Esa fue la primera, pero no la última, a los dos se nos convirtió en una adicción, no pasábamos más de una semana sin pegarnos una escapadita a nuestro nidito de amor.
Nunca había llegado a imaginar que, con hacerlo la primera vez, uno quedara con tantas ganas de repetirlo, en lo único que podía pensar era en volver a estar con él y nada más. Era como si mi trasero extrañara su miembro y lo quisiera de vuelta, más bien, necesitara desesperadamente volver a tenerlo dentro.
Me dejaba detalles y flores en el camino, en lugares que solo yo sabía reconocer, eso me mantenía en las nubes. Sus cartas sí que me embobaban, me escribía cosas guarras y candentes que se soñaba hacerme y mi sexo se inundaba de inmediato, parecía como una penca sábila recién cortada en todo momento. Lastimosamente no me quedo ninguna de ellas ni para el recuerdo, porque acordamos quemarlas de inmediato para no dejar cabos sueltos.
Él sabía perfectamente como tratarme, como encender la llama de la pasión y mantener vivo el deseo. Nunca en la vida me pude sentir mejor y tal vez, solo un poco, una pizca, enamorada.
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Teníamos días amorosos, donde lo hacíamos tiernito y despacio, jugábamos a provocarnos escalofríos con caricias y aprender nuestros cuerpos de memoria. Nos gustaba vernos desnudos y contemplar nuestros cuerpos.
Aprendí que mi sexo ardía a más no poder con estimulación externa o cuando me comía con su hábil y magistral lengua, pero mis orgasmos llegaban cuando me penetraba por detrás, su miembro era todo lo que quería y necesitaba. Cuando explotaba dentro de mí y me llenaba el trasero con su leche era el aliciente para que yo también lo hiciera.
En esa cabaña podía gritar, pedirle a todo pulmón que me culeara y nunca tener que reprimir el volumen de mis gemidos o insultos. No le importaban para nada mis modales, al contrario, parecía encantarle que me comportara como una potra salvaje, briosa y arrecha.
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Ya no solo lo hacíamos dentro de la cabaña, una que otra vez lo convencía de meternos a los pastizales y otra el me sorprendió cabalgando a un lugar aún más escondido y desconocido, donde estoy casi segura que iba con su esposa para tener un lugar privado para ellos.
El aparte de todo era un romántico sin remedio, allá me hizo desnudar, nos montamos a su caballo y mientras mirábamos caer el sol me culeaba delicioso y como no tenía donde apoyar los pies termine estrujando mi sexo contra el fuste de su silla de montar. Ese día me hizo venir tan fuerte que hasta su silla quedo empapada.
Ni siquiera la quiso limpiar, dejos que la mancha se volviera permanente y cuando estábamos con otras personas y nos tocaba disimular, se levantaba el sombrero para saludar "buenas tardes señorita Candy", miraba de reojo esa mancha y se le esbozaba una risita maldadosa que me mataba. De inmediato regresaban esas imagens y me volvían como loca queriendo repetir la experiencia.
En medio de todos esos juegos descubrimos que los dos éramos demasiados posesivos y dominantes, las batallas por poder eran magistrales, entre domar y ser domado, pero ninguno de los dos íbamos a ceder ni un centímetro. Íbamos a dar la pelea hasta el final.
Los juegos se volvieron un pelín salvajes, debo aceptarlo, pero era algo que a los dos nos ponía a mil.
Algunas veces terminaba atrapándome como a un becerrillo, me amarraba de manos y piernas y me follaba, otras me anudaba las manos a la espalda y me daba por el culo durísimo, me daba palmadas hasta dejarme las nalgas rojas o usaba la fusta con la que arreaba su caballo y me hacía gritar de placer, mi sexo parecía una llave que no tenía forma de cerrar.
Otras veces era yo la que lo amarraba de la cama de manos y pies, lo torturaba con la boca chupando su miembro o sus bolas, lo asfixiaba con mis senos o me le sentaba en la cara y lo obligaba a chupármela por un buen rato, pero lo que más me gustaba era agarrar su miembro como si me lo fuera a meter por el lugar prohibido y arrancarme la virginidad, lo hacía sufrir frotándome su glande por mi sexo, separando mis labios externos, estrujando su glande contra su clitoris, colocándolo justo en esa entrada nunca antes recorrida y sentir como palpitaba, hasta que se enojaba y entonces, con esa cejas pobladas y juntas, me colocaba el sombrero que me regalo y como si se tratara de un rodeo lo cabalgaba con mi trasero hasta que me cansaba o el dolor no me dejaba continuar.
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Como buenos adictos, dejamos de tener tantas precauciones. Algunas veces no me aguantaba y se lo mamaba en su oficina, me encantaba verlo preocupado y vigilante, sin quitarle la mirada a la puerta del establo, pero cuando se iba a venir nos mirábamos a los ojos y con todo gusto me tragaba su semen hasta dejarle las bolas vacías.
Otras, me cogía descuidada en los establos de mi propia casa, me tapaba la boca, me bajaba el pantalón y me follaba como un animal, me llenaba el trasero de leche y desaparecía como una fantasma. Me encantaba.
Ese peligro de ser descubiertos nos llenaba de adrenalina y morbo, algo que hacía que nuestros encuentros en soledad fueran cada vez más explosivos.
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