la acompañaba no podía ser su nieta, pues tenía rasgos celestiales. Otros aseguraban que sí era la niña pálida de ojos azules que había desaparecido de la vista pública en Solara desde su infancia, y cuyo nombre casi todos habían olvidado.
—Lo que nos lleva al asunto crucial de este díazul, ¿qué haremos con la afrenta directa de los inútiles revolucionarios hacia nuestro Reino?—. El golpe de las manos de Herga sobre la mesa subrayó la gravedad de sus palabras. Aunque para ella, todo era una fachada, un pretexto para incriminar a Aryund.
Herga se daba cuenta de lo astuta que había sido Úrsula. Al presentar abiertamente a la niña que había conquistado su corazón, le había otorgado una de las mejores defensas del Reino: el peso de su apellido y su ministerio. Aunque inicialmente sorprendida, ahora veía que la estrategia de Úrsula era efectiva: nadie se atrevería a dañar a su pequeña. Herga, que siempre había mantenido a su nieta en las sombras para protegerla de los peligros de su padre y sus semejantes, se lamentaba de su error: debería haberla presentado ante todos, reconocerla como parte de su verdadera estirpe, y quizás así, aún estaría viva.
Y aunque no, al menos ya no tendría que preocuparse por nada más. Matar a un sacro era un crimen abominable, condenado por las escrituras como una ofrenta que se paga con la vida: Aryund pagaría con su existencia por su acto.
—Lo más prudente sería equilibrar la balanza de la vida— propuso Iranís Aryund, con tono sombrío, mientras degustaba un sorbo del vino que reposaba ante él. Aunque prefería licores de mayor fortaleza, no podía negar que la sequedad de su boca convertía aquel caldo en un exquisito placer.
Los asistentes asintieron casi en coro. No obstante, la compostura inquebrantable de Úrsula, quien luchaba por disimular un nuevo embate del yuèjìn que amenazaba con dominar sus hombros, inquietó a la concurrencia. Xana, reacia a tomar la palabra frente a los demás, se vio obligada a suplir a Úrsula, quien aún combatía las dolencias que asediaban su cuerpo: —De ser así, señor Aryund, su ejecución será el inicio— pronunció Xana con frialdad, fulminándolo con la mirada. Iranís podía sentir cómo la mirada de ella penetraba su ser, tal como los colmillos de una víbora.
—¡Cómo osa mancillar mi honor!— exclamó Aryund, elevando la voz y extendiendo los brazos en un gesto desafiante. Estaba resuelto a defender su posición, sin importar las suspicacias que pudiera despertar esa noche. Sin embargo, antes de que pudiera articular palabra, Xana sofocó sus protestas con una firmeza en su tono que rara vez se le había escuchado.
—Todos conocemos la alianza de su hijo con los revolucionarios y su incapacidad para obrar por sí mismo. Las directrices, como ha sido siempre en su vida, solo pueden emanar de un único origen—.
En ese instante, Úrsula reconoció que la capacidad de Xana para navegar por aguas turbulentas era digna de admiración. Le agradeció con un sutil roce en el brazo por el agua clara que le ofrecía, intentando aliviar la aspereza que se había apoderado de su garganta. Parecía que el destino le imponía acostumbrarse a perder paulatinamente el control sobre su cuerpo ante la misteriosa dolencia.
—Quizás de usted, señorita— replicó Aryund, llevando una mano a la solapa de su abrigo, buscando consuelo en la suavidad del pelaje del oso negro. Era consciente de que aquel era su momento para redimir, aunque fuera en parte, las afrentas recibidas. —Tal vez, al igual que intentó conmigo, sedujo a mi hijo. Pero él, frágil y apasionado, sí sucumbió ante usted—.
Las acusaciones de Aryund resonaron con eco entre los presentes. Austar, casi sin demora, exigió la sanción divina para Xana, por la infamia de mantener relaciones extramatrimoniales. Si bien la promiscuidad masculina —también mal vista— no era considerada pecaminosa cuando involucraba a mujeres de baja reputación, el caso opuesto representaba un ideal progresista que el Reino, cimentado en la doctrina del Santo —quien falleció sin descendencia, traicionado por su esposa—, no podía tolerar. Era esencial preservar los nombres ilustres, aquellos reservados exclusivamente para los hombres.
A pesar de las amenazas, Austar pronto se vio forzado a retractarse, no tanto por las miradas intimidantes de Úrsula —que sin duda prometían su fin bajo la bota de un Jinete Negro si osaba enviar al Ministerio de la Virtud tras Xana—, sino por el silencio sepulcral de Anying, quien, imponiendo sus brazos sobre la mesa, buscaba dominar la asamblea.
—Señor Aryund, permítame recordarle, antes de que lance sus vanos ataques, que la unión de la que habla, y sé que fue consensuada, tuvo lugar en Ixqidar—. La voz de Anying era delicada y fugaz, como las veces en que Salvanar, endulzándolo con crema y azúcar, le exigía declaraciones de amor. Recordaba esas palabras, que sellaban tanto amor como odio, pues nunca pudo referirse a él más que como a un maldito demonio. No obstante, los rumores que llegaban a sus oídos, siempre certeros, se confirmaban ante la expresión atónita de Aryund, cuyas cejas frondosas se arqueaban en señal de sorpresa. Sabía cómo reconducir a esos hombres de vuelta a su control. —Y ustedes, excepto madame Harrund, están atados al Reino para siempre. Así que discúlpeme, Iranís, pero aquí el único culpable es usted—.
Torquemada, con las cicatrices de su cuerpo resplandeciendo bajo la luz del cenit del diazul, señaló a Aryund con sus dedos acusadores. —Imposible— susurraba con su voz tenue. —¿Cómo pudo traicionar al Reino que tanto lo veneró?—
La incredulidad se adueñaba de los presentes, que murmuraban entre sí, lanzando maldiciones al aire contra Aryund. Iranís escuchaba, en lo más profundo de su ser, a Austar convocar al nuevo lord protector, resueltos a imponer un castigo por el crimen de traición. La traición solo podía lavarse con la muerte.
El nuevo lord protector era un hombre anciano, de barba entrecana y cabello corto y pulcro, vestido con un uniforme metálico que brillaba, reflejando los rostros de los asistentes. Xana observaba con curiosidad los vivos reflejos que su piel proyectaba en el metal. Sin embargo, antes de que pudiera suceder lo inevitable, Aryund extrajo su bastón escupefuego; pero en lugar de apuntar a Austar o a Anying, dirigió la boquilla hacia Torquemada.
—Qué descaro el suyo, Torquemada, hablarme de traición cuando usted y los Vor del Leyen conspiraron para derrocar al Reino—. Aryund hablaba con una seriedad y frialdad calculadas, como en aquellos momentos en que sus planes eran ejecutados con precisión. Herga se preguntaba, con genuino interés por el desenlace, si Iranís tendría alguna salida preparada ante la adversidad que se cernía sobre él.
Torquemada intentó negarlo, de manera torpe. Pero antes de que sus excusas, de hombre devoto disfrazadas por sus manos que sostenían la espada del Santo, pudieran surtir efecto, Aryund sacó de su abrigo una carta sellada. El sello de una torre custodiada por un jinete no dejaba lugar a dudas sobre su origen. La única incógnita para los presentes era el contenido de la misiva y, sobre todo, cuál de los Vor del Leyen aún con vida habría osado escribirla.
—Los presentes pueden verificar, señor protector, que esta carta fue escrita de puño y letra por Carul Vor del Leyen— continuó Aryund, con la mirada fija en los bordes de su bastón, resuelto. Estaba preparado para disparar si Torquemada intentaba huir. Extendió la carta, sostenida por sus dedos regordetes y cortos, hacia la mano enguantada del lord protector. —En ella, solicita su ayuda, y en particular, la colaboración de Monsalva como cardenal del Ministerio de la Pobreza y aliado cercano al Vicario—.
Aryund se acomodó de nuevo en su asiento, ocultando su arma en el compartimento secreto bajo su impecable saco de lino negro. Se deleitaba al saber que había recuperado el control sobre sus inferiores, cuyas miradas perdidas y fijas en él le proporcionaban un profundo placer. En ocasiones, anhelaba poder nutrirse de esa sensación de poder absoluto que experimentaba en esos efímeros instantes.
Úrsula se sentía insegura. Era consciente de la veracidad en las palabras de Aryund —el diario de su tía, explícito en detalle, revelaba la mayoría de sus planes futuros, incluyendo enviar a la Guardia del Vicario a perecer en el Zigurat para liberar el camino a los revolucionarios en Solara—, y temía que tal escándalo pudiera manchar su reputación intachable en el Reino. Compartía sus inquietudes con Xana, en un lenguaje de tacto tan peculiar que solo ellas comprendían.
Xana reconocía que era el momento de demostrar firmeza. No solo se sentía abrumada por la culpa de los sucesos pasados, sino que su espíritu le urgía a ser parte de la solución. Sabía que, aunque no resolvería todos sus problemas, aliviaría la carga de Carul sobre Úrsula.
—Es verdad— admitió Xana, con una voz dulce pero frágil. El frío que invadía la sala calaba hasta los huesos, congelando sus pies y las piernas descubiertas. Ese frío la revitalizaba, brindándole la fortaleza necesaria para sostener la mentira —Carul no solo traicionó a Úrsula, condenándola a una muerte segura en tierras distantes, sino que también intentó manipularnos a todos, enviando a sus tropas al sacrificio para colocar a un nuevo Vor del Leyen en el puesto del Vicario—. La convicción en la voz de Xana era palpable, reforzada por el dramático golpe de sus puños sobre la mesa, en un gesto de ira contenida. Hubiera querido revelar que no era un Vor del Leyen, sino un revolucionario, a quien deseaba ver en el Trono. No obstante, por petición de su querida Úrsula, se abstuvo de compartir esa verdad con los demás.
El lord protector, asintiendo con determinación, validó las declaraciones de Xana, dejando a la vista la carta de Carul, firmada al pie por Torquemada y Monsalva. Ambos parecían haber acordado, de manera implícita, repartirse el Reino una vez que Carul triunfara. La sorpresa era evidente en los rostros de los presentes, que parecían platos rotos al descifrar las verdades plasmadas en la intrincada caligrafía de la misiva. Especialmente cuando Iranís Aryund, firme como el roble, clavó el último clavo en el ataúd de aquellos conspiradores.
—Como ven, no soy el traidor aquí— afirmó él, con un aire de dignidad, acariciando las solapas de su abrigo —Intenté ir a Ixqidar para rescatar a Úrsula, donde me encontré con esta dama—. Aunque la mano de Aryund pretendía ser conciliadora, resultaba irritante para Xana cada vez que la señalaba —Aunque discrepamos en los métodos, alcanzamos nuestro fin. Lamentablemente, no llegamos a tiempo para evitar que estos traidores dividieran el Reino. Mea culpa—.
El remordimiento se reflejaba en la voz de Aryund, con los ojos humedecidos y el rostro pensativo, como si realmente estuviera abrumado por la emoción. Aunque Xana se sentía consumida por la ira, sabía que no podía dejarse llevar por los sentimientos en ese momento crítico. Anhelaba vengarse del asesino que casi las había matado a ambas en Ixqidar, y que, a pesar de sus esfuerzos, había acabado con la vida de Aegar. Sin embargo, las sutiles indicaciones de Úrsula, con sus firmes toques en su pierna, y las palabras susurradas por madame Harrund, que le aconsejaban paciencia, la convencieron de contener su furia, ahogándola en un mar de lágrimas compartidas con Aryund.
—Mea culpa— repitió Úrsula, sumándose a la estrategia de Aryund. Aunque le repugnara tanto como a Xana, reconocía la necesidad de aprovechar la coyuntura —Lo único que solicito, ante ustedes y ante el regente, es la oportunidad de vengar personalmente las ofensas perpetradas por Carul y Atlastar, ambos impostores. Confío en que me concedan esa gracia—.
Los presentes, incluido un perplejo Anying, asintieron en acuerdo.
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Anying avanzó con zancadas firmes a través de la sala, su determinación palpable en cada paso. Se aproximó a madame Harrund por el lado izquierdo, y con un gesto suave pero firme, solicitó su bastón escupefuego, aquel que había capturado la esquina de su visión momentos antes. Herga, con una mezcla de duda y resignación, le cedió el control del arma. A pesar del temor que le susurraba la posibilidad de una venganza inminente, una voz interna, alentada por Ereda, le aseguraba que Anying solo buscaba justicia: —Este joven tiene muchas cuentas pendientes. Y hoy, lo hemos encaminado a saldar una de ellas—. Herga no podía evitar sentirse perturbada por la crudeza de las palabras de su hermana, que le presentaban una visión del futuro tan sombría, de lo que pasaría con una Angélica que, igual de maltratada que Anying, consumida por el odio, quedase al mando del Reino. Esa idea, la hacía estremecer hasta la médula.
Anying sintió el peso del bastón en sus manos, no solo su masa física —pues a pesar de su revestimiento de madera, el bastón estaba compuesto casi enteramente de metal— sino también su carga simbólica. Sabía que no era el Anterix objeto de su venganza, pero sí un cómplice de sus humillaciones y temores. Alimentado por el recuerdo de Monsalva, con su barba desafiante y su aire de superioridad, forzándolo a besar sus pies durante las visitas a su tío en el Trono Celestial, Anying canalizó su ira y apuntó el mortífero artefacto hacia el rostro de Monsalva.
Anying había extinguido una vida por primera vez, y aunque una parte de su ser se entristecía —su corona azul resplandeciente ahora manchada con la sangre derramada—, no podía negar el oscuro placer que le embargaba al hacerlo.
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Xana se encontraba sumida en el desconcierto más profundo. Había sido testigo y sobreviviente de innumerables adversidades, pero la visión de los restos de Monsalva, esparcidos sobre la mesa cardenalicia, donde ríos de fluidos mezclaban la sangre con la esencia de su existencia pasada, le infligió una herida abismal que parecía imposible de cerrar. La culpa de tener sangre inocente en sus manos, los ecos de los gritos de dolor del público, la acosaban, silenciando sus sentidos, arrastrándola de vuelta a aquel click aciago. El impulso casi irrefrenable de rascar sus antebrazos, intentando purgar la mancha imaginaria, la consumía, amenazando con sumergirla en un océano de lágrimas y alaridos insondables.
Pero no era el momento para ceder a tal desesperación. Úrsula lo comprendía mejor que nadie.
Alrededor de la mesa cardenalicia, nadie sospechaba que los recientes sucesos, una turba enfurecida consumida por su propia violencia, fueran consecuencia de las acciones de Xana. Y aunque le lacerara el alma, estaba resuelta a permitir que persistiera esa creencia. Úrsula, con un brazo firme, contenía más que el tic nervioso momentáneo de Xana; lo asfixiaba.
El dolor era palpable para Xana, las uñas de Úrsula se hundían en su piel, dejando tras de sí un rastro de marcas diminutas. No lograba comprender por qué Úrsula, conocedora del tormento interno de Xana, se negaba a ofrecerle consuelo. Cesó su rascado, dubitativa, revelando heridas abiertas, piel lacerada y sangre que comenzaba a fluir. En esos instantes, una única pregunta dominaba su mente: —¿Por qué no me ayuda? Yo la ayudaría—.
Xana reprimió sus dudas, sus resentimientos más profundos, sumergiéndolos en lo más hondo de su ser, permitiéndoles manifestarse únicamente como lágrimas que humedecían sus mejillas. Úrsula aborrecía sobre todo esa imagen del mundo, en la que su pequeña zú dejaba de sonreír, para ser consumida por visiones de lágrimas resplandecientes que inundaban su rostro. Aunque intentó, con su lenguaje de tacto, brindarle consuelo, las palabras parecían vanas en ese momento: Xana no parecía dispuesta a escuchar.
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Los cardenales, aún conmocionados por el acto extremo de Anying, apenas prestaron atención al nerviosismo de Xana. La noche había desvelado una verdad indiscutible: Anying no era Salvanar Anterix; era la viva imagen del nepotismo y la crueldad de Ana Sofía, cualidades que se intensificaron cuando, con un gesto ágil y despiadado, arrojó los restos de Monsalva fuera de su silla en la mesa cardenalicia. Luego, limpió el bastón escupefuego de madame Harrund con su propia vestimenta, manchando la seda con un patrón macabro donde la elegancia del tejido se entrelazaba con la cruda realidad de la vida efímera, marcada por los surcos sanguinolentos.
Herga recuperó su arma sin vacilar, guardándola en su escondite habitual dentro de su saco. Extrajo una cajetilla de cigarrillos de la bolsa de su blusa, que hasta hace instantes era de un blanco puro, y encendió uno para distanciarse del caos, permitiendo que el humo acre que quemaba su garganta despejara su mente, revelando nuevas estrategias para sus revolucionarios ante la amenaza que representaba la dureza de Anying.
Un gesto simple pero significativo hacia el lord protector, una invitación a tomar asiento, simbolizaba la propuesta tácita del triregnum de nombrarlo nuevo líder del Ministerio de la Virtud. El sonido crujiente de las botas metálicas del lord aplastando los huesos quebradizos del cadáver de Monsalva resonó con claridad en la sala, un eco que se grabó en la memoria de todos los presentes.
Este acto marcaba el inicio del gobierno de Anying, un poder que empezaba a consolidarse a través de actos de crueldad. Observó a Torquemada, paralizado por el terror, mientras una orden lacónica sellaba su destino a manos de la hoja oscura y veloz del nuevo cardenal del Reino.
Torquemada intentó frenéticamente contener la hemorragia, llevándose las manos al cuello en un vano esfuerzo por retener la vida que se le escapaba. A pesar de su desesperación, sus dedos dejaron marcas violáceas en su piel, incapaces de detener el inevitable final. La sala se hizo eco del sonido sordo, similar al de una losa desplomándose al fondo de un barranco, cuando el cuerpo de Torquemada se desplomó hacia atrás desde la silla, golpeando el suelo de mármol con un estruendo final.
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Anying retomó su lugar en el presidio de la sala cardenalicia. A pesar de la repulsión que sentía por sus recientes actos, una parte de él, aquella consumida por el resplandor del diamante azul, estaba convencida de la justicia de sus acciones. No obstante, una mirada fugaz hacia la joven de cabellos rojizos, que con una mano cubría la herida fresca de su nerviosismo, imploraba clemencia.
Le recordó, en un susurro celestial, la promesa mutua de no convertirse en monstruos como los sacros. —Creo que hemos purificado el santuario— dijo Anying con suavidad, mientras su cuerpo, agotado por la intensidad de la emoción, se hundía en la silla de Salvanar —Con su partida, la disolución de los revolucionarios es inminente. Confío, señora Úrsula, en que cumplirá su cometido sin demora—.
Úrsula asintió, un gesto que sellaba el destino de su linaje. Y Anying, antes de declarar el fin del cónclave, reafirmó ante la mirada perpleja de Xana, la consumación de la promesa que finalmente los uniría —Conozco al verdadero adversario—.
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