La ira se apoderaba de Iranís Aryund hijo, no como un visitante sino como un conquistador de su ser, desplazando su voluntad con una templanza forjada en el fragor de la batalla. Aún confundido, su desconocimiento lo consumía, incapaz de comprender cómo aquel ser, tan ajeno a él en ojos y piel, había logrado vencerlo de manera tan humillante. La derrota, encima, pasó ante los ojos de su padre, esa bestia rencorosa y gélida, un estigma perpetuo. La punzada ardiente en su abdomen, donde la hoja de su hermana había trazado el que debía haber sido su destino, aún le quemaba.
—Los milagros no existen, menos aún del Santo—, se convencía Iranís, a pesar de reconocer la suerte que había tenido al sobrevivir al acero que lo atravesó sin tocar lo esencial.
Intentó levantarse, atraído por el reflejo de una sombra en el rabillo del ojo. Pero el dolor lo anclaba al suelo, incapaz de erguirse. La sensación de un líquido tibio en su abdomen lo alarmó. Sin armadura que contuviera la sangre, la realidad de su herida se hacía evidente.
Al inspeccionar la lesión esperada, un grito contenido escapó de sus labios al descubrir una venda cubriéndola. —¿Cómo es esto posible?—, se preguntó, sabiendo que en el Salón Azul solo estaban las Harrund, quienes jamás lo ayudarían, y su padre, que lo había abandonado a su suerte.
—Kai, ¿qué buscas con esto?—, inquirió con voz firme. La sombra que lo acompañaba debía ser el tejedor de mentiras del Salón Azul. —Sabes que sin la muerte de mi padre, no tengo fortuna, y él jamás pagaría rescate alguno. ¿Por qué secuestrarme?— Las preguntas de Iranís eran profundas, y aunque intentaba ocultar el dolor que le causaban, sabía que cada palabra era la pura verdad.
—Te ablandas, si hemos de morir, que sea con dignidad—, le reprendía su consciencia, recordándole que en su miedo e incertidumbre, había revelado demasiado a un desconocido.
—A veces me odio a mi misma—, confesó la silueta en la penumbra, identificándose como mujer. La pérdida de sangre había mermado la audición de Iranís, incapaz de confirmar si la voz coincidía con los pronombres usados. —Puedo ser muy estúpida cuando me dejo llevar por mis emociones. Solo por eso te salve, no creas que por qué quiero algo de tí—.
Iranís guardó silencio, paralizado por la incertidumbre de las intenciones de la sombra y sin la lucidez para discernir su identidad.
—Ahora que has despertado, puedo marcharme—, anunció la sombra, levantándose del suelo del oscuro recinto. —Dejé algo de comida junto al fogón; espero no te quemes intentando alcanzarla—, indicó, revelando que se encontraban en un túnel, probablemente un alcantarillado.
Al pasar junto a él, Iranís experimentó una emoción desconocida. Otros la llamarían gratitud, conscientes de deber la vida a alguien más. Para él, significaba una deuda de sangre con esa misma mocosa de piel amarilla que se decía su media hermana, la misma que anhelaba ser una Aryund legítima y que competía por el poder de su padre y el derecho a, llegado el día, poder matarlo con sus propias manos.
Una hoja pequeña, bañada por los primeros rayos rojizos que se filtraban a través de la coladera, voló de las manos de Xialing y se clavó en el suelo, cerca de Iranís. Ese cuchillo, con su águila invicta grabada en la empuñadura, le resultaba extrañamente familiar: era el mismo que su abuelo le había entregado tras una cacería, cuando, sin titubear, logró quebrar el cuello de un conejo. Desde ese instante, aquel cuchillo se convirtió en el símbolo de todo lo que su familia esperaba de él, todo lo que él, reprimiendo partes de su ser, había llegado a convertirse.
—Esto no nos hace familia, ni amigos—, sentenció ella, acercándose a la salida. —Solo por razones que el Cielo conoce, no pude dejarte morir. El Cielo me salvó una vez, y debía devolver el favor—.
Antes de que Iranís pudiera formular alguna pregunta, ella ya había desaparecido en las sombras. Con el paso del tiempo, y aún sumido en la debilidad, Iranís intentó arrastrarse hacia el fogón, luchando por alcanzarlo antes de que las últimas llamas se rindieran ante la oscuridad. A pesar de su estado, reconoció sin lugar a dudas que su cena sería una rata de alcantarillado, de un tamaño considerable. Sin embargo, este detalle le resultaba insignificante. La zozobra y la agonía que lo embargaban se transformaban rápidamente en una sed de venganza tan intensa que, en su mente, aquel roedor se transfiguraba en un manjar más exquisito que el más fino champagne de Solara. Estaba decidido, sin sombra de duda, a ajusticiar a su padre por sus crímenes, a humillarlo de la manera más deshonrosa posible, eviscerándolo como a los peores traidores, en el mismísimo centro de la Plaza del Santo.
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Los hilos del destino se entrelazaban, la providencia, caprichosa y misteriosa, había puesto en marcha los engranajes de un reloj que no se detendría hasta que Iranís hijo acabara reunido con uno de los personajes con quién menos habría pensado tener una alianza, Vicur Kurp. Pero de momento, ambos desconocían el tejido que trataba de unirlos, el tapiz que les abriría tantas posibilidades. Así, es como ese mismo diazul, en completa quietud, el alma solitaria de Vicur compartía agonías similares a las de Iranís, enfrentando igual la falta que su familia le hacía.
—Papá, papá, ¿por qué siempre usas esas mancuernillas con caballos?— solía preguntar Alustar, la más pequeña de las hijas de Vicur Kurp, cada vez que lo veía alistándose para un evento importante. Esas mancuernillas de oro, impecables y con la forma de la cabeza de su semental favorito, Arena, eran más que un simple adorno para Vicur. Representaban su compromiso inquebrantable con sus raíces, un recordatorio perpetuo de que, más allá de la riqueza, su verdadera vocación era la ganadería y la tauromaquia, viviendo en armonía con su familia en el rancho.
Ahora, lejos de su hogar en Solara y sin la presencia reconfortante de su familia, Vicur se debatía entre la nostalgia y la duda. —Hemos amasado una fortuna con el negocio de los pescados y granos, aunque carezca de glamour—, reflexionaba mientras intentaba abrochar la mancuernilla izquierda en su camisa de algodón blanco. —Después de escuchar las historias de Sunniva, anhelé un apellido con prestigio, pero ahora veo que la vida pública como la de los Vor del Leyen solo trae complicaciones. Extraño la tranquilidad de Trinitaria—.
Rodeado de incertidumbre, Vicur terminaba de vestirse. El saco oscuro que se ajustaba sobre su cuerpo, moldeado por años de labor en el campo y el mar, parecía cobrar vida propia. —Debo poner fin a esta farsa y liberarnos del yugo de los Aryund—, se prometió, mientras jugueteaba con los bordes de su saco, impaciente por despojarse de él. —Esta noche, reclamaré lo que me pertenece y partiré—.
La ansiedad de Vicur por reencontrarse con la mirada tierna de sus hijas y el abrazo reconfortante de Sunniva llenaba el ambiente. Anhelaba dejar atrás los recuerdos de la capital, sumergirse en las extensas tierras de Arvaland, cabalgando sobre Arena. La providencia parecía haberle sonreído generosamente, brindándole una oportunidad inesperada esa misma noche, un chance de alcanzar sus más ansiados objetivos, especialmente tras el impactante ataque revolucionario al Salón Azul, que había terminado en llamas con la élite del reino en su interior.
Los rumores sobre el número de víctimas oscilaban entre diez y cientos. Algunos relatos, más dramáticos, describían a los revolucionarios en un frenesí caníbal, disfrutando de un macabro festín antes de consumirlo todo en fuego. Lo único cierto para Vicur era que Iranís Aryund y Herga Harrund habían estado presentes en aquel salón durante la noche de la tragedia. —¿Habrán llegado a un enfrentamiento letal? ¿Fue el incendio una cortina de humo para ocultar un asesinato?—, reflexionaba mientras se acomodaba en su automóvil. No lograba comprender la fascinación de los sacros por esas máquinas de metal, tan propensas a fallar, en comparación con la fiabilidad y nobleza de un caballo. El estruendo metálico le resultaba ensordecedor, un eco perturbador que le recordaba un incidente reciente, cuando un sonido similar había rozado su garganta.
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Se podría pensar que una visita al Banco del Santo Hierro, solo para contemplar su imponente arquitectura con ventanales amplios y muros sólidos anclados en la roca del Cerro de las Plegarias, sería un paseo tranquilo. No obstante, para Vicur, la experiencia fue todo menos pacífica al atravesar sus puertas y oír los cuchicheos de los empleados: Carul Vor del Leyen comentaba la notable ausencia de Herga en la última asamblea de cardenales.
Mientras meditaba sobre las consecuencias de la muerte de la matriarca Harrund —tras el reciente asesinato de su hijo y la desaparición de su nieta, la única heredera—, Vicur presagiaba una encarnizada batalla por el poder. Fue entonces cuando una sensación gélida y afilada le rozó el cuello, interrumpiendo sus pensamientos. Una voz femenina, dulce pero cargada de peligro, le instruyó a moverse con sigilo: —Avance conmigo, con cautela, sin atraer miradas. Cualquier intento de escapar y no vacilaré en cortarlo—.
Siguiendo a la enigmática figura, Vicur se resignaba a lo que creía serían sus últimos momentos —Saborearé el aire y la luz del sol, al menos, mientras ascendemos el Cerro de las Plegarias— pensó, intentando mantenerse positivo. No permitiría que la soledad fuera su última compañera. El sonido cercano y familiar de las hojas, rozando unas contra otras, le permitía a Vicur olvidarse por momentos, de la presencia de la muerte acechándolo, aproximándose a él con cada pequeña flor violácea que veía por el camino. No obstante, la realidad tenía otros planes.
La joven amenazante, sin revelar su rostro bajo la capucha, se detuvo a mitad de camino hacia la estatua del Santo. Vicur apenas pudo distinguir el brillo de unos ojos púrpura que le entregaban un trozo de papel amarillento con una invitación: Demir deseaba revelarle la verdad detrás de los acontecimientos en el Salón Azul, confiando en el apoyo político de Vicur para alcanzar la justicia.
Antes de que Vicur pudiera reaccionar, atónito por las implicaciones del mensaje, la joven se había esfumado entre las sombras de los árboles. Al pie del papel, solo quedaba la cita para esa misma noche, en un lugar que parecía abandonado incluso por el Santo.
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La realidad golpeó a Vicur regresándolo al presente cuando el motor de su automóvil se detuvo con un ruido sordo. El cochero sugirió que el combustible adulterado había sido la causa. La escasez de este recurso en Solara había llevado a muchos a mezclarlo con agua, buscando maximizar sus ganancias.
Desconcertados, ambos hombres inspeccionaron el motor abierto, enfrentándose a un enigma de metal caliente y piezas en movimiento. —Quizás deberíamos rezar—, propuso el cochero en un susurro, buscando consuelo en las escrituras sagradas guardadas en el maletero.
A pesar de lo absurdo que pudiera parecer, Vicur no encontró mejor alternativa. Recordó a la joven misteriosa que le había perdonado la vida y le entregó una nota arrugada, instándolo a reunirse con Kai Demir. Confiando en que el Santo que lo había guiado hasta ahora continuaría haciéndolo, Vicur oró con fervor, esperando un milagro para su vehículo.
Pero, como si le recordara no tentar demasiado su suerte, esta vez el Santo decidió ignorar sus plegarias.
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Vicur debía admitir que, aunque no esperaba un encuentro en un lugar de gran alcurnia, sí albergaba la esperanza de que la reunión con Kai Demir se diera en un sitio donde los reflejos celestes del ocaso fueran visibles. La oscura y húmeda alcantarilla, infestada de ratas, era el último lugar donde hubiera imaginado encontrarse con una de las figuras más célebres de Solara por guardar secretos. Las historias heredadas de su padre y abuelo le habían hablado de la fama de aquellos hombres de Trinitaria, conocidos por vender información al mejor postor. Aunque Vicur desconfiaba de Kai, temiendo una posible traición, esperaba que la tercera generación de los Demir mostrara algún aprecio por el pasado y por lo que los Kurp habían hecho por el primero de su linaje, Elías.
La silla en la que Vicur se acomodó crujía con cada movimiento, tan torcida y oxidada que parecía surgir de una era anterior a la existencia de Solara. Esta antigüedad contrastaba con la apariencia impecable y reluciente de Kai Demir, quien, vestido con su característico traje Mao negro, bordado con hilos de plata que delineaban la legendaria Ciudad de las Flores, representaba un enigma. Un lugar del que los Demir hablaban en susurros y que el padre de Vicur había descartado como fantasías.
El saludo entre ellos fue breve, un apretón de manos cargado de desconfianza mutua y, a la vez, un reconocimiento tácito de un lazo ineludible.
—Señor Demir, ¿qué lo lleva a convocar esta reunión de manera tan repentina? —indagó Vicur, retirando sus manos con premura.
La expresión de Kai, marcada por la sorpresa, dejaba entrever sus propias incertidumbres, reflejando una ignorancia compartida sobre el propósito de su encuentro.
—Pensé que había sido usted quien solicitó vernos —replicó Demir, con un matiz de preocupación—. Aquí tiene la nota, escrita de su puño y letra, señor Kurp. A pesar de que la hora y el lugar me resultan extraños, no pude declinar dada la historia y la deuda que mi familia tiene con la suya.
El papel, arrugado y amarillento, emergió del bolsillo de Demir, exacerbando las dudas y el temor que carcomían el ánimo de Vicur. La caligrafía, ajena a la suya y con una alineación perfecta, era un reflejo exacto de la carta que él había recibido previamente. La noche parecía haber sido orquestada por un titiritero oculto, cuya identidad desconocida atormentaba a Vicur. Esperaba que Kai pudiera arrojar luz sobre la oscuridad de la situación.
—Esta escritura no es mía —confesó Vicur, frente a un Kai cada vez más distante. El impacto de la revelación era tangible; Kai se desplomó en una silla, idéntica a la de Vicur, la sorpresa doblegando su postura. —Le iba a comentar, señor Demir, que existen formas más directas de comunicarse conmigo que contratando a una asesina.
La incertidumbre se reflejaba en las arrugas de Kai, en el leve torcer de sus labios, disipando cualquier sospecha en Vicur: Kai no había enviado esa nota, no había sido él quien lo había citado en la alcantarilla. Sus palabras, temblorosas y entrecortadas, confirmaron esta verdad: —Iba a decirle lo mismo, que no necesita enviarme una asesina para que le reciba un mensaje.
La ansiedad se apoderó de Vicur, paralizando su cuerpo y tiñendo su semblante de una severidad gélida, el retrato de la desesperación de un hombre marcado por el destino. Kai Demir, en cambio, parecía comprender que su final, al igual que el de Vicur, podría estar dictado por un enemigo vengativo que los había engañado para atraerlos a esa alcantarilla. A diferencia de Vicur, Kai estaba resuelto a buscar una salida; si la muerte era inminente, la enfrentaría con valentía.
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La aparición de la sombra, temida por ambos, impulsó a Kai a actuar con decisión. De su cinturón, oculto bajo la chaqueta Mao, extrajo un bastón escupefuego, un privilegio de la Guardia del Vicario y las casas cardenalicias. El origen de ese bastón en manos de Kai había sido un misterio para Kurp durante mucho tiempo. En ese momento crítico, sin embargo, Vicur solo podía pensar en el desprecio que siempre había sentido por esas armas. —Si van a matarme, tendrán que demostrar que son capaces de hacerlo con sus propias manos —solía decir, rechazando la idea de armarse para su defensa. Ese desdén, nacido del miedo a lo desconocido y a un mal uso potencialmente fatal, lo hacía sentir condenado a ser la primera víctima, desarmado y vulnerable.
El desasosiego se apoderó de Vicur, su corazón se inundó de un temor definitivo, su rostro se tensó y su cuerpo se sacudió con pequeños espasmos. En su mente, emergió el deseo póstumo de abrazar una última vez a sus hijas, especialmente a Alustar.
La sombra, ahora revelada, mostró una destreza superior a la de Kai en el manejo del bastón. Las esquirlas del arma se dispersaron inútilmente, mientras Kai, lleno de un orgullo prematuro, intentaba un segundo disparo. Pero la sombra ya lo tenía sujeto del brazo, amenazando con quebrárselo si no soltaba el bastón. El retumbar de las esquirlas por el suelo de la alcantarilla sacó a Vicur de su parálisis. Aunque huir era deshonroso —según las enseñanzas de su padre y su abuelo, un verdadero matador nunca abandonaba a los caídos—, Vicur vio en ese caos su oportunidad de escapar. Mientras la sombra, iluminada por los débiles reflejos celestes del túnel, amenazaba con su hoja azulada, Vicur sabía que era el momento de huir o enfrentar un destino similar al de Kai.
Lo último que esperaba Vicur, corriendo hacia la salida de la alcantarilla, era que la sombra siniestra tuviera un cómplice. La misma hoja delgada y afilada, que había sentido en su cuello en el Banco, se interponía ahora en su camino. La misma joven, de ojos violáceos que brillaban intensamente en la oscuridad, se plantaba ante él, señalándole en sacro que era inútil huir.
—Entonces, ¿por qué no me eliminaste hace rato? —preguntó Vicur, sumido en un mar de confusión— ¿Por qué esperar hasta ahora, si en el Banco habría sido más fácil acabar conmigo?—. No esperaba una respuesta, pero en su interior sabía que, si el único objetivo de la joven era verlo muerto, habría sido mucho más sencillo en el resplandor rojizo de la mañana: habría pasado como otro acto de terror de los revolucionarios en Solara.
—Porque ninguna de nosotras desea su muerte —explicó la figura oscura, que silenciaba a Kai con el cuchillo—. Tampoco es mi costumbre reunir a la gente de esta manera, pero en este caso, no tenía otra opción.
Ambos hombres permanecieron inmóviles, mientras las dos mujeres seguían apuntando a sus cuellos con las armas. A ambos les hubiera gustado huir, eso era seguro. Pero, aunque desconocía los pensamientos de Kai, Vicur sentía la necesidad de quedarse, movido por la curiosidad de lo que aquellas dos jóvenes tenían que proponer, quienes, al descubrir sus rostros, dejaban ver su juventud bajo los reflejos celestes que alcanzaban el túnel.
—La política de Solara siempre será un enigma para mí —susurró Vicur, su voz apenas un hilo mientras reflexionaba—. Jóvenes como ustedes deberían estar saboreando la vida, no hundiéndose en el fango de la política del reino. A pesar de que el semblante de Vicur se había aliviado al saberse vivo, su habla aún vacilaba. Si las relaciones con los poderosos del reino iban a ser así, prefería mantenerse a distancia.
—Comparto su desdén por estas intrigas, señor Kurp —dijo la chica, apuntando a Kai Demir con frialdad y distancia. Sus ojos grises profundos, su nariz pequeña y respingada, y sus facciones delgadas y serias contrastaban con la imagen que Vicur tenía de los enemigos más allá del Mar Lóbrego. No eran las bestias repugnantes y amarillas que le habían descrito. De hecho, a su juicio, la joven tenía facciones más armoniosas que muchas que había visto en los sacros—. Pero si se unen a mí, juntos podremos lograr todo lo que deseamos. Usted, Kai, busca reconocimiento, salir de la sombra de los secretos que su familia ha tejido como negocio. Y usted, señor Kurp, no puede negar su sed de poder.
Las expresiones de Kai y Kurp, llenas de incertidumbre, confirmaban que la joven tenía razón. Ambos anhelaban poder y reconocimiento, aunque dudaban de cómo ella podría saberlo. Mientras volvían a sentarse tensamente en las viejas sillas, las dudas de Kai hicieron eco en la mente de Vicur, quien comenzaba a perderse en esos pensamientos:
—¿Qué es lo que desea a cambio, señorita…? —preguntó Kai, con una pregunta abierta y directa que no dejaba claro si buscaba sellar un trato o simplemente obtener información.
—No puedo creer que tenga tan mala memoria, señor Demir —replicó la figura, acercándose y revelando completamente su rostro y parte de su torso. Kai emitió un grito ahogado, al parecer ya conocía a la extraña figura. Vicur, aún más consternado, preguntó, dirigiéndose más a Kai que a la chica— ¿De dónde se conocen?
—¡Tú! ¡Se suponía que estabas muerta! —exclamó Demir entre sollozos. Parecía que había intentado eliminar a la joven sin éxito. Esto dejó a Vicur sumido en una creciente zozobra, dudando de las intenciones de la chica—. No, si eso fuera cierto, yo, ni nadie lo perdonaría —se dijo a sí mismo, consciente de que debía haber otra explicación.
—Lo sé, fuiste tú quien le dijo a Aryund que esa noche estaríamos espiándolo en el Salón Azul, ¿verdad? —inquirió ella, con un tono melódico y dulce que recordaba a Vicur al de sus hijas—. Pero no soy rencorosa, también haría lo que estuviera en mis manos para proteger lo que amo.
—Y de nada sirvió —confesó Demir, inundado en lágrimas que cortaban sus palabras. Sus manos, en plena congoja, se arremolinaban sobre sus ojos, tratando infructuosamente de contenerlas—. Aún así, Aryund incumplió su promesa.
—Pensé que usted, mejor que nadie, sabría que Aryund nunca cumple su palabra —continuó ella, condescendiente—. Pero eso no importa, puedo ayudarle a reconstruir su Salón, y quién sabe, tal vez esta vez encuentre un amor verdadero.
Vicur estaba atónito, no solo por la cantidad de información que parecía conocer la joven, sino también porque, con los tenues rayos celestes cambiando de posición continuamente, había logrado ver en su espalda una marca de fuego con forma de crisantemo. Vicur sabía que esas marcas, hechas con garrotes calientes, solo se colocaban a las esclavas. Por lo tanto, la joven parecía estar al servicio de alguien más, que prefería permanecer en el anonimato:
—¿Quién es su maestro? —preguntó Vicur, interrumpiendo el ensimismamiento entre la chica y Demir—. La marca en su espalda es propia de esclavas.
Ella no pudo ocultar una cierta satisfacción que se reflejaba en su rostro con una sonrisa y unos ojos alegres.
—Veo que es más observador que el resto de Solara —dijo ella, acercándose a Vicur—. Demir me tuvo una noche entera cerca de él y no se percató de eso. Y usted, en menos de un par de minutos, pudo ver la marca de Sardú en mi espalda.
El nombre —Sardú— resonaba en los recuerdos de Vicur, pronunciado muchas veces, casi siempre en tonos iracundos o irónicos, por Aryund padre. Sabía, por lo poco que le había confesado Aryund en sus despotricos, que era el señor de una tierra lejana en el Imperio Celestial enemigo, y que tenía un secreto muy importante sellado en sus labios, un secreto que valía toda la fortuna del propio Aryund.
—Entonces, si sirve a los enemigos del Reino, lo que nos propone es traición —afirmó Vicur, con determinación—. Prefiero que me mate ahora, antes que traicionar al Reino que hizo a mi familia lo que es.
—No exactamente —dijo ella—. Supongo que Aryund padre sigue siendo igual de estúpido que siempre y le contó en un arrebato que quiere exprimir a Sardú para sacarle una información sellada en sus labios. Mi único objetivo es mantener ese secreto a salvo conmigo. Personalmente, me da igual si este Reino dura mil años más o si la república igualitaria de Jitian toma su lugar, mientras nadie más intente descubrir esa información.
Las palabras de la joven, resueltas y firmes, convencieron a Vicur de su veracidad. O tal vez fue la cercanía de ella, que había reposado sus brazos sobre los de él, poniéndose casi al lado de su yugular, lo que lo impulsaba a confiar en ella. Sabía que intentar comprender las razones o la información que la joven guardaba sería inútil.
—Aún así, no hay peor batalla que la que no se lucha —consideró Vicur, mientras formulaba las palabras que seguramente disgustarían a su interlocutora—. ¿Realmente ese secreto vale lo suficiente como para causar muerte? Aryund mencionó que todos los relacionados con ese secreto debían morir. Si nos involucramos contigo, es un hecho que seremos los siguientes.
La hoja azul que la joven manipulaba entre sus manos fue rápida y precisa, clavándose en una de las paredes de la alcantarilla, rozando apenas los incipientes vellos de la barba de Vicur. Un sudor frío inundó su cuerpo, sintiéndose nuevamente al borde de la muerte, sus sentidos se agudizaron: el intenso aroma de los excrementos en el agua turbia de la alcantarilla, los múltiples sonidos de las ratas procesando y regurgitando comida, que disfrutarían un festín con sus restos…
—No importa lo que le puedan contar, lo que Demir pueda decirle de mí cuando me vaya, pero no soy ni remotamente parecida a los bastardos Aryund con los que comparto sangre —exclamó ella, con una ira que le torcía los labios. Pasó al lado de Vicur, llenándolo de más terror, al recoger su cuchillo de la parte sucia de la alcantarilla donde había caído
—Entonces, ¿están dispuestos a escuchar a mi maestra o ha sido todo esto una pérdida de tiempo? —intervino la otra chica, revelando su rostro al retirar la capucha. Su piel negra, impoluta, capturaba los rayos celestes que se filtraban en el lugar. La impaciencia se leía en su postura, como si dudara de su presencia en aquellos momentos.
—Si me asegura que seguiremos con vida, la apoyaré —afirmó Vicur, sin poder concebir un plan mejor para eludir, por ahora, a las dos jóvenes. Kai, aún perturbado, tardó en responder: —Por ahora, solo busco venganza contra Aryund. El entierro de mi esposa esta mañana no debería haber ocurrido. Sus palabras, cargadas de un deseo de venganza, oscurecían aún más el ambiente, reflejando la sombra que se cernía sobre su alma.
—Perfecto —dijo la chica de ojos amarillos, limpiando su cuchillo contra el abrigo—. Señor Demir, necesito dos favores de usted. El primero es que difunda por el reino que la heredera de los Harrund murió en el incendio de su salón. No necesita dar más detalles, solo eso —explicó, acercándose a Kai hasta que sus miradas se encontraron.
—¿Y cuál sería el segundo favor? —preguntó Kai, con una voz endurecida por la determinación. Parecía dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de destruir a Aryund. Vicur entendía ese sentimiento; él haría lo mismo, o incluso más, si alguien osara dañar a su familia.
—El segundo favor es que propague el rumor de una reunión entre el Vicario e Iranís hijo, donde este último revelará graves transgresiones cometidas por su padre —continuó ella. La sorpresa se dibujó en el rostro de Kai, quien recordaba cómo el padre de Iranís había ordenado a los revolucionarios ejecutarlo enterrándolo vivo.
—Ya sé lo que va a preguntar, pero ese es mi problema, lo que haga con esa información —sentenció ella con crudeza. Ambos hombres debían aceptar que, aunque pareciera una alianza prometedora, en realidad estaban a merced de los caprichos de la joven.
—De acuerdo —dijo Kai, sellando el trato. La chica, ahora con una seguridad renovada, guardó finalmente el cuchillo que había estado balanceando en su mano. —¿Y qué ganaré con todo esto? —inquirió Demir, ansioso por obtener algo a cambio de sus servicios, pues estaba arruinado.
—Recibirá una nota en un par de días con las instrucciones para nuestro próximo encuentro. Allí le entregaré el oro que necesita para reconstruir su salón —respondió ella, perdiendo interés en Kai tras sus palabras. Ignoró el gesto de Demir de cerrar el trato con un apretón de manos, dejándolo suspendido en el aire. Vicur sabía que para Kai, con las tradiciones celestiales de su familia, aquello era un gran deshonor, pero no dijo nada. La esperanza de recuperar su riqueza parecía suficiente para silenciar sus pensamientos.
—¿Y qué desea de mí? —preguntó Vicur, confundido. Dudaba de su utilidad para la joven, ya que su oro estaba en manos de Aryund y, a diferencia de Demir, carecía de influencia política en el reino.
—Varias cosas —confesó ella, acercándose y agachándose para estar cómoda, aunque su presencia y mirada inquisitiva seguían incomodando a Vicur—. La primera es que le entregaré este anillo. Es el que Iranís hijo llevaba en su dedo anular. Deberá dárselo a Aryund cuando el momento sea propicio. Sospecho que, al oír los rumores que Kai difundirá sobre su hijo, intentará terminar lo que sus revolucionarios no pudieron.
Vicur observó el anillo de oro con un águila invicta, su expresión revelaba su fascinación. —¿Por qué me da un favor tan grande de entrada, a diferencia de lo que pidió a Kai? —se preguntó, temiendo que lo que le solicitara a cambio fuera algo casi imposible.
—Es un regalo, un símbolo de mi buena voluntad hacia usted —explicó ella, como si leyera los pensamientos de Vicur—. Pero también necesito dos favores: el primero es que me lleve discretamente a Áncasar sin que nadie en el reino lo sepa. Para los Harrund y otros, estoy muerta, y así quiero seguir.
Vicur sabía que para él sería una tarea sencilla. Sus movimientos apenas importaban en el reino, por lo que llevar a una esclava más o menos pasaría desapercibido, especialmente si viajaban a caballo, como ya planeaba. A pesar de la facilidad de la tarea, no podía evitar preguntarse qué pretendía la joven con aquella petición.
Ella se acercó al oído de Vicur para continuar en un susurro confidencial —Lo que realmente necesito, y sería el segundo favor, es que después de lo que tenga que hacer en Áncasar, me lleve de vuelta a Trinitaria con usted. Es el único lugar donde estaré segura. A cambio, sé dónde está su fortuna y le devolveré la mayor parte si cumple su palabra.
Los ojos de Vicur brillaron con la promesa de recuperar su oro. Ahora, con el anillo que aún resplandecía en la alcantarilla, tenía un arma para atacar a Aryund. No estaba seguro de querer venganza, pero tener una carta para jugar en el momento adecuado era una ventaja que no podía despreciar.
—Acepto —declaró con firmeza. Aquella joven celestial se había convertido en su mejor esperanza para alcanzar sus objetivos.
—Entonces, por favor, llámenme Xialing en adelante; detesto ser siempre ‘la chica’ o ‘el engendro celestial’ —dijo ella, ajustándose la capucha de su abrigo oscuro—. Cualquier otra cosa que sea necesaria, se la comunicará mi esclava, Akina —añadió, señalando a la joven de ojos violetas que la acompañaba.
Una vez que las dos jóvenes abandonaron el alcantarillado, Vicur y Kai respiraron aliviados, quedándose solos. Aunque no intercambiaron palabras al salir, sabían que ahora estaban más conectados que nunca, como aquel día en que sus ancestros se conocieron jugando al póker en Trinitaria.
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Odiaba esa vista, indudablemente, aunque de momento solo residiera en sus recuerdos. Cada vez que los reflejos dorados en los bordes de las plumas del halcón capturaban su mirada, algo se desmoronaba en lo más profundo de Akina. Pensaba, con una ingenuidad extraordinaria, que Ereda Harrund la dejaría en paz, después de haber huido despavorida de su Cámara de Ámbar. Pero estaba equivocada.
Con cierta periodicidad, a veces separada por breves instantes, otras veces de manera insistente y repetitiva con cada alba rojiza, el halcón la encontraba, sin importar dónde Akina intentara ocultarse. Llegaba con una nueva misiva atada a sus patas, desprovista de bordes lujosos o sellos familiares pretenciosos. Solo contenían órdenes directas y claras, escritas con una caligrafía meticulosa y cuidada. Akina sospechaba, en lo más íntimo, que esas últimas cartas, tan distintas a las primeras —cargadas de un odio vehemente hacia ella—, no eran escritas por Ereda Harrund.
No obstante, las dos primeras cartas que recibió, poco después de haber conseguido su emancipación de los Harrund, habían sembrado un temor tan profundo en su ser, que se volvió incapaz de desobedecer las subsiguientes, por más dudas que tuviese, aquellas que la urgían a reunirse y acatar las órdenes de esa joven de piel amarilla y ojos grises conocida como Xialing.
Lágrimas silenciosas se acumulaban en los ojos de Akina. No podía, por más que lo deseara, mostrar debilidad: los años le habían enseñado que revelar sus vulnerabilidades es el peor error que se puede cometer. A pesar de ello, y para su propia sorpresa, se encontraba deseando, con el corazón alzado, poder confiar en su nueva y enigmática señora. Xialing, quien a diferencia de Ereda, se mostraba dulce y amable.
Las imágenes de la primera carta, cuya autenticidad había dudado, volvían a su mente mientras debatía si podía confiar en Xialing y confesarle el pavor que le provocaban esas misivas. La primera carta contenía escasa información, solo detalles íntimos que pocos conocidos de Akina podrían saber, junto a una amenaza despiadada si no atendía ciertos rumores que se esparcían por el Banco del Santo Hierro. Akina había pensado que su remitente no sería capaz de cumplir sus escritos, por lo que descartó la carta.
Sin embargo, las evidencias en la segunda misiva no dejaban lugar a dudas sobre la crueldad del mundo y el hecho de que, si volvía a desobedecer, ella podría ser la próxima en sufrir las consecuencias. El paquete contenía un pequeño collar de bronce con una placa marcada con el número 103365. En el Imperio Celestial —lugar de nacimiento de Akina, donde las leyes dictan que tu destino está determinado por el vientre que te alberga—, debido a la vasta población y al aún mayor número de esclavos por habitante, existía desde tiempos inmemoriales el Censo Único del Imperio, que asignaba un número único a cada persona, libre o esclava, para su identificación ante la burocracia celestial.
Los identificativos de los libres destilaban complejidad, entrelazando el lugar de residencia, nombres y linajes, mientras que los de los esclavos se reducían a la simplicidad: un número, un recordatorio crudo de su única verdad permitida — ser un vacío al servicio de otro, sin raíces ni familia. Madres como Akina, cargaban con recuerdos agridulces: el gozo por el nombre otorgado a su bebé y la angustia por el destino marcado en su cuello desde el nacimiento. El número 103365, asignado por su amo — aquel que la forzó a la procreación, encerrándola con aquella bestia en el establo — era ahora el yugo de Yan, su hija.
El pasado se manifestaba en la piel de Akina, ralentizando su andar, curvando su espalda, bajando su guardia. Xialing, observando desde la periferia, era dolorosamente consciente: repudiaba la idea de usar los recuerdos atroces infligidos por monstruos como Ereda para coaccionarla, pero las alternativas escaseaban. Con un susurro de preocupación — ¿Te encuentras bien? — se acercó a Akina, solo para descubrir las lágrimas contenidas en su estoica mirada. Incapaz de articular palabra, Akina se encontraba sumergida en el mar de sus memorias.
Akina conservaba en su memoria aquel momento, cuando Yan apenas contaba con tres años, en que ambas esculpieron una delicada flor de crisantemo en los surcos del campo. Con ella, lograron ocultar parcialmente el último dígito del número en la placa de Yan. Era el acto de amor más profundo que Akina pudo brindarle a su hija, un recordatorio eterno de su singularidad y valor, un desafío a la desesperanza que amenazaba con devorarla, un rechazo a las crueldades de los amos, a sus palabras y acciones que buscaban someterlas.
Con el paso del tiempo, el crisantemo se arraigó en el corazón de Yan como su flor predilecta. Predominantemente amarillos y blancos, estos crisantemos no eran solo un espectáculo visual de pétalos danzantes en una exhibición de belleza y delicadeza, sino que se convirtieron en un emblema poderoso. En la mente de Yan, y en la de muchos otros esclavos, simbolizaban el anhelo más profundo y puro: la emancipación. Era una aspiración indomable, que, a pesar de ser oprimida y subyugada —tal como intentaban erradicar al crisantemo en los campos, tachándolo de maleza perjudicial—, resistía incólume ante los azotes más feroces y el abrasador sol.
El crisantemo, marcado en la espalda de Xialing como un sello de fuego, se presentaba ante Akina como un augurio de cambio inminente. —Es por eso que actúa así, porque ha sentido lo mismo que yo— reflexionaba Akina, luchando por encontrar el valor para acercarse. Sin embargo, sus palabras se ahogaban en un silencio pesaroso, mientras sus ojos se velaban con el recuerdo del contenido de aquel paquete que dictaba su sumisión.
La placa, con la flor de crisantemo ya desgastada por el tiempo, no dejaba lugar a dudas: era la misma que Yan llevaba al cuello. Junto a ella, un pequeño papel de arroz plegado guardaba un mensaje que sacudía el alma de Akina, haciendo temblar su cuerpo y doblegando sus rodillas hasta caer al suelo. Ninguna cantidad de lágrimas podría revertir el tiempo ni aliviar el sufrimiento que, en algún rincón del mundo, su querida Yan debía estar soportando.
El papel de arroz albergaba un fragmento de piel, intensamente corroído, que transitaba del rojo al morado de la putrefacción. Akina, conocedora de las tradiciones del Imperio Celestial en sus rincones olvidados por sus burócratas puritanos, entendía el mensaje implícito: alguien había instruido al capataz para que castigara a su hija Yan con tal severidad que su piel se desgarrara. Pero el acto no terminó allí; ignorando los gritos desgarradores que inundaban y aturdían a Akina —testigo frecuente de tal suplicio en disidentes que fallaban en cumplir con las cuotas de producción—, supo que habían sumergido a Yan en una tina de agua salada. Este cruel bautismo cauterizaba las heridas de la manera más dolorosa imaginable. Muchos se contorsionaban bajo tal agonía que, inmersos a la fuerza en aquel líquido, dieron origen al término de su tormento: duànbèi, o "espaldas rotas", en el lenguaje celestial.
En instantes así, la imaginación y la desesperanza se erigen como adversarios despiadados del espíritu. Para Akina, representaban una tortura autoimpuesta, un ciclo de visiones macabras que evocaban el tormento que su hija Yan debió soportar, un padecimiento que ella, cegada por su propio egoísmo, había permitido.
A pesar de sus esfuerzos, el lastre de la angustia que anidaba en su corazón finalmente la quebró. Akina se rendía una vez más, sumida en el recuerdo lejano, devastada por el llanto de saberse una madre que ha perdido su mundo entero. Aunque en ocasiones anteriores no había trascendido más allá de sollozos que la dejaban exhausta y con el pecho oprimido, ahora, el destello de los rayos divinos le insinuaba la posibilidad de un renacer: por primera vez en mucho tiempo, una hoja afilada yacía a su alcance.
—¿Por qué demonios somos tan débiles?— cuestionaba su consciencia, con una voz insidiosa. Anhelaba la resiliencia para continuar, para reencontrarse con su amada Yan. Pero, no importaba cuánto se humillara, cuánto se sometiera a las vejaciones de Ereda, nada la había acercado a su anhelo de volver a abrazar esos brazos frágiles, de mirar en esos ojos curiosos y radiantes, de un violáceo aún más intenso que los suyos. Detestaba que el creador, el Cielo, o cualquier deidad cruel que observara desde las alturas y se regocijara en su dolor, no hubiera intervenido en aquel día nefasto cuando los guardias del Carinali, durante una de sus acostumbradas incursiones, se la llevaron a ella para reclutarla en el ejército, en una de tantas levas forzosas, arrancándola del único hogar que conocía junto a su hija.
Un suspiro de alivio la invadió brevemente cuando la hoja comenzó a traspasar la primera capa de su piel. Cuando la sangre comenzó a fluir, inundando sus sentidos, decidida, Akina se repetía —Al menos en el Cielo, podremos desafiar el destino que nos tocó vivir frente a nuestro creador—, un mantra que resonaba en su mente, impulsándola a seguir adelante. Pero, en un instante de desconcierto, notó que, a pesar de la presión de sus manos, a pesar de su determinación, la hoja se detuvo. La mano de Xialing, bañada en rojo, había arrebatado el arma de las manos de Akina, privándola de sus últimas alas de escape de un mundo que ya no deseaba presenciar.
La reacción de Akina fue casi refleja, una afrenta que superaba todas las anteriores. Ya no solo era el abuso de haber soportado el abandono de su madre en la infancia, el cruel destino que la forzó a dejar su único refugio, sino ahora, tenía que aguantar que aquellos, los que se decían sus superiores, sus amos, también intentaban negarle el derecho más fundamental: el deseo de morir.
Con desasosiego y furia, Akina evocó imágenes del campo donde creció, donde esclavos exhaustos por la tortura se colgaban de los árboles cercanos con lo que podían: jirones de sus ropas desgastadas, cuerdas, incluso los alambres de púas que marcaban los límites de las tierras. Los más audaces se entregaban al macabro espectáculo del zuìhòu yī-zhàn —la batalla final, en términos sagrados—, donde los capataces convocaban a señores y ciudadanos libres para apostar sus monedas doradas, a cambio del morbo de ver a esclavos confinados en jaulas de hierro con púas luchar entre sí. El último en pie —si es que alguno lograba sobrevivir, pues usualmente todos perecían por las heridas fatales—, sería liberado.
Akina era consciente de que había llegado el momento decisivo, aprovechando la proximidad y la herida autoinfligida de Xialing, quien parecía más preocupada por buscar consuelo que por defenderse. Era la oportunidad de Akina para definir su propio zuìhòu yī-zhàn. Con rapidez, lanzó un puñado de tierra acumulada entre los adoquines, cegando a Xialing con la nube de polvo. Luchó por arrebatarle la hoja ensangrentada que aún sostenía, pero se encontró con una resistencia inesperada; Xialing era más fuerte de lo que había calculado. Temerosa, Akina optó por la huida, corriendo con todas sus fuerzas.
Corrió. Corrió y corrió
Corrió sin mirar atrás, pero en su frenética carrera, una punzada aguda en su talón la detuvo en seco. El dolor era tan intenso que solo podía significar una cosa: un hueso roto. A través de su neblina de dolor, vio a Xialing, todavía desorientada, acercándose con lentitud, mientras una sospecha se confirmaba. El cuchillo que Xialing llevaba ceñido a la cintura se había clavado en el tobillo de Akina con una precisión quirúrgica, sellando su destino.
Akina, entre suspiros de una alegría amarga, se resignaba a su suerte. Estaba segura de que Xialing, al igual que los otros amos que había sufrido, no perdonaría una traición tan directa. Aunque su final no llegara con la rapidez que había anticipado, encontraba un consuelo retorcido en la certeza de que su vida terminaría a manos de Xialing.
Sin embargo, contra todo pronóstico, lo que Akina había imaginado no sucedió.
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—Entiendo tu miedo, Akina, yo también lo sentiría— susurró Xialing con dulzura, agachada junto a ella, retirando los últimos granos de tierra de sus ojos. —Esperaba que las cartas te dieran una pista, pero ahora te lo confirmo: Ereda cree que has muerto, y lo que le hizo a tu hija fue solo por placer. Las misivas que te instaban a encontrarte conmigo, las redacté yo, porque necesito tu ayuda— reveló Xialing, sosteniendo con firmeza la hoja que había clavado en el tobillo de Akina.
El terror paralizó a Akina, su cuerpo se negaba a responder. Por un lado, ya no quería luchar, convencida de la futilidad de sus esfuerzos. Por otro, la imposibilidad de descifrar a Xialing la anclaba en el lugar. Xialing no era como los demás amos, cuyas acciones eran predecibles en su crueldad.
—Tu ayuda es crucial para derrotar a Ereda y a los demás esclavistas que atormentan al mundo— insistió Xialing. En ese momento, Akina experimentó una liberación inesperada; la presión que la inmovilizaba desapareció. Xialing, con movimientos ágiles, guardó la hoja azulada en su lugar habitual, bajo la mirada incrédula y sorprendida de Akina.
—No pretendo comprender plenamente tu sufrimiento, ni afirmar que he sentido lo mismo que tú. A diferencia de muchos, Sardú era un hombre de principios antiguos, un devoto del Kahu, lo que me hacía sentir más como su hija que su esclava—. La sinceridad de Xialing no solo se reflejaba en sus palabras, sino también en sus gestos, mientras se acercaba a Akina y le extendía sus brazos para ayudarla a levantarse. Akina, temblorosa, aceptó la ayuda, con lágrimas de esperanza en sus ojos, anhelando que esa muestra de bondad fuera genuina y no una cruel artimaña de su nueva señora para infligirle más dolor.
Xialing evocaba con cariño la figura de Sardú, a quien consideraba su padre, un contraste total con Aryund, quien nunca quiso asumir ese rol. Recordaba cómo Sardú le explicaba que el Cielo había concedido a los Da fùqin, como él, no solo el poder de mandar y aprovechar el trabajo de sus siervos, sino también la responsabilidad de ser su Guardián, su protector. Esta filosofía la proclamaba a menudo en su Salón del Trono, frente a sus visitantes y a las brujas arpías que siempre lo rodeaban, bajo el nombre de Kahu, expresando su deseo de que nadie que le sirviera fuera tratado como inferior o castigado injustamente.
Pero todo el mundo pensaba diferente de Sardú, era algo que le quedaba completamente claro a Xialing, viendo las reacciones profusas en el rostro de Akina. Sabía que la chica se debatía, entre si en verdad ella era gentil, o si solo estaba esperando a una minima confianza, para clavarle un puñal por su espalda. Decidida a ganarse su confianza, también, ya bastante harta de usar las mismas artimañas que tanto odiaba de Ereda, le dijo cercana al oído de Akina, con una calidez que a ella misma le asemejó a la que usaba con Angélica: —Sé donde está tu bebé. Bueno, tu pequeña ya no tan pequeña, tiene como ocho años más o menos ¿no?—, decía Xialing.
Las lágrimas de Akina no eran solo más abundantes, sino que también venían cargadas de una ansiosa expectativa. La sinceridad en las palabras de Xialing resonaba con verdad, pues pocos conocían la existencia de Yan o su edad. —Ayúdame en esta última misión en Áncasar y haré lo que esté en mis manos para traerla de vuelta contigo. ¿Te unirás a mí, por una vez y para siempre?— propuso Xialing, extendiendo su mano hacia Akina.
Con un gesto que simbolizaba la unión celestial, Akina entrelazó su mano con la de Xialing, formando juntas un infinito. La alegría se dibujaba nuevamente en su rostro, un reflejo de la esperanza renacida. —La esperanza es, sin lugar a dudas, la más poderosa de las armas— reflexionaba Xialing, recordando las enseñanzas de Sardú. —El aprecio es más efectivo que la represión para ganar la voluntad de los soldados—, solía decir su mentor, mientras la alentaba a estudiar el campo de batalla y a idear estrategias para romper los asedios que él tan fácilmente parecía montar.
Aunque Xialing nunca había logrado superar a Sardú en sus juegos de guerra, ahora valoraba esas lecciones más que nunca. Avanzando con el peso de una Akina que apenas podía sostenerse, era consciente de que, por el momento, el Cielo le otorgaba una ventaja sobre sus adversarios: la lealtad que podía inspirar en aquellos que decidieran seguirla.
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